Entre tanta incertidumbre, una certeza: la figura de Alberto Fernández se viene consolidando en medio de la emergencia sanitaria por el COVID-19. La lectura mayoritaria, incluso desde sectores insospechados de simpatía por el gobierno nacional, es que el mandatario y su equipo ministerial están haciendo lo correcto ante una situación crítica y sin antecedentes, y con los recursos de un país diezmado por la deuda impagable que contrajo la gestión anterior. El devenir del virus a nivel mundial y regional es otra variable que, al menos por ahora, valida los pasos que fue dando el presidente.
Días atrás, luego de decretada la cuarentena obligatoria, uno de los editorialistas políticos de La Nación hacía esta elogiosa evaluación sobre el jefe de Estado: “Alberto Fernández emergió, así, en ejercicio de toda la autoridad y todas las atribuciones que le confiere la Constitución Nacional. También ahora acumula sobre sí toda la responsabilidad frente a la emergencia. Fin o paréntesis, al menos, para disquisiciones sobre los liderazgos”.
Como contraparte, Mauricio Macri, quien dirigió el país hasta hace solo tres meses, experimenta el punto más bajo de su incidencia política, que ya venía en picada. Una prueba es la pregunta retórica que en diferentes ámbitos se repite por estos días: “¿Se imaginan lo que sería esto con Macri?”. La respuesta –salvo casos de estudio– no favorece para nada al ingeniero. Inquieta la sola idea de que un dirigente que demostró ser tan inconsistente en escenarios previsibles pudiese ser el encargado de gestionar un país en un momento de extremo riesgo y con desafíos para los que no existen mayores antecedentes. Por otra parte, más allá de la valoración personal que se haga de Macri, no abundan entre los recursos del modelo Cambiemos herramientas útiles para escenarios de este tipo. ¿Qué hacer ante la pandemia con el discurso de “la pesada herencia”, el emprendedurismo y la meritocracia, y con una política de apuesta a lo privado en detrimento de lo estatal, de ataque al empleo público, de quiebre del vínculo con los sectores populares y escasa empatía social, y con la degradación de los organismo de gobierno dedicados a la asistencia sanitaria y a la ciencia?
Pero así como hay consenso de que hubiese sido dramático transitar el coronavirus bajo el mando de Macri –o de “un Macri”–, tampoco, aunque por otras razones bien distintas, hubiese sido fácil con un imaginario tercer gobierno de Cristina Fernández. Ante la falta de estatura política del líder del PRO –el más letal de los déficits en un escenario de este tipo–, la hipótesis de Cristina hubiese agregado otras complicaciones a la emergencia sanitaria, a raíz de la relación quebrada con sectores significativos de la sociedad y la guerra nunca concluida con la prensa hegemónica, que incluso hoy sigue manteniendo las hostilidades hacia la vicepresidenta y su familia. En un trance que pide centralidad de decisiones y coordinación entre los actores más disímiles, una figura como la de Cristina –descontando su capacidad política– hubiese sido un punto de conflicto antes que de empatía, en medio de una de crisis en la que no hay tiempo ni recursos para revertir ideas instaladas.
De hecho, esto mismo entendió Cristina de cara a los comicios de 2019, cuando se corrió del centro y desplazó sus votos al exjefe de Gabinete, en una decisión de enorme trascendencia política, que aún hoy le sigue dando réditos, toda vez que con el paso de los días Alberto Fernández suma consensos como la elección acertada. Difícil pensar hoy en un perfil político más adecuada para lidiar con la amenaza del COVID-19.
Empleando la propia terminología de la pandemia, puede decirse que el presidente llegó a la Casa Rosada como resultado de una medida preventiva tomada por Cristina, que decidió autoexcluirse, guardarse a sí misma y poner al kirchnerismo más duro en una suerte de cuarentena electoral, para recuperar a una masa de votantes sin la cual no se podía ganar el gobierno. Sabiendo que esa era la única forma, la senadora optó por limitar su exposición, a pesar de la frustración de muchos de sus seguidores, que le pedían que saliera, que se mostrara más. Alberto Fernández, el dirigente de la moderación, asumió el lugar de ese protagonismo concedido. No le fue fácil: aunque hoy suene muy lejano, antes de que el coronavirus lo alterase todo, el mandatario era criticado por una parte del propio oficialismo que le reclamaba mayor contundencia y velocidad –es decir, “más kirchnerismo”– en temas como la situación de los presos políticos y la interpelación a los estratos concentrados de la economía.
En medio de esas tensiones internas se había dado la suba de tres puntos a las retenciones a la soja, con la furia de los chacareros y la amenaza de reeditar el lockout de 2008. El arribo del virus a la Argentina aplazó hasta nuevo aviso esta y otras pujas domésticas.
En cuanto a la oposición de centro derecha, la pandemia vino a aumentar el desconcierto que la afecta desde el 18 de mayo de 2019, cuando Cristina declinó su candidatura y ungió a Fernández. Siguiendo con la retórica sanitaria, la oposición quedó aislada, sin recursos para intervenir en el nuevo tablero, y mucho menos ahora, con la pandemia desatada y el Poder Ejecutivo ocupando la centralidad política.
La fórmula opositora clásica (judicialización de la política + machaque mediático + grieta social) no tiene traducción práctica en un dilema de escala global donde la salida es claramente colectiva y los actores son los gobiernos y las ciudadanías, sin mayores intermediaciones. Un buen ejemplo local es la sintonía en el rechazo a quienes no responden a la acción de conjunto: las empresas y comercios que aumentan el precio a productos esenciales, y las personas que no respetan la cuarentena y ponen en riesgo a los demás. La opinión pública mayoritaria identificó estas actitudes con los sectores acomodados de la sociedad, mientras que otros, quizás más politizados, vieron ahí el resultado del tipo de valores que estimuló la administración anterior. Sin duda, es una simplificación estimulada por el clima de época, pero que no necesariamente carece de referencias concretas. Estereotipos como “los vivos que lucran con la necesidad” o “los ricos que siempre hacen lo que quieren” acumulan el repudio social y se erigen como anti-ejemplos, mientras que el Estado y la figura de un presidente que es asistido por científicos y convoca a la oposición, viven su momento de imagen positiva.
De todas formas, así como es clave lavarse las manos para evitar el contagio del COVID-19, es aconsejable limitar las lecturas políticas al corto plazo que marca la evolución de una pandemia cuyo desenlace es todavía muy lejano, mientas la cifra de infectados y muertos no para de crecer.