Era la una de la mañana del miércoles 24 de marzo de 1976 cuando, en el aeroparque de la ciudad de Buenos Aires, el general Villareal informaba a la hasta ese momento presidenta argentina: “Señora, las Fuerzas Armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada”.
Inmediatamente después, María Estela Martínez sería llevada detenida a la residencia El Messidor, en Villa la Angostura.
Se ponía así en marcha el golpe militar que había sido planeado dos años antes en casa del empresario José Alfredo Martínez de Hoz. En base al asesinato sistemático, el terror impuesto desde el propio Estado, la férrea censura de prensa y la violenta represión de cualquier reclamo político o social, los golpistas desmantelarían prolijamente la estructura industrial argentina, centrando su persecución en el movimiento obrero y el empresariado nacional. La destrucción de aparato productivo nacional se complementaría con un enorme endeudamiento externo que elevaría de 7.800 a 45.100 los millones de dólares que el país debería a los acreedores externos.
Ese era el plan.
A las 3.10 de la mañana de ese mismo día, fueron ocupadas todas las estaciones de radio y televisión para que el locutor de radio Nacional Juan Vicente Mentesana anunciara que el país se encontraba “bajo el control operacional de la Junta Militar”
Minutos antes, a las 2:13 horas, un grupo de diez integrantes del Ejército, encabezados por Jorge O’Higgins y Oscar Guerrero, que respondían a las órdenes del Jefe II de Inteligencia general Carlos Alberto Martínez, que a su vez respondía al comandante del I Cuerpo del Ejército general Carlos Guillermo Suárez Mason, irrumpían en el edificio de Libertador 1160. Una vez llegados al séptimo piso, derribaron la puerta del departamento y, al grito de “Te vamos a matar”, arrojaron al vacío al mayor –más que retirado, dos veces expulsado– Bernardo Alberte.
¿Quién era este hombre para merecer la distinción de convertirse en la primera víctima de la sangrienta dictadura autodenominada Proceso de Reorganización Nacional?
El edecán
Abanderado del Colegio Militar, del que egresó en 1939, fue arrestado y degradado en 1945, al intentar sublevar la Escuela de Infantería de Campo de Mayo exigiendo la libertad del coronel Juan Perón, recluido en la isla Martín García. Reincorporado al año siguiente, prosiguió su carrera en forma tan relevante que, con el grado de mayor, fue designado edecán presidencial.
El presidente era ese mismo coronel Perón, que transitaba los que serían sus dos últimos años de mandato, brutalmente truncado.
El primer intento de acabar con el electoralmente imbatible presidente fue en julio de 1955, cuando aviones de la Marina de Guerra y la Fuerza Aérea bombardearon la Plaza de Mayo, el Departamento Central de Policía, las antenas de Radio del Estado instaladas en la terraza del edificio de Obras Públicas, en Belgrano y 9 de Julio, la residencia presidencial, la Curia metropolitana, las instalaciones de Radio Pacheco, el local de la carnicería y verdulería La Negra de Pueyrredón 2267, entre otros objetivos bélicos, mientras los efectivos del Batallón 4 de Infantería de Marina, que habían ocupado el edificio del Ministerio en la avenida Madero 235, armados con modernos fusiles FN semiautomáticos, intentaban tomar la Casa de Gobierno.
Además de los miles de trabajadores que acudieron a la Plaza a defender a su gobierno, tres militares se destacaron en la defensa del presidente: el general Juan José Valle, que asumió el comando de las operaciones militares, el mayor Pablo Vicente, que acudió al frente de los blindados del Regimiento Motorizado Buenos Aires y el mayor Bernardo Alberte, dentro de la Casa Rosada.
El segundo intento, en septiembre de ese mismo año, sería exitoso. Y encontraría a Alberte de nuevo junto al presidente, hasta que este decidió asilarse en la embajada del Paraguay. Fue tal vez la primera de las diferencias que tuvo con Perón: Alberte era partidario de presentar pelea, mientras el primer mandatario no quería sacrificar al pueblo y gobernar sobre millares de muertos.
Consumado el golpe de estado, fue sucesivamente encarcelado en tres buques y finalmente en la prisión militar de Magdalena, donde se encontraba en momentos en que tenía lugar el intento revolucionario de junio de 1956, así como el fusilamiento del general Valle y otros trienta civiles y militares. Luego de eso, fue remitido al siniestro penal de Ushuaia, reabierto con el exclusivo propósito de encarcelar políticos, sindicalistas y militares peronistas.
Salió en libertad a fines de 1956, y al ser citado por el Comando en Jefe del Ejército, se negó a presentarse. Expulsado del Ejército “por rebeldía”, optó por buscar refugio en Brasil, donde permaneció hasta la amnistía dictada por Arturo Frondizi en 1959. Durante su exilió comenzó un profuso intercambio epistolar con Perón. Esa insoslayable correspondencia, preservada en forma casi milagrosa por Tomás Saraví, fue publicada casi íntegramente por Eduardo Gurucharri en su biografía sobre el mayor “Un militar entre obreros y guerrilleros”.
El Yorma
Una vez de regreso en el país, instaló una tintorería, la “Limpiería del Socorro”, que con el tiempo se volvería una verdadera jabonería de Vieytes del peronismo combativo.
Cuando luego de que políticos y sindicales que respondían a Augusto T. Vandor sabotearan la directiva de votar en blanco en las elecciones presidenciales de 1963 y al año siguiente fracasara el Operativo Retorno, Perón decidió tomar el toro por las astas y ajustar cuentas con Vandor. Envió a su esposa a la Argentina, entre otras cosas, para apoyar en Mendoza al candidato neoperonista Corvalán Nanclares que competía contra el candidato de Vandor, el también neoperonista Serú García, ambos integrantes del Partido Tres Banderas. El triunfo de Corvalán Nanclares y la aparente decisión del gobierno de Arturo Illia de levantar la proscripción que pesaba sobre el partido político mayoritario, precipitó el golpe de Estado del año siguiente, por esas mismas razones apoyado por Vandor y otros importantes dirigentes gremiales.
Luego de una breve y accidentada estadía en un hotel sindical del Barrio Norte, “Isabel” fue alojada en casa de Bernardo Alberte e involuntariamente a través suyo conocería al metomentodo factotum de la imprenta Suministros Gráficos José López Rega, con quien acabó regresando a Madrid.
Un año después del golpe, cuando quedan claras las verdaderas intenciones del “participacionismo” y el gobierno militar empieza a revelar su naturaleza económicamente liberal y políticamente reaccionaria, Perón vuelve a dar un golpe de timón y designa a Alberte su delegado personal y a la vez secretario general del Movimiento Peronista. La orden: revitalizar y reorganizar el movimiento, postrado, confundido y debilitado por las traiciones, dobleces y agachadas de la mayor parte de los dirigentes.
Apoyado en la juventud y los sectores intransigentes y combativos, ya convertido en “El Yorma”, Bernardo Alberte consigue poner en pie a un movimiento al que propios y extraños daban por extinto. Su veto a que Vandor ocupara el lugar del sorpresivamente fallecido Amado Olmos, líder del sector combativo del sindicalismo, principal artífice de las 62 Organizaciones e inspirador de los Congresos de La Falda y Huerta Grande, fue determinante para el surgimiento de la CGT de los Argentinos y el acercamiento de la masa estudiantil al movimiento obrero.
Cuando Perón le reprochó su participación en la ruptura cegetista, en marzo de 1968 presentó la renuncia y editó el periódico Con Todo, portavoz de lo que será conocido como “peronismo revolucionario”, en el que sobresalieron dirigentes políticos y sindicales como Gustavo Rearte, Mabel Di Leo, Julio Troxler, Alicia Eguren o Jorge Di Pasquale.
En 1969 rechazó acogerse a un decreto dictado por Onganía que permitía la reincorporación de militares dados de baja luego del derrocamiento de Perón, Alberte bramó: “Mientras en 1956 un general se presentaba para hacerse responsable del fracaso y de la derrota enfrentando el fusilamiento, hoy otro general se presenta a solicitar el grado y el sueldo. Valle lo ha de contemplar desde la inmortalidad con la misma serenidad con la que afrontó la muerte. Los sobrevivientes de ayer fueron fusilados hoy con un decreto de amnistía”. Y advirtió a sus ex camaradas: «…algún día vendrá el hombre sencillo de la Patria a interrogar a sus militares en actividad y en retiro. No los interrogarán sobre sus largas siestas después de la merienda, tampoco sobre sus estériles combates con la nada, ni sobre su ontológica manera de llegar a las monedas, no sobre la mitología griega ni sobre sus justificaciones absurdas crecidas a la sombra de la mentira.
”Un día vendrán los hombres sencillos de esta tierra, aquellos que fueron sus soldados, a preguntar qué hicieron cuando la Patria se apagaba lentamente, qué hicieron cuando los pobres consumían sus vidas en el hambre y la de sus hijos en la enfermedad y la miseria, qué hicieron cuando los gringos vinieron a imponernos esa nueva forma de vida ‘occidental’ que todo lo corrompe y compra el dinero”.
Los asesinos en acción
No ocupó ningún cargo en los gobiernos peronistas y cuando, luego de que el 8 de agosto de 1974, en la primera reunión de gabinete tras la muerte de Perón, López Rega mostrara las fotgrafías de quienes consideraba “personas peligrosas para el gobierno y la seguridad de la Nación”, entre las que estaban las de Juan José Hernández Arregui, Julio Troxler, Silvio Frondizi y la del propio Alberte, un preocupado testigo del episodio, el todavía ministro de educación Jorge Taiana le dijo: “Alberte, están locos. Te tenés que ir”.
Si bien una semana antes, el 31 de julio había sido asesinado en el centro porteño el diputado nacional Rodolfo Ortega Peña, el Yorma se negó a irse del país y, contra los consejos de Taiana y de todos los que lo querían bien, se siguió negando luego de que, entre el 16 y el 27 de septiembre, como si se tratara de un inconsciente homenaje de la Revolución Libertadora, en nombre de un supuesto peronismo fueran asesinados el notable dirigente sindical y ex gobernador de Córdoba Atilio López, el histórico luchador Julio Troxler, el abogado Silvio Frondizi y poco después, al periodista Pedro Leopoldo Barraza, director de Radio del Pueblo, quien en 1963 había revelado los nombres de los asesinos de Felipe Vallese. En cuanto a Hernández Arregui, ya había fallecido de un infarto poco antes, el22 de septiembre, mientras se encontraba en Mar del Plata, refugiado en casa de un amigo.
Lejos de amedrentarse, el Yorma se puso al frente de la Corriente Peronista 26 de Julio, desde donde denunció los crímenes de las Tres A y su vinculación con López Rega. El 20 de marzo de 1976, en el local de la Corriente de la calle Rivadavia, estuvo a punto de ser secuestrado junto con Jorge Di Pascuale y Alicia Eguren.
Horas antes de ese fatídico 24 de marzo de 1976, había terminado de escribir una memorable carta dirigida al general Jorge Rafael Videla (https://revistazoom.com.ar/zoom/carta-abierta-de-bernardo-alberte-a-jorge-rafael-videla/), denunciando la responsabilidad de las Fuerzas Armadas en la formación de los grupos paramilitares que habían pretendido secuestrarlo y acababan de asesinar a su joven colaborador Máximo Altieri, manifestándole que en base a “lo que me enseño la vida que transité como joven y como viejo, como pobre y como rico; como obrero y como patrón; como militar y como civil; como jefe y como subordinado; como subversivo y como político; como libre y como preso; como perseguido, como prófugo, como exiliado, como peronista” podía afirmar que “no consideramos a las F.F.A.A. como una institución poseedora de valores inmutables, sino como una institución humana que actúa para bien o para mal, de acuerdo a los hombres que circunstancialmente las dirigen. No son mejores ni peores que los hombres que la componen, y por consiguiente, no existe la continuidad histórica que iguala a todos los militares a través del tiempo con un mismo sello de excelencia, desinterés o patriotismo; tampoco el merito de una época alcanza a los protagonistas de otra, salvo que la revaliden con su propia conducta. Y lo mismo en lo que atañe a conductas infamantes. Los méritos de San Martín no apañan a Quaranta, ni Fernández Suárez infama a Belgrano, a Dorrego o a Güemes. Podemos admirar al Almte. Brown y negar al mismo tiempo a Rojas y a Benigno Varela. Podemos sentirnos deudores y herederos de tantos milicos que regaron con su sangre el suelo de América y de la Patria y no por ello atenuar nuestro juicio sobre los oficiales cómplices, ejecutores y consentidores de vejámenes y torturas.
Acababa de cerrar el sobre cuando la patota militar irrumpió en su casa.
El de Bernardo Alberte fue a la vez el último asesinato de la Triple A y el primero de la larga lista de la dictadura más sangrienta de la historia argentina. No fue una casualidad que lo eligieran ni que se ensañaran con un hombre recto, estoico y sin dobleces, testigo de una larga época y a la vez, a sus 57 años, protagonista de un peronismo que más allá de logreros, iluminados y reaccionarios podía estar todavía comprometido con la felicidad del pueblo y la independencia de la nación.
Sin ninguna duda, con el Yorma se quiso asesinar un símbolo de lo que había sido y un emblema de lo que podía ser.
No es tampoco casual que durante tantos años el recuerdo de Bernardo Alberte haya resultado tan incómodo en el movimiento peronista