Hace 150 años, con la inmolación del mariscal Francisco Solano López en Cerro Corá, llegaba a su fin el episodio más oprobioso de la historia de América y el mayor genocidio en el que estuvo involucrado nuestro país. Fue también el colapso final del proyecto de independencia, organización y desarrollo que casi sesenta años antes había iniciado Gaspar Rodríguez de Francia.
Tras el desigual y sangriento enfrentamiento, el país que en orgulloso aislamiento había puesto en marcha una poderosa industria y construido una sociedad asombrosamente igualitaria y pacífica, además de perder el 60% de sus habitantes y el 90 % de sus varones adultos, quedó pulverizado y, durante un periodo, reducido a la condición de satélite, auténtico virreinato del imperio de Brasil. Y jamás se recuperó.
El principio del fin
Dicen que todo había empezado seis años antes, cuando una banda de homicidas uruguayos, una auténtica Triple A que al servicio de Bartolomé Mitre había perseguido a los jefes provinciales federales y asesinado, entre miles de otros, a Ángel Vicente Peñaloza, desembarcaba en la República Oriental con el guiño de su empleador y el apoyo de la armada brasilera. Tras remontar el río Uruguay, los buques imperiales comenzaron a bombardear la ciudad de Paysandú. El propósito: derrocar el presidente constitucional, el dirigente del Partido Nacional Bernardo Berro.
Ligado a los blancos uruguayos por compromisos diplomáticos y acuerdos políticos, Francisco Solano López se vio obligado a acudir en su defensa, para lo que debía atravesar la provincia de Corrientes. Mitre, que aparentaba neutralidad, le negó el permiso.
Dicen que así empezó y dicen que detrás de los “tres aliados” estaba la mano del Imperio Británico, deseoso de anular el desarrollo independiente del Paraguay. Dicen.
Sin embargo, de rastrearse y prestar alguna atención a ciertas constantes históricas, la tragedia paraguaya sería más bien la culminación de una tragedia mayor, una tragedia “argentina” (al fin de cuentas, el primer “argentino” fue Ruy Díaz de Guzmán, nacido en Asunción en 1559, nieto mestizo de Domingó Martínez de Irala).
De ser así, el inicio de la tragedia debería situarse ya no a fines de 1864, entre las ruinas de Paysandú, sino en un más remoto 1 de junio de 1813, cuando la Asamblea General Constituyente rechaza los pliegos de los delegados de las Banda Oriental, que llegaban con instrucciones de pronunciarse por un sistema republicano y federal, lo que estaba en franca contradicción con los propósitos centralistas y aun monárquicos de la clase dirigente porteña.
A grandes rasgos, quedan delineados entonces dos proyectos de independencia en el Río de la Plata: el federalismo de los Pueblos indios, criollos, mestizos y negros, expresado por José Gervasio Artigas, y el centralismo aristocrático de las elites políticas, comerciales y culturales de la antigua metrópoli virreinal, y sus asociados de las metrópolis regionales.
Ante esta disyuntiva, el Paraguay del tozudo dictador Rodríguez de Francia, profundiza su aislacionismo y opta por una “tercera vía”: el desarrollo en soledad, “sin ser amigo ni enemigo de nadie”
Y este es el momento en que comienza la larga guerra civil “argentina”, que tiene su episodio más sangriento en los esteros paraguayos y finaliza con una solución de compromiso en 1880: un nuevo triunfo de la oligarquía porteño-bonaerense tras la aparente victoria del “interior”.
Ya había ocurrido antes, tal vez en la última oportunidad que tuvo el Paraguay de no ser arrasado por las elites porteñas y montevideanas sumadas al triunfador del momento: el Imperio de Brasil.
El Tratado de la Infamia
La equívoca historiografía argentina tiene a esa última oportunidad paraguaya como hito y momento fundacional de la conformación de la nación argentina, sin advertir que se trató del acta de defunción de un auténtico proyecto nacional: el infame Tratado del Pilar.
Quisieron la desgracia y el mal karma que Cepeda, la demorada “batalla final” de los Pueblos Libres contra la aristocrática y ya decididamente monárquica Buenos Aires, que debía ser aplastada por los lugartenientes de Artigas –el vano y arrogante Francisco Ramírez y el taimado Estanislao López–, coincidiera con la que sí fue la definitiva derrota de Artigas en Tacuarembó.
Refugiado en Entre Ríos el Protector de los Pueblos Libres, con su ejército diezmado, aunque su prestigio intacto entre los sectores populares, es víctima de la ambición de Ramírez (incentivada por el chileno Carreras y el impresentable Carlos de Alvear), los oscuros intereses de un caudillo santafesino más vinculado a los intereses de los estancieros bonaerenses que a los de los Pueblos, y las intrigas del inveterado unitario porteño Manuel de Sarratea.
Un error fatal
Por enésima vez Artigas invita al doctor Francia a sumarse al Sistema de los Pueblos Libres: es preciso acabar con la elite porteña, expulsar a los lusitanos de la provincia Oriental y recuperar Montevideo como auténtico puerto de salida del Plata. De otro modo, ninguno de los Pueblos podrá tener algún futuro. Y por enésima vez, Gaspar Rodríguez de Francia le vuelve a dar la espalda.
Es entonces que Ramírez (con sus gauchos armados por las arcas porteñas y su ejército reforzado por la artillería de Lucio F. Mansilla) se vuelve sobre Artigas, a quien persigue sin darle tregua, consciente de que el Protector era capaz de montar un ejército con sólo dar la voz de alarma. Artigas llega en derrota hasta la frontera del Paraguay y vuelve a apelar al Supremo Rodríguez de Francia. El Supremo no lo recibe, pero le da amparo, aunque internándolo para alejarlo definitivamente de las luchas políticas. Ese es el momento en que, sin saberlo, Rodríguez de Francia echa la primera palada de tierra sobre la tumba de su querido Paraguay.
Francisco Solano López lo comprobará cuando ya sea demasiado tarde y, hombre valiente y digno, lo pagará con su propia vida y –lo que le ha sido amargamente reprochado, en la ignorancia de que carecía de opciones– la de su propio pueblo. Hoy, como hace 150 años, las disyuntivas históricas son similares: el gobierno de las elites, escudado tras falsos nacionalismos de opereta, lleva a la fragmentación, la miseria popular y la dependencia nacional. De igual manera, la independencia en soledad no es posible para ningún fragmento de América.
Hoy, como todos los inicios de marzo de los últimos 150 años, debe ser un día de luto y de vergüenza para todos los “argentinos” decentes.