En 72 horas, Donald Trump confirmó en Iowa que es el favorito indiscutido en las primarias presidenciales del Partido Republicano, se despachó con un discurso del Estado de la Unión triunfalista y abiertamente electoral desde la misma cámara baja del Congreso que hacía solo unas semanas le había iniciado un juicio político, y fue absuelto por el Senado en un voto cantado y cómodo. En esos mismos tres días, en cambio, la oposición demócrata se hundió en un fiasco en su primera interna presidencial y demostró que sigue sin encontrar el tono para confrontar al oficialismo y una estrategia que le permita resolver su crisis de identidad y liderazgo, y responder a las demandas de más y nuevos votantes.
No hay duda de que Trump empieza este año electoral mejor parado que sus opositores. Pese a sus constantes polémicas, las denuncias en su contra y las feroces críticas de otros líderes internacionales, rivales internos y analistas que suelen inundar los medios de comunicación, el presidente estadounidense mantuvo un nivel de popularidad relativamente estable a lo largo de sus tres años en la Casa Blanca. Incluso creció. Antes de su absolución en el Senado, su apoyo trepó a un 49%, un récord para su gestión, según Gallup.
Además, contra todos los pronósticos publicados al inicio de su gobierno, fue alineando a prácticamente todos los republicanos detrás de su liderazgo y sus políticas. Esto se volvió evidente en la defensa cerrada que hizo el oficialismo en el juicio político, pero también en las primarias presidenciales que se realizarán esta primera mitad del año y en las que Trump apenas tiene una oposición simbólica que suma 3 ó 5 puntos porcentuales.
En otras palabras, mantuvo la base aliada que logró movilizar en la elección presidencial pasada y la lealtad de su partido, dos claves para su victoria hace tres años. Además, esta semana, en su discurso del Estado de la Unión, sumó una estrategia inteligente: salió a buscar votos que tradicionalmente se inclinan por los demócratas -como los de las minorías negra e hispana-, pero que, según el amplio apoyo que tiene su política económica, podrían ser receptivos a su discurso de crecimiento.
Por momentos, su discurso en el Capitolio pareció especialmente diseñado para garantizarse victorias en los estados clave de cara a la elección presidencial en noviembre. Le habló a su base conservadora y nacionalista al defender el derecho a portar armas, pedir la prohibición del aborto después de la semana número 20 del embarazo y de la atención médica gratuita a inmigrantes sin papeles. Pero también destacó la baja del desempleo entre negros, hispanos y mujeres, pidió aprobar mayores fondos para investigación médica, un programa federal de becas estudiantiles (criticado por la oposición por desfinanciar al sistema de educación público) y prometió “cuidar siempre su Medicare” (cobertura de salud pública para mayores de 65 años o con ciertas enfermedades crónicas graves) y “su Seguridad Social” (pese al duro ajuste que hace poco ordenó a un programa de subsidios a alimentos que afectará a 700 mil estadounidenses en situación vulnerable).
Frente a este oficialismo unido y un presidente empoderado por las encuestas y un juicio político fallido que desnudó más las debilidades de sus opositores que las propias, el Partido Demócrata sigue perdido en el interrogante que no supo contestar en 2016. ¿Cómo enfrentarse a un líder como Trump: un multimillonario desfachatado, xenófobo, racista y misógino que denuncia la misma corrupción y el mismo amiguismo político que él aprovechó cuando era empresario y cercano a los dos partidos?
En 2016, después de unas primarias que terminaron con fuertes denuncias al sistema y al favoritismo y negociados del partido, los demócratas optaron por no entrar en la discusión sobre los privilegios del poder y mantener la línea que inauguró Bill Clinton en los noventa y con la que se acercó hasta casi confundirse con los republicanos más moderados. La candidatura de Hillary Clinton no logró ni cooptar los votos republicanos anti Trump ni convencer a los votantes de su rival en las primarias, Bernie Sanders, de que ella era mejor que el magnate inmobiliario. Tampoco pudo movilizar a nuevos votantes, como hizo el hoy presidente.
Tres años después y con un Trump que cumplió muchas de sus promesas más polémicas, los demócratas siguen sin encontrar la manera de ser una oposición efectiva y capaz de capitalizar los errores del gobierno.
En primer lugar, no lograron construir un liderazgo claro y aceptado que cierre las heridas abiertas en las primarias presidenciales de 2016. Por el contrario, la división y los cuestionamientos entre el ala más cercana al establishment y el ala más progresista crecieron, especialmente de la mano de muchos legisladores elegidos hace un año al calor de la puja interna de 2016 y de las expectativas no cumplidas de los gobiernos de Barack Obama. Como resultado, los demócratas iniciaron esta semana una serie de internas presidenciales sin claros favoritos y con mucha fragmentación.
Si este escenario de división no es suficiente, se agrega que la primera interna terminó en fiasco. Además del problema técnico que obligó a volver al conteo manual y retrasó los resultados varios días (al momento de escribir este artículo solo se había escrutado el 97% de los votos y no se había declarado un ganador), los caucus en Iowa -un estado de tres millones de habitantes, mayoritariamente blanco y 40% rural- dejaron dos grandes conclusiones.
Por un lado, reavivó el malestar por el sistema electoral indirecto.
El Partido Demócrata de Iowa difundió dos resultados. En el primero, el ex alcalde de 37 años de una pequeña ciudad de Indiana Pete Buttigieg está ganando en la asignación de delegados que irán a la Convención Nacional a elegir al candidato presidencial; en el segundo, el senador de 78 años Bernie Sanders está ganando el voto popular. En marzo pasado, en una asamblea organizada por la cadena CNN en el marco de la precampaña electoral, Buttigieg, por entonces un ignoto para la mayoría de los estadounidenses, se había expresado a favor de la preeminencia del voto popular: “Creo que en una elección presidencial estadounidense, la persona que gana más votos debería ser la persona que gana”. Tras sorprender a todos en Iowa, no está claro si el veterano de Afganistán e hijo de un inmigrantes maltés que hace unos años anunció que es gay y se casó con su pareja seguirá opinando lo mismo.
Por otro lado, los caucus en Iowa pusieron en duda la candidatura del favorito del establishment dentro y fuera del partido: el ex vicepresidente Joe Biden.
Según los resultados preliminares de la primera interna, el ex compañero de fórmula de Obama quedó cuarto, lejos. Iowa no es un estado determinante en número de delegados -aporta 41 de los 4.000, es decir, menos de un 1%- y su población no es representativa del resto del electorado estadounidense. Sin embargo, desde que Gerald Ford la ubicó como la primera primaria/caucus presidencial en el cronograma electoral, le otorgó una importancia estratégica.
El caucus demócrata en Iowa no garantiza una victoria a fin de año, pero sí sirve como prueba inicial para demostrar capacidad de movilización de votantes -como hizo Obama en 2008- y como impulso para una campaña ignorada por los grandes donantes, como puede sucederle a Buttigieg en las próximas semanas. Desde la elección de 1976, el ganador de la esa primera interna demócrata ganó la candidatura, con la excepción del congresista Richard Gephardt en 1988 y el senador Tom Harkin en 1992.
Pero todavía es imposible hablar de favoritos en el Partido Demócrata, como sucede sin lugar a dudas en el oficialismo.
Entre los llamados candidatos moderados, Buttigieg tiene un apoyo muy marginal en sectores claves para los demócratas como los votantes negros, el ex alcalde neoyorquino Michael Bloomberg se suma a la carrera recién el mes que viene y Biden apuesta a recuperar el liderazgo que le supieron dar las encuestas nacionales en estados con electorados más diversos como algunos de los que se ponen en juego en el supermartes -el dia en el que se celebran la mayoría de las primarias estaduales-, el próximo 3 de marzo.
Entre los más progresistas, en tanto, Sanders parece haber confirmado en Iowa su favoritismo sobre la senadora Elizabeth Warren, una dirigente que hasta ahora no pudo o quiso marcar demasiadas diferencias programáticas con él.
Pero los demócratas no solo se juegan su vuelta a la Casa Blanca en las próximas elecciones. Hace solo un año, lograron recuperar el control de una de las dos cámaras del Congreso y eso les permitió elevar el perfil de su confrontación institucional con Trump. El punto máximo fue el juicio político que el Senado, aún dominado por los republicanos, logró desactivar rápidamente.
La Cámara de Representantes se convirtió en el bastión del poder demócrata en Washington y, al mismo tiempo, la arena donde quedaron al desnudo sus tensiones internas más fuertes. En más de una ocasión, la presidenta de la cámara Nancy Pelosi -un exponente del ala que supieron liderar los Clinton- chocó con un grupo de congresistas -y referentes del ala más progresista- en temas programáticos y, especialmente, en cómo confrontar a Trump y su política. Más de un observador consideró que Pelosi no quería avanzar con el juicio político, pero lo hizo para evitar un quiebre o, al menos, una crisis dentro de su bancada.
Sin liderazgo claro para reconquistar la Casa Blanca y sin liderazgo claro para encauzar una eventual oposición legislativa a Trump en un segundo mandato, el Partido Demócrata se enfrenta a más que una posible derrota electoral en noviembre próximo, se enfrenta a la posibilidad de profundizar su crisis de identidad y legitimidad, y dejar aún más despejado el camino a Trump para gobernar sin contrabalances hasta 2024.