Con tambaleos y turbulencias, terminamos esta década. La infame nostalgia -retroalimentada en el basural digital de los recuerdos- nos lleva a rastras al pasado para regurgitarlo en el presente. La gran burbuja compartimentada nos permite construir (luego añorar) pasados geniales, extensísimas mantas de contención que cobijan nuestras voluntades. Más de una cuenta habrá en Instagram o Twitter que reviva como chatarra la gloria de tal o cual movimiento literario, de tal o cual corriente artística. Hologramas históricos sin más rigor que la voluntad del autor.
En ese trance nos hemos olvidado, nos hemos dejado en el camino: hemos mutado (nos están convirtiendo) hacia una sociedad de reproductores, de auto homenajes.
Un primer peligro de esto es, en la superficie, nuestra incapacidad colectiva para cancelar de raíz los dramas sistemáticos de antaño. Más que nunca, se justifican los preceptos de Byung-Chul Han en su demostración de la estabilidad (histórica, material) como columna vertebral de Occidente cuando reverenciamos series de época y música de los 80s, pero al meternos con los nuevos paradigmas lo hacemos solo con cuchillo y tenedor.
Sobre esto, Fisher es claro: “Verdaderamente, nuestra ‘cultura del siglo XXI’ es la cultura del siglo XX en pantallas de alta resolución”.
El monstruo neoliberal se sirve de los temores del cuco post-comunista para crear nuevas dinámicas de control social a la Kissinger, en las cuales la plebe se mantiene en jaque a sí misma, sin arbitraje, sin terreno común. No hace falta observar más allá del movilizante (e injusto) acto de antagonismos que es la oposición reaccionaria contra la despenalización del aborto para comprobarlo.
Durante la segunda mitad de ésta década agonizante se me dio la hermosa e irrepetible oportunidad de desempeñarme en lo que hoy llamo, con cariño, “diplomacia de juguete”. Espacio de completa labor desinteresada, compromiso intenso y, por sobre todo, un caldo de diferencias. Políticas, en la superficie, pero al fin y al cabo personales, adolescentes.
En ese simulacro se reproduce una falla recurrente de la política real: escarbar en la historia las soluciones del futuro. Una falla de ese tipo es comprensible en los círculos de debate juvenil, pero es una responsabilidad generacional deconstruirla desde el pie para evitar que se reproduzca hasta consolidarse como error en el tiempo adulto.
¿Será el único deber? En nosotros (los jóvenes) se manifiesta el derecho a reclamar, actuar, enojarse por los sueños robados del capitalismo. Obliga, también, a poner en común los ideales que desafíen -y den tiro de gracia- a la avanzada neoliberal.
Ya concluida la primera década del siglo -que tuvo a la denominada “Primavera Árabe” como episodio inicial-, queda claro el tono de la que se avecina. La salida será multiforme y polifónica; queda repetir las palabras de Ballard como mantra: «El futuro es una mejor guía para el presente que el pasado».
Viva el Ingreso Básico Universal.