A veces resulta asombrosa –por no decir enternecedora, una enormidad, de cotejarla con las consecuencias de cualquier triunfo de la reacción– la candidez con que muchos revolucionarios parecen observar los procesos de que forman parte y hasta protagonizan.
Los argentinos –y muy particularmente los estudiosos y, más aun, los adherentes al Tirano Prófugo –podemos debatir tan ardua como infructuosamente acerca de la conveniencia o inconveniencia de la para muchos apresurada o prematura renuncia de Perón en septiembre de 1955. Hasta el propio Perón polemizaría consigo mismo al respecto.
Los peronistas se consuelan con el argumento de que la renuncia se debió al “amor al pueblo” y en previsión de las consecuencias de una eventual guerra civil. Es posible. O no. En todo caso, carece de importancia: las verdaderas consecuencias están a la vista y surgen más atroces a medida en que se hacen las debidas comparaciones.
Los revolucionarios –por llamar así a quienes forman parte de un proceso de transformación, igualación y justicia social– suelen creer que en los logros políticos, las bondades y obvios beneficios de la obra transformadora radica la mejor garantía de su preservación. Se trata de un error, tan enorme y trágico como imperdonable. Muy especialmente de tomarse en cuenta quienes suelen ser las víctimas de semejante ingenuidad.
Fue en 1931, hace casi 90 años, que Curzio Malaparte publicó Técnica del golpe de Estado. Si bien fue la obra que dio renombre a quien sería consagrado años después como uno de los más notables novelistas del siglo gracias a sus estremecedoras Kaputt y La piel, reeditadas varias veces en diferentes idiomas, esta colección de ensayos no tendría esa suerte: a pesar de haber sido en su momento una obra muy leída y de haber causado la primera de las condenas que su autor –uno de los fundadores del fascismo– sufriría bajo el régimen de Benito Mussolini, fue reeditada en muy pocas ocasiones, misteriosamente convertida en una obra maldita, en un “trabajo desactualizado”, “superado por los tiempos”.
El ensayo de Malaparte analiza con cirujana precisión los diferentes golpes de Estado habidos en Europa, fallidos y triunfantes, desde el lejano 18 de brumario de Napoleón Bonaparte hasta la “Marcha sobre Roma” de Mussolini. No se trata, sin embargo, de un tratado de historia sino de un estudio político y sociológico, pero fundamentalmente técnico, que desmenuza las fuerzas y las acciones decisivas que existen en todo golpe de Estado y que son, justamente, las menos espectaculares y más imperceptibles: a su modo de ver, la disolución de la Asamblea dispuesta por Bonaparte luego del 18 de brumario o la toma del palacio de Invierno por la guardia roja de Trotski en octubre de 1917 no son más que “concesiones a la estética”: en todos los casos, el poder ya ha sido tomado por acción de un millar de “especialistas”, “técnicos” con capacidad de bloquear el funcionamiento del Estado y difundir noticias y versiones que buscan mantener a la mayoría de la población en perpleja neutralidad, hasta hacerla aceptar pasivamente la nueva situación.
“La razón de ser de este libro –dice Malaparte– no es la de escandalizar ni la de discutir los programas políticos, económicos y sociales de los catilinarios (que es como llama tanto a los activistas de la extrema izquierda comunista como de ultraderecha fascista), sino la de mostrar que el problema de la conquista y de la defensa del Estado no es un problema político, sino un problema técnico; que el arte de defender al Estado está regido por los mismos principios que rigen el arte de conquistarlo; que las circunstancias favorables a un golpe de Estado no son necesariamente de naturaleza política y social, y no dependen de la situación general del país.
Esto, sin duda, no dejará de despertar alguna inquietud en los hombres libres de los países mejor organizados y más cultos de la Europa occidental. De esta inquietud, tan natural en un hombre libre, ha nacido mi deseo de mostrar cómo se conquista un Estado moderno y cómo se lo defiende”.
De eso se trata, de cómo una minoría puede hacerse con el control de un Estado moderno mediante el manejo del sistema de servicios públicos y la manipulación informativa, incluso sin que el cambio sea percibido por la mayoría de la población.
Así, seguramente por las mismas razones que la obra maldita de Curzio Malaparte sigue considerándose “antigua” y “desactualizada”, los líderes populares latinoamericanos siguen confiando más en las razón que en la acción, más en la verdad que en la astucia y más en la política que en la técnica. Las consecuencias de semejante grado de ingenuidad la sufren los pueblos en general y los activistas en particular que ante la “humanitaria” y “patriótica” defección de sus líderes quedarán, una vez más, como decía una décima popular en tiempos de la resistencia “Sin árbol, sombra ni abrigo”.
Atajándose de las críticas y cuestionamientos de las personas bondadosas y bienpensantes, que se prolongan hasta el amargo presente, concluía Malaparte: “Bolingbroke, duque de Hereford, ese personaje de Shakespeare que decía que ‘el veneno no gusta a los que lo necesitan’, era quizá un hombre libre”.
Por eso, me gustaría recordar esa décima:
Hemos quedado los hombres
sin árbol, sombra ni abrigo,
Que todo el mundo es testigo
que antes había libertad,
Que bien supimos gozar
de lo que hoy día padecemos.
Hacia las armas iremos
Si nos manda el General.
Si nos convida a pelear
Todos nos resolveremos.