La sensación (no siempre confesada) para las dos principales fuerzas políticas que se enfrentaron es agridulce. Para los que perdieron por poco, porque la evidente remontada no fue suficiente. Para los que ganaron por menos de lo esperado, por la certeza de que el techo estaba demasiado cerca del resultado obtenido en las PASO. Victoria, pero no cheque en blanco ni hegemonía. Ganó, pero no goleó ni gustó. Congreso dividido, equiparado en fuerzas, lo que exigirá sin dudas negociación y muñeca política.
Fue evidente que la unión hizo la fuerza en el Frente de Todos. La jugada maestra de bajar la cabeza e integrar el segundo término de la fórmula de Cristina Fernández de Kirchner resultó vital para sumar aliados, Sergio Massa el más significativo. El techo estaba demasiado cerca de lo esperado, o el resultado electoral anunciado como victoria cambió la estrategia disminuyendo tal vez el caudal de votos. La mayor exposición de Cristina, y la baja en la estela de moderador o político transversal de Alberto Fernández que tuviera lugar en el último tramo de la campaña.
Y en el centro del país, se nos dibujó la grieta otra vez. Mendoza, San Luis, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Ciudad de Buenos Aires acrecentaron su caudal de votos para sostener a Mauricio Macri. Algunos analistas dicen que la enunciada “reforma agraria” de Grabois no ayudó. Esa franja del país incluye provincias que puede llegar a gobernarlas algún tipo de peronismo (Shiaretti, Perotti) pero de buenos modales y más bien conservador. Un peronismo que se esfuerza en parecer republicano. Provincias que son la Santa Cruz de la Sierra de Evo Morales, inmunes casi al peronismo más plebeyo e irreverente. El mismo que volvió a golear en el conurbano bonaerense.
El gobierno encaró una campaña luego de las PASO más ambiciosa, que apostó a la movilización y congregar treinta marchas en distintos puntos del país. Y logró crecer a contramano de lo anticipado por las encuestas, no le alcanzó para reelegir gobierno pero sí para constituir una oposición significativa a lo que vendrá. La Argentina aparece como un país paradójico donde la economía no crece o incluso retrocede durante cuatro años, y los votos pueden incrementarse en dos meses. Un voto reacción, o de rechazo al peronismo que se agrupó como en un balotaje, dejando desgranadas a las terceras opciones. La gente siguió el razonamiento de que se jugaba el partido “de endeveras”, que enunciara Brandoni en la convocatoria a la marcha de agosto pasado. Incluso varios de los que no habían participado de las PASO, concurrieron a intentar que el gobierno se revalidara o llegara a la segunda vuelta. Polarización al palo.
Pero los goles no se merecen, se hacen. En definitiva, el 10 de diciembre se calzará la banda presidencial Alberto Fernández. Sostenido por una alianza que fue mayoritaria pero también resistido o no acompañado por un sector significativo de la ciudadanía. Escuchar, estar atento al rumor social, al malestar ciudadano y a sus demandas será clave. El electorado ha demostrado una autonomía que vuelve a la política un arte de encontrar formas intermedias y dialoguistas para intentar eso que quiso Néstor Kirchner en el 2003, una concertación plural.
Tiempos difíciles, con la soga de la crisis económica al cuello que es preciso superar. Prender las máquinas cubiertas de nylon, comenzar a accionar de alguna forma las poleas del crecimiento, ayudar a las Pymes. Crecimiento y trabajo. Porque el pueblo mira resultados y pocos se ponen a analizar cuándo comenzó la crisis o qué fue primero, si el huevo o la gallina. Juan Domingo Perón tampoco triunfó por mucho en las primeras elecciones, las de 1946: 52 a 42. O sea, el triunfo, aún con un pequeño gusto agridulce en la boca, siempre constituye una oportunidad. Y hay que saber aprovecharla, como aquél primer peronismo. Arremangarse y ponerse a trabajar por una Argentina más inclusiva para todos, el desafío del Frente de Todos y el futuro gobierno.