Desde su regreso a la primera línea política, y más aún luego de la supremacía sobre Cambiemos en las PASO, una de las fórmulas repetidas para abordar al proyecto de Alberto Fernández es a través de la matriz “nestorista”, es decir, verlo como un heredero del modelo de gestión desplegado por Néstor Kirchner en su arribo a la Casa Rosada. En medio de tanta crisis cíclica y “grieta”, esto supone apelar a uno de los pocos lugares de cohesión en el imaginario social de la Argentina reciente. Aquellos pasos iniciales del santacruceño en el poder integran la etapa clásica del FPV, y cuando se habla de Alberto como un discípulo de primera mano de Néstor, se está apelando a ese bronce de 2003-2007, lo que en la jerga kirchnerista se denomina “la salida del infierno”. Por entonces, el país estaba estallado, sin mediaciones y con un gobierno asumido casi sin votos, en manos de un presidente bastante desconocido y hasta exótico. En cambio, si la dupla Alberto-CFK se impone en primera vuelta, con una victoria clara en la provincia de Buenos Aires, el que llegue en diciembre será un gobierno fuerte, amplio y de mayorías, tanto en las urnas como en los distritos, con gobernadores encolumnados, con el peronismo en modo “unidad” y con un macrismo vapuleado electoral y políticamente. Ni que hablar si se cumple el estribillo de la cumbia que tanto suena por estos días y la Ciudad de Buenos Aires, la tierra prohibida del PJ, le hace un desplante al PRO luego de 12 años de fidelidad amarilla.
En un escenario tal, el “nestorismo” atribuido a Alberto podrá ser, sobre todo, un estilo de llevar adelante las cosas antes que la cosa en sí; una manera de transitar el poder, en especial, puertas adentro, y definida en gran medida por sus diferencias con el otro estilo en pugna, el “cristinismo”. El “nestorismo” también puede ser útil al administrar los egos de los dirigentes que pusieron el hombro para ganar y que, de consumarse la victoria, abrirán las manos para recibir el premio, cada uno con una idea muy personal de lo empeñado y lo merecido.
La tarea inmediata de un peronismo como el que puede asumir a fin de año –fuerte en la Nación y la Provincia, y ganador en la casi totalidad del mapa federal– no será reconstruir desde los cimientos poder político y gobernabilidad, como sí lo tuvo que hacer el santacruceño, que llegó con un 22,24%, privado de una victoria por la última viveza de Carlos Menem y reducido por los analistas de entonces a “Chirolita” de Eduardo Duhalde.
El desafío del Frente de Todos será recompensar, y más bien rápido, la confianza y la expectativa volcada en las urnas por un electorado que, por otra parte, le viene pidiendo respuestas desde agosto, cuando los 17 puntos de las primarias parecen haber definido la pelea con Mauricio Macri incluso antes de subir al ring. Los 100 días de gracia concedidos a todo proyecto triunfante, ese tiempo inicial de crédito antes de la llegada de los reclamos, en parte ya empezaron a correr para los Fernández.
Pero sí, al igual que en 2003, la enorme deuda externa será la mayor herencia recibida junto con la banda, y la misión principal, ver cómo quitársela del cuello. Si la deuda no se corre del horizonte inmediato, gestionar el día a día se volverá una tarea aún más difícil de lo que es. Alberto y su equipo económico adelantaron que van a renegociar todo lo que sea posible con el FMI, siguiendo un esquema de costos viables para el país. En paralelo, la emergencia social –laboral, alimenticia y de salud– no va a esperar a que el nuevo staff desembarque y cambie los banderines en las paredes. Las organizaciones populares que en estos meses han aceptado la estrategia de moderación del Frente de Todos tienen poco margen para contener la miseria más allá de los primeros meses de 2020. Lo dicho al respecto por el candidato del peronismo se resume en volver a poner en marcha el mercado interno, con dinero que fluya por bolsillos y mostradores, incluido un primer acuerdo por 180 días con empresarios y sindicatos, para establecer precios y salarios. Pero, además, si ese hipotético gobierno quiere hacer honor al “nestorismo”, no sólo va a tener que lograr resultados rápidos y evidentes, sino también tener golpes de efecto bajo la manga, para que el tránsito de la gestión real sea un trago menos difícil de tomar.
En ese sentido, usar la desgracia de la administración saliente es un arma de doble filo. El team Macri apuntaló estos casi cuatro años de mandato en el descrédito de sus predecesores, encargándose de mantenerlo vivo con todo tipo de recursos. De igual modo, quedó en claro que ese combustible ficticio no alcanza –menos en un cuadro tan crítico desde lo económico– y que cuando se agota, lo hace forma abrupta.
Al menos por lo que hasta ahora se dejó entrever, al exjefe de Gabinete lo rodean dirigentes probados y especialistas por áreas, que trabajan en una serie de planes de urgencia. Saben que, llegado el caso, deberán aplicarlos al mismo tiempo que vayan cruzando el umbral de sus futuras oficinas. Para encarar el descalabro económico que dejará “el mejor equipo de los últimos 50”, el Frente de Todos también va a necesitar un equipo. Y ahí viene otra gran cuestión a resolver, que tendrá su réplica en suelo bonaerense si Axel Kicillof ratifica lo hecho en las primarias.
Por lo pronto, en la danza de nombres para un gabinete proyectado de Alberto Fernández, el “nestorismo” también tiene límites, en este caso, biológicos y de desgaste: aquel grupo de funcionarios que debutó en 2003 tiene hoy una edad promedio de 70. Parecen demasiados años para la exigencia de la Argentina post Macri y, también, demasiada experiencia como para ocupar una segunda o tercera línea. Otros, a eso le suman el agotamiento de su crédito social, incluidas las causas por corrupción o la cárcel, sin entrar en valoraciones sobre la solidez de los expedientes judiciales.
Por eso, cuando por estos días suenan algunos de los apellidos ilustres de aquel primer kirchnerismo, más que en las persona en sí, quizás haya que pensar en perfiles de funcionarios.