En La Plata la agrupación Servicios de la Segunda División era tomada por el sargento Ferrari y los quince hombres con los que había salido del Regimiento 7. Otro grupo, dirigido por el suboficial Chaves, combatía en 4 y 53, frente al comando de la Segunda División. A pocas cuadras de ahí, la compañía de Morganti, apoyada por tres tanques, había salido a toda marcha por 51 y se aproximaba a la Jefatura de Policía. Se tratará, había dicho Cogorno, de una toma simbólica, ya que, al igual que el Regimiento 7 y todas las sedes militares, la Jefatura sería tomada por dentro por parte de los policías conjurados.
–Van a entrar por el cuartel de Bomberos –explicó Cogorno.
Al llegar a 3, Morganti e huele algo raro. La calle se encuentra demasiado desierta y tranquila. Ordena entonces a sus infantes avanzar a cubierto, contra las paredes de las casas. No bien pisan la plaza Rivadavia, son recibidos desde Jefatura por un nutrido fuego de armas de diverso calibre.
Morganti dispone de tres tanques y de una orden. Con los tanques podría demoler la Jefatura en pocos minutos. La orden se lo impide.
Mientras desde el interior del edificio, siguen los disparos, se comunica por radio con el coronel Cogorno, que de inmediato se pone al habla con el general Valle. En una casa de Avellaneda, el general pacifista espera inútilmente la transmisión de la proclama revolucionaria.
–Va a ser una masacre –exclama Valle.
Cogorno coincide. Si bien ignora que la Jefatura está defendida por sólo 35 hombres, no quiere matar a nadie. Además, los defensores se encuentran en una posición ventajosa, muy bien armados y, lo más grave, dirigidos por el coronel José Piñeiro, decidido a defender su plaza con una virulencia inversamente proporcional a la extraña indulgencia de los revolucionarios.
–Nuestra revolución es altruista –insiste Valle–. Tenemos que tomar las unidades sin derramar una sola gota de sangre.
Esperando a los Sherman
El suboficial principal Ernesto Garecca, vestido de civil y guarecido del frío con un sobretodo de color negro, atraviesa la plaza de armas de la Escuela de Mecánica del Ejército en dirección al puesto de Combate de los Pozos.
–¿De franco, mi principal? –pregunta el aspirante afectado a la guardia.
Garecca asiente, y se inclina para encender un cigarrillo.
–¿Quién es el oficial a cargo?
–El teniente Miranda.
El aspirante se vuelve, inquieto: acaba de advertir un movimiento de personas en la calle.
–¿Y eso?
Un segundo después, el propio soldado no hubiera sabido decir si “eso” que tanto lo había sorprendido era el grupo de civiles que convergía sobre la puerta de Pozos 1919 o la pistola con la que lo encañonaba el sargento Garecca.
–Abrí la puerta –ordena Garecca, abandonando su trato afable.
En el otro extremo de la Escuela de Mecánica del Ejército, el suboficial Hugo Eladio Quiroga se presenta en el Puesto 5, ubicado sobre la calle 15 de Noviembre.
–¿Alguna novedad?
–Ninguna –contesta el sargento Raicher.
Quiroga toma una de las pistolas ametralladoras dispuestas para uso de la guardia.
–¿Están todas cargadas?
Raicher contesta afirmativamente. Quiroga monta la pistola y encañona a Raicher, a los dos aspirantes de guardia y al teniente Miranda, que acaba de ingresar al puesto y alza las manos paralizado por la sorpresa. Quiroga cabecea en dirección a la puerta.
–Vamos –dice.
Quiroga conduce al teniente Miranda, Raicher y los jóvenes aspirantes hacia el depósito de Intendencia, cuyas llaves le ha facilitado Garecca, que en ese momento se acerca al frente del nutrido grupo de suboficiales retirados y civiles a quienes ha franqueado las puertas de Pozos 1919. Varios aspirantes se les unen y Quiroga los dispone en posición de combate, listos para resistir y sumarse al mayor Pablo Vicente, que aguarda en las inmediaciones.
Junto a los activistas que a esa hora van convergiendo sobre la zona, Vicente espera el momento en que sean tomados el Arsenal Esteban de Luca y el Regimiento Motorizado Buenos Aires, ubicados en Pichincha y Garay. Con la velocidad con que en junio del año anterior había llegado a Yrigoyen y Paseo Colón para reprimir la sublevación de la Armada, planea llevar los tanques hasta las puertas mismas del Ministerio de Guerra. Pocas armas podían hacer frente a su cañón M3 de 75 mm. Protegido con un blindaje de 63 mm, cada Sherman disponía, además, de una ametralladora pesada calibre .50, con 300 proyectiles, y dos ametralladoras de 7,62 mm, con 4500 proyectiles.
El Regimiento Motorizado Buenos Aires era lindero al Arsenal Esteban de Luca y a la Dirección General de Material del Ejército, todos ellos apenas a centenares de metros del penal de Caseros, repleto de peronistas, y de la Escuela de Mecánica el Ejército, también repleta de peronistas, pero en este caso bajo el mando de los sargentos Quiroga y Garecca.
Sin embargo, pasa el tiempo y ni Garecca ni Quiroga en la Escuela de Mecánica, ni Vicente en el bar de Brasil y Entre Ríos, ni las decenas de activistas diseminados en los bares de las inmediaciones, reciben noticias del regimiento motorizado.
Desde Pavón y Pichincha, el suboficial Andrés López, advirtiendo que en el arsenal y el regimiento motorizado se ha reforzado la guardia y hay demasiados movimientos para un día sábado, seguro de que la rebelión ha sido descubierta trata de ponerse en contacto con sus compañeros de la Escuela de Mecánica.
Ya entonces, Quiroga y Garecca se encuentran en dificultades. El teniente instructor Tierno, informado con antelación del movimiento que se preparaba, irrumpe en la compañía más cercana al Puesto 1 y ordena a los aspirantes levantarse, vestir el uniforme de combate y colocarse el correaje, al tiempo que entrega a cada uno de ellos un peine de cinco balas para fusil Mauser 1909.
Mientras los aspirantes de esa compañía quedan a la expectativa, Tierno repite el procedimiento en las demás. La última de ellas, contigua al puesto de guardia de la calle 15 de Noviembre, está a menos de cincuenta metros escasos de la Prisión Nacional de la avenida Caseros. El puesto había sido tomado por el sargento Quiroga, quien al ver a Tierno avanzar en la oscuridad le da la voz de alto.
Pero si la Revolución Libertadora había sido hecha para que el hijo de un barrendero muriera barrendero, con más razón un teniente no obedecería órdenes de un suboficial.
Acá mando yo, pareció decir Tierno. Hasta que recibió el tiro en la ingle.
Para ese momento ya comenzaban a llegar a la Escuela los efectivos del Regimiento Motorizado Buenos Aires. Lejos de ser tomado por los suboficiales peronistas, durante la tarde del sábado el regimiento había sido reforzado con oficiales y comandos civiles consustanciados con la Revolución Libertadora y Democrática.
Los efectivos del Regimiento Buenos Aires atacan al grupo de Quiroga, que resiste en el puesto 1, hasta que, ante la superioridad enemiga y considerando que la revolución había fracasado, opta por deponer las armas.
Por un pelo
Por la calle Alsina, en pleno centro de Avellaneda, el coronel Modesto Leis, el teniente coronel Ricagno y algunos trabajadores de la barriada caminaban hacia el comando de la Segunda Región Militar. Leis estaba preocupado: había cruzado a pie el Puente Pueyrredón, sobre el Riachuelo, para acudir a una cita en la puerta del cine Colonial, donde un contacto le daría las llaves y le indicaría la ubicación de un coche cargado de armas, pero nadie había aparecido.
“¿Y ahora cómo mierda tomamos el Comando?”, se preguntaba Leis al comprobar que el único armamento del grupo era la pistola que Ricagno llevaba dentro de un ejemplar del diario La Nación y que, súbitamente, tiró dentro de una boca de tormenta.
–¿¡Qué hace!?
Ricagno susurró:
–Araca.
Fue entonces que Leis comprobó que estaban rodeados por un numeroso grupo de policías, armados de pistolas y ametralladoras. El hombre que venía a la derecha de Ricagno siguió su camino como si además de manco fuera ciego y sordo.
–¡Alto! –gritó un policía– ¿Qué hace?
Nicasio Jara se volvió con expresión sorprendida.
–¿Yo, comisario?
–¡Sí, usted! ¡Levante las manos!
En la boca de Jara se asomó el amago de una sonrisa.
–La mano querrá decir…
Al ver el deforme muñón asomando por la manga derecha, el principal González se ablandó.
–Vaya con sus compañeros, contra la pared. Y no me diga “comisario”.
Jara se alzó de hombros.
–Hasta donde yo sé, no trabajan en el frigorífico, comisario.
Desconcertado ante la displicente indiferencia del manco, González trataba de entender.
–¿Usted no estaba con ellos?
Jara se apartó de la pared y paseó su vista por los demás detenidos. Cuando su mirada se cruzó con la de Jofré, le guiñó un ojo. Luego se volvió y se plantó delante del principal.
–¿Me está jodiendo, comisario?
González llevó aparte a Jara y lo sometió a un breve interrogatorio del que el manco salió airoso. Trabajaba en el frigorífico La Negra, acababa de terminar su turno y se dirigía a casa de su cuñado, en el Dock.
Todo sonaba lógico y razonable. El tipo era del barrio, claramente obrero del frigorífico, bien podía tener un cuñado viviendo en el Dock. Aunque en el grupo había algunos civiles, ¿qué relación podía tener con esos dos, con esa pinta de milicos? Encima, manco.
González se apiadó: si el manco estaba metido en la revolución, mala suerte. Tampoco sería algo grave que se le escapara alguno.
–Vaya, circule –ordenó González.
Jara agradeció al “comisario”, se calzó la gorra que al hablar con el oficial se había quitado en señal de respeto y caminó por 25 de Mayo en dirección al Dock pensando en cómo avisar que los compañeros habían caído en cana.
Ahora me toca a mí
En la Unidad Regional de Lanús, los integrantes del grupo de Leis y Ricagno se sumaron a los detenidos en la escuela técnica que esperaban sentados en los bancos de la guardia.
–¡Irigoyen! –llamó una voz.
José Albino Irigoyen se puso de pie.
–Teniente coronel Irigoyen –aclaró.
Dos hombres de civil lo condujeron hacia un despacho donde esperaba el subjefe de Policía de la provincia, capitán de corbeta Salvador Ambroggio. Su labor era juzgar en forma sumaria a los detenidos.
Luego de largos minutos, se escuchó una ráfaga de ametralladora y segundos después, un disparo.
–Ahora me fusilan a mí –dijo el capitán Costales al escuchar su nombre.
De 35 años de edad, Costales era un especialista en Inteligencia graduado con honores en la Escuela de Informaciones del Ejército, que en ese carácter integraba el estado mayor del movimiento revolucionario. Tras un breve interrogatorio, el oficial fue abatido de una ráfaga de ametralladora y rematado mediante un disparo en la nuca.
Cuando le tocó el turno a Dante Lugo, ya los hermanos Ross se abrazaban tratando de consolarse mutuamente.
Luego de los asesinatos de los hermanos Ross, el último en ser fusilado fue el joven Osvaldo Albedro. Todos habían sido ametrallados por el capitán de corbeta Salvador Ambroggio. Los tiros de gracia eran una atención del inspector mayor Daniel Juárez.
En su condición de menor de edad, Rubén Mouriño fue entregado a su madre mientras Leis, Ricagno y los otros miembros de su grupo esperaban su turno de ser fusilados, lo que finalmente no ocurrió.
–Váyanse –les ordenó un policía luego de varias horas de espera.
–Nos van a aplicar la ley de fugas –replicó Leis.
–No diga boludeces, viejo. El marino y el inspector se fueron. Tómensela, que ya terminó todo.
Cuando el grupo se disponía a salir, Leis volvió sobre sus pasos y se arrimó al mostrador. El policía lo miró con curiosidad.
–¿Y Jofré?
–Ah, ese. Se queda, por órdenes de arriba. Parece que está marcado.
El adolescente Rubén Mouriño no volvió a ver a su padre con vida: el fundador del comando L 113 fue ametrallado en el Automóvil Club Argentino y falleció el 13 de junio en el Hospital Fernández.
El sentido del honor
En los cálculos del estado mayor revolucionario, los Sherman del Regimiento Motorizado Buenos Aires y el control de la guarnición Campo de Mayo definirían el destino del movimiento.
La estimación era correcta, pero los cálculos resultaron desacertados: al tanto de prácticamente todos los detalles del plan, para sorprender a los subversivos con las manos en la masa y escarmentarlos de una vez y para siempre, el gobierno dejó hacer, pero se ocupó muy bien de reforzar los dos puntos centrales que definirían el éxito o el fracaso de la sublevación.
En el transcurso del sábado y tal como era habitual, los suboficiales del Regimiento Motorizado salían de franco, pero contrariamente a lo esperado y tradicional, la completa planta de oficiales se encontraba presente en el cuartel, respondiendo a las órdenes del coronel Enrique Pizarro Jones.
El suboficial Andrés López lo advirtió a tiempo. Encargado de la custodia de la residencia presidencial de la calle Tagle, donde el Tirano jugaba con sus perritos y acumulaba las motocicletas con que premiaba a sus partidarios, el animoso suboficial, era uno de los blancos más preciados.
Suspendido primero, y luego reincorporado en tareas pasivas, López siempre se había sabido una víctima propiciatoria y actuaba con gran precaución, gracias a la cual tanto él como los otros suboficiales complotados habían escapado de la trampa tendida en el Regimiento Motorizado.
En Campo de Mayo, los doscientos sublevados a las órdenes de los coroneles Eduardo Alcibíades Cortines y Ricardo Santiago Ibazeta, esperaban inútilmente la trasmisión de la proclama, rodeados por los 5000 efectivos que habían permanecido leales al general Juan Carlos Lorio.
Los tenientes coroneles Gutiérrez y Laprida concurrieron a parlamentar con los jefes rebeldes, quienes, concientes del fracaso de la sublevación, los recibieron con amabilidad. Se entregarían, pero antes, Ibazeta ordenó a los suboficiales retirarse del lugar y disolver la tropa.
–Y ustedes ¿por qué no se van? –preguntó uno de los parlamentarios.
Estaban a menos de 300 metros de la Puerta 2, por la que podían acceder a la ruta 8 y, muy fácilmente, desaparecer en la barriada de San Miguel. Ibazeta y Cortínez se rehusaron, menos por sospechar una trampa que por un inusual sentido del honor. Eran los jefes y se harían cargo de las consecuencias de su fracaso.
También se negaron a escapar los capitales Eloy Luis Caro y Néstor Dardo Cano, ayudante de Cortínez, así como el teniente 1ro Jorge Leopoldo Noriega y el teniente músico Néstor Marcelo Videla, pertenecientes a la guarnición Campo de Mayo.
Final en La Plata
En plaza Rivadavia, los tres tanques del capitán Morganti permanecen ante el edificio de la Jefatura de Policía sin hacer uso de sus cañones. El tiroteo lleva ya tres horas y si no se define cuanto antes a favor de los revolucionarios, por el solo paso del tiempo se resolverá a favor del gobierno. Pero Morganti sigue sin dar a los Sherman la orden de disparar.
A las 7:30, en el Hospital Italiano, donde una hora antes había llegado a hacerse atender de una herida de bala en la espalda, Alberto Abadie ha desaparecido. Es un hombre de 40 años, oficial de reserva del Ejército y amigo del teniente coronel Oscar Lorenzo Cogorno. En esos momentos camina dificultosamente por la calle 50, de regreso al Regimiento 7.
Los primeros rayos de sol empiezan a aparecer en el horizonte. Junto con el día, llegan las noticias: el gobierno decretó la Ley Marcial. Dos compañías de infantes de Marina fueron despachadas desde la base de Río Santiago y se encuentran a las puertas de La Plata, a la que por el camino Centenario también se aproxima el coronel Desiderio Fernández Suárez con 120 hombres de la escuela de policía. Fernández Suárez no pudo encontrar a Tanco, pero en compensación, antes de salir apresuradamente hacia La Plata, mandó fusilar a los detenidos en Villa Martelli. La ineptitud, el nerviosismo o la complicidad de los policías encargados del asesinato habían permitido la fuga de varios de los condenados.
En pocos minutos, Morganti tomado fácilmente entre dos fuegos por los infantes y los defensores de la Jefatura.
Entretanto, una vez sofocada la intentona de la Escuela de Mecánica, dos compañías del Regimiento Motorizado Buenos Aires se aprestan a salir hacia La Plata.
La aviación naval también se ha movilizado: una aeronave ametralla en vuelo rasante las instalaciones de Radio Provincia, que es inmediatamente abandonada, al igual que las centrales telefónicas tomadas la noche anterior.
Una escuadrilla de cuatro Beechcraft AT11 provenientes de Punta Indio ametralla el Regimiento 7. En una táctica perfeccionada del año anterior, una de las aeronaves deja caer sobre el cuartel un tanque de combustible, que estalla envolviendo el patio de armas en una nube de humo y llamas.
Ante la certidumbre de que todo está perdido, Cogorno ordena a sus hombres abandonar la plaza y dispersarse, al tiempo que envía un estafeta a comunicar la decisión a Morganti, tras lo cual sube a un automóvil a su amigo Abadie, que acaba de llegar del Hospital Italiano.
–Un carajo –contesta el sargento Chaves, cuando de camino hacia plaza Rivadavia el estafeta le trasmite la orden.
–Un carajo –repite a su lado el conscripto Jara. Cierra los ojos y hace un nuevo disparo hacia el Comando de la Segunda División.
Los infantes, que entraron a la ciudad por 52 y por 60, ya están a la vista en Avenida 1. Los hombres de Morganti escapan en desorden, varios de ellos por 51 a buscar refugio en la Catedral mientras Chaves, Jara y otros tres soldados retroceden “en orden”, les explica el sargento, hasta 17, donde dos ómnibus volcados y algún automóvil destrozado constituyen una excelente barricada.
–Perdimos, así que dispérsense. Les aconsejo que se presenten en el regimiento. No se la van a agarrar con los conscriptos.
Chaves acomoda la ametralladora pesada Colt apuntando hacia Plaza Moreno y se dispone a resistir. Jara permanece a su lado.
–¿Qué hace, soldado? ¿No escuchó? Aire.
–Yo me quedo mi sargento.
Chaves se vuelve furioso.
–¡Usted no se queda un carajo! ¡Retírese inmediatamente!
–No me puede hacer eso, sargento…
–Vía, tómeselas ya mismo de acá. Preséntese en el regimiento. Me echa la culpa y listo.
Jara apoya el fusil contra la barricada y se pone de pie.
–Me voy, pero no me presento nada.
Jara se aleja hacia 44 para perderse más allá de Plaza Azcuénaga, sin tener la menor idea de que en La Plata podía existir una plaza llamada Azcuénaga y preguntándose cómo podía hacer para avisarle a su viejo o a los muchachos de frigorífico. Así vestido, de milico, no iba a pasar desapercibido.
Caminó hasta llegar a una diagonal, dobló a la derecha y ya no supo dónde estaba. Era igual: nunca lo había sabido.