Hasta las últimas horas del martes fueron evaluadas en el principal despacho del Ministerio de Justicia las graves consecuencias que tendrá ahora el faltazo del fiscal federal Carlos Stornelli a su indagatoria en Dolores. Ya se sabe que ahora el juez Alejo Ramos Padilla lo declarará en rebeldía. Una situación algo embarazosa para el oficialismo.
En paralelo, mientras el propio presidente reclama la destitución de ese magistrado, poco beneplácito provocó en la primera línea del gobierno que la Corte Suprema resolviera por votación unánime la liberación de presupuesto para que éste pueda continuar investigando el expediente que mantiene en vilo a los principales referentes del poder macrista. Dicha acordada –que implica el aporte de fondos para incorporar otro secretario letrado y un jefe de despacho, además de la puesta a disposición de un vehículo– no es sino un apoyo tácito del máximo tribunal al juez que Mauricio Macri está obsesionado en ralear. Y a eso se le suma la posibilidad casi nula de conseguir entre los integrantes del Consejo de la Magistratura los votos necesarios para removerlo.
¿Acaso el país asiste a los primeros signos del derrumbe de un modelo de gobernabilidad cifrado en la judicialización de la política mediante la triple alianza de los servicios de inteligencia, un vasto sector de la justicia federal y los más poderosos grupos mediáticos?
Lo cierto es que la lawfare –así como se le llama a semejante esquema– fue concebida como un mecanismo de relojería. Pero basta apenas una falla en alguno de sus engranajes para transformar a sus hacedores en protagonistas de una patética comedia de enredos. En este caso, ese engranaje se llama Marcelo Sebastián D’Alessio. Su calamitosa caída en desgracia dejó al desnudo una red de espionaje y extorsión formada por cabecillas judiciales, periodistas y espías ligados al Poder Ejecutivo. La muestra más categórica de esta debacle ocurrió en el programa de Luis Majul con la acusación de Macri contra el papá, a solo dos semanas de su muerte.
En este punto bien vale retrotraerse al mediodía del 10 de diciembre de 1015, cuando el aún flamante presidente leía con tono afable su discurso ante la Asamblea Legislativa. Entonces, tras un leve carraspeo, de pronto dijo: “En nuestro gobierno no habrá jueces macristas. Y a quienes quieran serlo les digo que no serán bienvenidos si quieren pasar a ser instrumentos nuestros”.
Una salva de aplausos estalló en el recinto.
Tres días después de tan sabias palabras nombró por DNU a dos jueces de la Corte Suprema (Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz). Ya por aquellas horas el apuro del asunto y el desprecio por la división de poderes, enlazadas a través de la desubicación presidencialista, no eran un dato menor.
Eso lo supieron después en carne propia ciertos funcionarios judiciales de probada rectitud. Como la ex Procuradora General de la Nación, Alejandra Gils Carbó (quien renunció tras ser presionada y hostigada para dejar su cargo a alguien funcional al Ejecutivo), al igual que el juez platense Carlos Rozanski (quien renunció antes de que el Consejo de la Magistratura fallara en su contra por una denuncia de “maltrato laboral”), el juez platense Luis Arias (removido bajo los cargos de “abuso de autoridad e intromisión en causas ajenas” por una denuncia impulsada por el procurador bonaerense Julio Conte Grand), el juez de Lomas, Luis Carzoglio (removido por una denuncia que también contó con el impulso de Conte Grand tras negarse a firmar una orden de arresto contra el sindicalista Pablo Moyano), el miembro de Sala I de la Cámara Federal, Jorge Ballesteros (por haber ordenado la libertad de Cristóbal López) y su colega de Sala, Eduardo Freiler. La mecánica de su destitución trazó un caso testigo que merece ser evocado.
Ante esa ocasión, tras desayunar frugalmente en su oficina, el ministro Germán Garavano, resolvió cancelar todas sus audiencias y también ordenó que no le pasaran llamadas. Salvo la que alguien haría desde el Consejo de la Magistratura. Eran las 9.00 de la mañana del 17 de agosto de 2017.
En aquel mismo momento el entonces presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, recibía en su despacho a los senadores del Frente para la Victoria (FpV) Mario Pais, Ruperto Godoy y Virginia García. El clima era cordial pero tenso. La máxima autoridad judicial de la Nación debía tomarle juramento al primero de ellos por su ingreso al Consejo de la Magistratura en reemplazo del segundo por no tener título de abogado.
Mientras, en el plenario del Consejo de la Magistratura, al diputado del PRO e integrante de ese cuerpo, Pablo Tonelli, se lo veía ansioso. Porque ese acto había sido convocado para las 10.00. Y el tema de Freiler figuraba en la mitad del orden de aquel día. Tal vez entonces pensara en la manera de apurar esa cuestión.
Al mismo tiempo, en el despacho de Lorenzetti, los senadores advertían una deliberada lentitud del anfitrión. Y la gran urgencia de Pais por ocupar su flamante sitio en el Consejo para asistir al plenario –y frenar de esa manera la decapitación de Freiler– se tornaba dramático.
“No se preocupen –soltó Lorenzetti para apaciguar los ánimos–; usted, Godoy, vaya nomás al Consejo, porque puede sumarse al plenario hasta que nosotros acá nos pronunciemos sobre su situación. Eso será el mediodía”.
Godoy y García cruzaron la plaza Lavalle en una desaforada carrera. Al final llegaron a tiempo.
La primera sorpresa de Godoy fue que el pedido de suspensión a Freiler había pasado al primer lugar en el orden del día, impulsado por un dictamen de Tonelli que la abogada macrista Adriana Donato, a cargo de la presidencia del Consejo, aceptó con beneplácito. Y Juan Mahiques –en representación del Gobierno– sugirió que se vote sin discusión. Esa propuesta también tuvo una excelente acogida por parte de la doctora Donato. Pero provocó una oleada de protestas en la bancada opositora. Fue cuando Godoy pidió la palabra. Y ahí sobrevino su segunda sorpresa: ella la comunicó que él ya no estaba habilitado para hablar ni para emitir su voto. La cabeza de Freiler entonces rodó.
Otro gran paso del macrismo en su epopeya por el control judicial para perseguir ex funcionarios fue su manejo sobre las escuchas telefónicas.
Cristina Fernández de Kirchner había sacado las escuchas del ámbito de la ex SIDE y se las pasó al Ministerio Público Fiscal. Fue luego del escándalo de las pinchaduras ilegales en la Ciudad, por el que procesaron a Macri junto al ministro Narodowsky y el ex comisario Jorge “Fino” Palacios. Macri fue desprocesado luego de asumir la presidencia. Y en su enfrentamiento con Gils Carbó, le quitó el control sobre las pinchaduras, otorgándoselas –por decreto– a la Corte Suprema, como ofrenda a Lorenzetti.
Así se produjo a partir del otoño de 2017 el affaire de las pinchaduras al ex director de la AFI, Oscar Parrilli, y su filtración ilegal a medios oficialistas de sus conversaciones con CFK.
A simple vista, la dinámica era de manual: la AFI grababa al prójimo, los medios amigos difundían sus dichos y los fiscales los llevan a indagatoria. Semejante circuito se cumplía a rajatabla con una llamativa recurrencia. Y en base a esa injerencia delictiva se “armaron” infinidad de causas penales.
En las últimas horas se registró una nueva filtración. En este caso los afectados son el ex secretario de Comercio, Guillermo Moreno, y Alessandra Minicelli, esposa del ex ministro de Planificación, Julio de Vídeo. La conversación no tiene ningún interés judicial, de modo que -de haber sido obtenida en el marco de una pesquisa- debió ser destruida. Es lo que prescribe la ley. Pero como se ve, la ley no es la regla en tiempos de lawfare.
Apenas un ejemplo ya histórico del proceso que desplomó el estado de Derecho en Argentina.
El caso Stornelli-D’Alessio está poniendo a flote el lado oculto de ese iceberg. El azar es a veces el arte de lo posible.