“Cristina tiene que volver sin los corruptos”, dice Juan Grabois en Mar del Plata. ¿Quién puede dudarlo? Ni los corruptos –o especialmente ellos– van a desmentir semejante declaración de buenas intenciones. Pero como es sabido, a medida que una fuerza, cualquier fuerza, se afirma en el poder, los corruptos brotan solos, como los hongos después de la lluvia.
La importancia del encuentro realizado el sábado 27 de octubre en Mar del Plata no radica en las declaraciones. La importancia del Frente Patria Grande conformado por varias organizaciones sociales y políticas no necesariamente kirchneristas ni peronistas –y hasta progresistas, para horror de algunas viudas tristes de Felipe II– no radica en las apelaciones morales ni las buenas intenciones sino en el intento de dar organicidad y perspectiva política a algunos de los sectores no representados ni expresados por las estructuras tradicionales.
La deuda sindical
El déficit, el olvido, el desinterés no fue sólo de las estructuras políticas, percudidas hasta el tuétano por décadas de posibilismo, “operadores”, claudicaciones y gerenciamiento. Los trabajadores de la “economía popular”, las organizaciones de trabajadores excluidos, los mil eufemismos con que se puede aludir a los trabajadores precarizados, privados de empleo (no es un “detalle” sin importancia: supone carecer de haberes regulares, vacaciones pagas, licencias por enfermedad, aguinaldo, aportes previsionales y obra social, entre otros “privilegios” de que gozan los trabajadores formalizados), literalmente expulsados de la sociedad y condenados a trabajos cada vez peor pagos, forzados a la marginación y la “pobreza estructural”, tuvieron su razón de ser en las carencias conceptuales, organizativas y políticas de la dirigencia obrera.
Desatenta a los profundos cambios económicos y sociales producidos por la dictadura primero y el menemismo más tarde, la abrumadora mayoría de las organizaciones sindicales siguieron actuando como si nada hubiera pasado, y centraron su accionar en la defensa de los trabajadores formales. Y durante los últimos años del gobierno de CFK, de entre los trabajadores formales, los de mayores ingresos.
Así, la ruptura social, la verdadera “grieta” que desgarra nuestro país, se trasladó al interior del movimiento obrero, cristalizó las diferencias y terminó dejando a los sindicatos en el bando de la gente “decente y principal”, de las personas de bien, en contraposición a la desde hace tres décadas creciente masa de gentes excluidas. En consecuencia, ya desde la aparición en los 90 de los primeros movimientos piqueteros, privados de empleo, de representación gremial y referencias políticas, los excluidos debieron crear sus propias organizaciones.
La autodefensa comunitaria
No vamos a historiar para mostrar lo que puede comprobarse a simple vista: la notable cantidad de empleos creados durante la década kirchnerista, la universalización de las prestaciones sociales y previsionales, el persistente aumento del salario real, las distintas estrategias implementadas para promover la distribución indirecta de ingresos, las medidas anticíclicas que buscaron preservar los avances en medio de la crisis internacional, no consiguieron suturar esa ruptura social que, en no pocos casos, incluso se profundizó.
Si se quiere criticar los doce años del último gobierno popular por su incapacidad para revertir ese al parecer inevitable proceso de creación de dos especies humanas habitando un mismo espacio geográfico y político, se puede. Y se debe. Pero si por esa falencia se los quiere descalificar, se erra. En especial cuando muchas veces resultan ser los propios excluidos o, mejor dicho, sus organizaciones, las que parecieran aceptar como inevitable esa ruptura social. Para decirlo a lo bestia: el sentido último, el propósito de las formaciones que buscan organizar a los excluidos debería ser desaparecer, autodestruirse como mensaje de Misión imposible; la llamada economía popular no es otra cosa que el conjunto de estrategias con que las gentes buscan sobrevivir a una cada vez mayor concentración del poder económico y una más pronunciada desigualdad de ingresos. Ante la cual, dicho sea de paso, no corresponde la resignación: para acabar con la pobreza y la exclusión, es imprescindible acabar con la riqueza y el privilegio.
Lo anterior no significa descalificar a las organizaciones sociales. Por el contrario: para tratar de vencer, primero hay que ser y, lo más importante, seguir siendo. Si las formaciones sociales que durante el gobierno anterior buscaron mitigar las consecuencias de las imposibilidades y fallas estatales y gubernamentales no prestaron la debida importancia a la organización comunitaria ni supieron aprovechar los instrumentos disponibles para facilitarla –a veces confundiéndola con el desarrollo de las propias organizaciones– hoy deben hacerlo –y de manera urgente e imperativa– en peores condiciones. Los excluidos serán organizados o bien para su autoprotección, para su desarrollo, su sobrevivencia, su educación, su mejora social y la creación de empleos, o bien para su mayor explotación, preferentemente por parte de asociaciones delictivas que por lo general cuentan con el auxilio de instituciones estatales.
De ahí la importancia de las autodenominadas organizaciones sociales, en tanto no se limiten a la articulación de los excluidos para peticionar y reclamar ante las autoridades y avancen hacia el fortalecimiento de la organización comunitaria. Para lo que resulta necesario entender que el “control social” puede ser un concepto que suena feo, pero que es indispensable para preservar a la comunidad de la constante agresión de un sistema económico que requiere de la eliminación –si no puede física, será política, cultural y económica… hasta terminar por ser física– de un considerable porcentaje de ciudadanos. Casos como el del Oso Cisneros –puesto en evidencia gracias al coraje de Luis D´Elía y la organización Los Pibes– son cotidianos en todas las barriadas.
Para insistir: ocurre que, en ausencia del Estado, o la comunidad es organizada desde un proyecto político igualitarista o lo será por la asociación entre el narco y alguna de las fuerzas de seguridad.
En medio –y no deberían ser descartados ni invalidados con consignas huecas– están los grupos confesionales, muchos de los cuales no forman parte de ninguna de las dos opciones y, como los pentecostales, tal vez acaben facilitando la instauración de un proyecto político de resignación. O tal vez no.
En todo caso, lo que no debe descalificarse así como así, es su extraordinario trabajo de base y su uso (y a veces abuso) del control social, de la sanción –esencial para la autopreservación de la comunidad– a quienes transgreden las reglas básicas de la convivencia y los principios morales de esa confesión.
¿Coartadas del sistema?
Siendo indispensable, la organización comunitaria no alcanza y, concebida como autosuficiente, puede correr el riesgo de convertirse en contraproducente: no existe militante social al que no le haya pasado alguna vez por la cabeza el temor de estar siendo “una coartada del sistema”, la posibilidad de que con su trabajo diario se encuentre facilitando la preservación de un orden social y económico profundamente injusto. ¿No será mejor dejar que todo explote?, se preguntó, se pregunta y se seguirá preguntando más de uno.
El interrogante se justifica toda vez que la organización social y la protección comunitaria no se encuentran profundamente imbricadas con un proyecto político de liberación.
Imbricado, se ha dicho; no perteneciente ni dependiente. Y tampoco se dijo partido político sino proyecto político de liberación, que viene a ser un asunto un poco más complejo que supone (o no tiene por qué excluir) la coexistencia de varios partidos, prácticas y visiones políticas aparentemente contradictorias.
La creación del Frente Patria Grande, así como la formación del interbloque Red por Argentina, contribuyen a ese proyecto y a la reconstrucción del movimiento nacional de liberación, que, justamente para serlo o seguir siéndolo, tendrá que ser, a la vez que igual a sí mismo, diferente y mucho más complejo –en tanto más compleja va siendo la sociedad– que el que empezó a declinar con la muerte de Juan Perón, no consiguieron sepultar la dictadura y el menemismo, pero que los doce años de gobierno popular no terminaron de redefinir y dar forma.
El carro y el caballo
Tal vez una de las “novedades” más trascendentes de estas nuevas formaciones o agrupamientos políticos sea la de no partir de la exclusión de CFK, absurdo todavía mayor a la exigencia de sumisión a CFK como condición de unidad y construcción política: si esta última implica colocar el carro delante del caballo poniendo como condición lo que tal vez pueda ser una consecuencia, lo primero significa negar la existencia del caballo, del carro y hasta de la realidad misma.
Hasta los nenes de teta saben que CFK es la dirigente política de mayor predicamento entre los sectores populares y las generaciones más jóvenes; la pretensión de excluirla es algo peor que estupidez: es colaboración con los que a esta altura son, cada vez con mayor claridad, enemigos de la patria. Pero colocar una candidatura (aun su candidatura) como condición o prerrequisito puede tener sentido en la disputa por una concejalía o una diputación, pero de ninguna manera cuando se trata del armado de lo que, con modestia, algunos llaman frente de salvación nacional y otros grandilocuentes preferimos entender como germen del movimiento nacional de liberación.
La candidatura como condición puede ser fruto de la ingenuidad, pero suele serlo del interés, y esconde el anhelo –de un individuo, de un grupo o de un conjunto de grupos– de convertirse en intérprete único y privilegiado, algo así como la idea de la Iglesia Católica de ser el vínculo exclusivo entre Dios y los seres humanos, pretensión con la que las otras Iglesias cristianas no están muy de acuerdo que digamos… razón por la que existen varias y no una sola Iglesia cristiana.
Por otra parte, para un movimiento nacional, un frente de salvación, una fuerza política de la complejidad que alcanzan –aun en el peor de los casos– el peronismo o el kirchnerismo o como quiera llamársele, la unidad no se consuma ni garantiza con una candidatura presidencial: es preciso que se despliegue en los distintos espacios geográficos y políticos. Para esto es necesario que la complejidad de que hablábamos se vea reflejada en distintas estructuras de representación política a fin de evitar la cristalización de una suerte de Iglesia universal kirchnerista que, librada a sí misma y sin los debidos contrapesos –¿serán estos los famosos anticuerpos de que hablaba uno que yo sé?– sólo puede producir sectarismo, disconformidad, resentimiento y, finalmente, desgano e impotencia.
La candidatura, las candidaturas, serán consecuencia del modo en que se organice esa complejidad –¿para cuándo una corriente político sindical que exprese orgánicamente ese riquísimo espectro político y sindical hoy sin representación?–, de las formas en que se vayan procesando las diferencias de ideas e intereses, el predicamento popular de los dirigentes y las circunstancias y condicionamientos externos, porque hasta donde se sabe, no estamos solos arriba del ring.
El (mal) ejemplo de Brasil
El triunfo electoral del bocafloja Jair Bolsonaro y la relativa derrota del supuestamente extinto PT –no está acabada una fuerza política que, aun viendo reducida su representación, es primera minoría parlamentaria– dio lugar a la consabida retahíla de exageraciones, simplificaciones, lamentos y jeremiadas de todo calibre.
En opinión de quien escribe, las semejanzas que en muchos casos se pretende encontrar, no son tales, mientras las realmente existentes suelen pasar desapercibidas o no se les da la importancia que merecen.
A fin de evitar las polémicas por asuntos laterales, concentrémonos en las semejanzas realmente existentes que, y no casualmente, fueron las condiciones de posibilidad del triunfo de Jair Bolsonaro.
En primero y principalísimo lugar, la presencia de una mafia mediático-judicial convertida en fuerza de tareas del poder financiero internacional.
Valida de una investigación de la Policía Federal, esa mafia impulsó el Lava Jato, concentrando las acusaciones de corrupción en un grupo de empresarios “arrepentidos”, que a su vez acusaron a cerca de un centenar de funcionarios, diputados y senadores del PT, PMDB y PP (casualmente, todos integrantes de la coalición de gobierno liderada por Dilma Roussef) y a la presa mayor: Luiz Inácio Lula Da Silva, encarcelado y proscripto.
No debería en ningún momento olvidarse que, digan lo que digan los más sofisticados analistas, la proscripción de Lula, amplio favorito en los sondeos previos, fue la condición que posibilitó el triunfo de Jair Bolsonaro.
El propósito de la operación Lava Jato, que gracias Michel Temer y el PMDB acabó con la presidencia de Dilma Roussef, fue desprestigiar al conjunto de las fuerzas políticas brasileras. En ese sentido resultó exitosa, ya que la percepción popular es la de estar padeciendo el imperio de una corrupción generalizada, de ahí que los partidos políticos tradicionales como los golpistas PMDB y PSDB de Fernando Henrique Cardoso resultaran los más perjudicados, mientras el candidato del Partido de los Trabajadores perdía la elección contra un oportunista político profesional que durante los últimos 29 años cambió nueve veces de partido para seguir viviendo de su cargo de diputado.
Para quienes hacen hincapié en la necesidad de transparencia y combate a la corrupción, el resultado de las elecciones brasileras es ciertamente paradójico y debiera resultar aleccionador.
Jugando con fuego
Además de la operación de desprestigio de los dirigentes políticos, de la actividad política en general y de la proscripción del principal candidato, un tercer elemento fue condición para el triunfo de Bolsonaro: el voto electrónico. Se trata de un método de sufragio fácilmente manipulable, de imposible control y verificación y por eso abandonado por todos los países con una mínima pretensión de seriedad.
Así, los cuatro elementos a tener en cuenta en la elección brasilera son:
1. La mafia mediático-judicial que puso en marcha la operación Lava Jato.
2. La campaña de desprestigio de las fuerzas políticas populares.
3. La proscripción de Luiz Inácio Da Silva.
4. La posibilidad de fraude facilitada por el sistema de voto electrónico.
Y deben ser tenidos en cuenta por sus posibles reflejos locales, donde:
1. El poder político, económico y comunicacional del Grupo Clarín es tan absoluto que sólo encuentra parangón en las mejores épocas de la Unión Soviética de Stalin.
2. La campaña de desprestigio de las fuerzas políticas populares que ha sido abrumadora, aunque la creencia general en la corrupción del gobierno popular recibida a través de los medios hegemónicos se compensa con la corrupción generalizada del gobierno actual, percibida (y padecida) por la sociedad en forma directa.
3. Encabezada por el señor Bonadío está en marcha entre nosotros la versión Sarrasani del Lava Jato brasilero. Además de difamar y encarcelar a los funcionarios que más daño han causado al poder financiero, el Lava Jato local busca crear las condiciones para encarcelar a la principal candidata del campo nacional.
4. La diferencia entre Dilma Roussef y CFK es notable. Mientras en su segundo mandato, acuciada por la crisis internacional y presionada por los poderes locales, Dilma siguió las recomendaciones de los teóricos del stop and go y puso en marcha una política de ajuste hasta ser eyectada del gobierno con un magro 9% de imagen positiva, CFK no cedió ni a las sugerencias ni a las presiones y dejó el gobierno gozando de una altísima imagen positiva. Luego de doce años del obvio desgaste que produce el ejercicio del gobierno, y tendiendo que sortear varias crisis internas autoinfligidas, provocadas por malos manejos políticos, el FPV, triunfante en la primera vuelta del año 2015, obtenía el 49% de los votos en el balotaje. Dos años después, en el punto máximo de desprestigio debido a una impiadosa campaña de difamación, con la fuerza propia dividida y sin partido político, CFK obtuvo el 37 % de los votos en el principal distrito electoral del país. De ahí en más, no paró de crecer en las preferencias populares. Esta circunstancia no la asemeja a Dilma Roussef sino a Lula Da Silva.
5. El creciente prestigio de CFK, que no tiene más que permanecer callada en espera de que la sociedad establezca las comparaciones, ha convencido a la mafia mediático-judicial de aumentar la intensidad de la campaña de desprestigio y dar los pasos tendientes a su eventual encarcelamiento.
Pero con o sin prisión, la proscripción de la principal candidata del frente de salvación nacional en gestación es un riesgo presente. Si todavía no se concretó es porque aun quedan algunas personas cuerdas y prudentes (o al menos, con alguna memoria) entre los funcionarios de Cambiemos: todos en nuestro país sabemos cuáles serían las consecuencias, a corto, mediano y especialmente largo plazo de una proscripción de semejante naturaleza.
Organizar no es uniformar
Así como en 2015, engolosinada por doce años de gobierno –o, en el mejor de los casos, llevada por la inexperiencia– una porción considerable de la dirigencia y la militancia kirchnerista jugó irresponsablemente a la política de pago chico, inconsciente de la catadura del enemigo, con similar liviandad hoy parece no tomarse en cuenta que el régimen –que ya mostró su verdadera naturaleza– no entregará el poder fácil ni sencilla ni voluntariamente.
A las campañas de difamación le siguieron la persecución judicial, la provocación y la represión y le seguirán la proscripción y, si acaso no fuera suficiente, el fraude electoral. No entender esto es no comprender en qué país se vive ni con quién uno se está enfrentando.
En contrapartida, la creación de nuevas fuerzas y espacios políticos tendientes a una confluencia con el FPV, Unidad Ciudadana y ese amplio conjunto de formaciones filokirchneristas todavía no representadas orgánicamente, es paralela al rico proceso de unidad que está produciéndose en el movimiento obrero. Proceso que, como no puede ser de otro modo, no supone un amontonamiento de siglas y/o dirigentes, sino la trabajosa (y por eso lenta) construcción de un sistema de toma de decisiones entre la porción de organizaciones y dirigentes que se encuentran comprometidos en un objetivo común.
Quien quiera encontrar simplicidad y uniformidad en el “discurso”, la organización, la resolución de conflictos o la armonización de intereses diferentes, le erra de medio a medio: organizar no es homogeneizar (que no casualmente puede ser sinónimo de esterilizar) sino promover y facilitar el desarrollo de lo diverso y contradictorio, a la vez que se van construyendo las formas de la unidad. Vale decir, de los modos en que lo diverso y contradictorio –que es como puede ser expresada una diversa y contradictoria sociedad– consiga ir marchando hacia un objetivo común.
La densidad, complejidad y profundidad que llegue a adquirir el frente opositor al actual proceso de entrega y sumisión nacional será directamente proporcional a su potencia y posibilidades de éxito.