En 1983, Mauricio Macri era un aspirante a playboy, hijo de un conocido empresario de origen italiano que se había vuelto rico y poderoso durante la dictadura cívico militar. En noviembre de ese año, un mes antes de que el país recuperara la democracia, el ingeniero desarrollista Marcelo Diamand ofreció una exposición en la “Conferencia sobre Medidas de Cambio Político Económico en América Latina” organizada por Venderbilt University, de Nashville, en Estados Unidos. La titulo “El péndulo argentino, ¿hasta cuándo?” y es una de las radiografías macroeconómicas más lúcidas que se hayan escrito sobre el país.
Releido en estos días huracanados de crisis cambiaria, bandazos políticos y otra vuelta al torniquete que lleva dos años asfixiando el funcionamiento de áreas cruciales del Estado, la ponencia de Diamand potencia su carga profética: “En general, los equipos ortodoxos llegan al poder en medio de las crisis de balanza de pagos” escribió. ¿No fue acaso lo que ocurrió con el macrismo? Su evolución de partido vecinal a fuerza nacional fue posible, en buena medida, por la restricción externa que potenciaron los desajustes de la economía K y que provocaron el “cepo”, entre otras medidas resistidas por la clase media. Sigue Diamand: “(La respuesta de los equipos ortodoxos) frente al problema son paquetes de medidas que involucran una brusca devaluación, un aumento de los ingresos agropecuarios, una caída de los salarios reales, una drástica restricción monetaria, una recesión de mayor o menor profundidad y un deliberado esfuerzo de atracción de capitales extranjeros”, justo como ocurrió durante el breve período de Prat Gay. “De acuerdo a las afirmaciones de la ortodoxia -escribió Diamand-, la recesión y la caída de los salarios reales no serían más que perjuicios momentáneos que corresponderían a un período inevitable de sacrificio, necesario para ordenar y sanear la economía. Gracias a él, se crearían las bases para el despegue y el crecimiento en un beneficio del conjunto de la población”. Cualquier parecido con las frases que el macrismo repite como mantra, está claro, no es casualidad.
“Hasta ahora este saneamiento y despegue nunca se llegaron a concretar -explicó-. La política puede lograr ciertos éxitos al comienzo. La tasa de inflación, que siempre aumenta inicialmente a raíz de la devaluación, más adelante suele disminuir; los capitales financieros afluyen del exterior y los salarios reales en parte se recuperan. Sin embargo, en algún momento del proceso sobreviene una crisis de confianza”. Ese momento, como se pudo apreciar esta semana, a Macri ya le llegó.
En abril -antes y durante la corrida que se inició el miércoles 25 de abril- el Central vendió US$7257 millones, para después devaluar más de un 13% y elevar hasta al 50% las tasas de referencia.
La crisis financiera y económica disparó explicaciones técnicas para todos los gustos. Se sostuvo que influyó el cambio de escenario externo por la suba de tasas en Estados Unidos, la aplicación de un modesto impuesto sobre inversiones especulativas, la magra venta de divisas de las cerealeras por la buena proyección de los precios internacionales y el recorte en las cosechas por sequía. Todo eso, en efecto, ocurrió. Pero eran episodios previsibles. La única sorpresa de esta trama fue la actitud del Banco Central, que demoró casi 48 horas en reaccionar -mal y tarde- frente a la escalada cambiaria que espiralizó hasta convertirse en una crisis política y económica de magnitud.
La duda es si lo hizo por mala praxis. O para favorecer las ganancias de poderosos sectores financieros que emplearon a buena parte del elenco presidencial.
Hay indicios que invitan a sospechar. El jueves pasado, al término de una corrida que ya había insumido unos 1400 millones de las reservas, un rumor se esparció entre los operadores de la City: el BCRA estaba quemando recursos para sostener el valor de la divisa en beneficio de un banco de inversión que estaba desarmando su cartera y requería billetes verdes para fugar. El beneficiado habría sido el JP Morgan, uno de los principales colocadores de títulos argentinos y antiguo empleador de ministros, secretarios y directores del nutrido gabinete económico macrista. Por supuesto, no fue el único: otros dos bancos -uno extranjero y otro nacional-, se habrían plegado a la movida.
Con beneficiarios directos o no, todo ocurrió tal cual lo predijo Diamand: “El flujo de capitales extranjeros se invierte. Los préstamos del exterior que habían ingresado comienzan a huir. Se produce una fuerte presión sobre las reservas de divisas, una crisis en el mercado cambiario y una brusca devaluación. Caen los salarios reales, disminuye la demanda, la tasa de inflación otra vez aumenta vertiginosamente y se vuelve a caer en una recesión, más profunda aún que la anterior”. Descripción y pronóstico de lo que esta semana de tormenta cambiaria nos dejó.
El “desarme de posiciones” tocó cumbre el miércoles 25, pero venía creciendo a ritmo sostenido desde diciembre, cuando el gobierno anunció una “corrección” en su meta de inflación. A tal punto era evidente, que la revista Forbes expresó fuerte y claro que el “humor de los mercados” se estaba dando vuelta: “Puede que sea tiempo de salir de la Argentina”, tituló la publicación. Por si faltaban indicios, había otro más contundente aún: desde enero, el Estado Nacional y las provincias casi no pudieron colocar deuda en el exterior.
Como es usual, el gobierno no asumió culpas por haber desatendido las señales y cargó contra la “oposición irresponsable” que propone morigerar las tarifas. Humo político para encubrir un nuevo ajuste, que tendrá a la obra pública como víctima principal.
En El Péndulo…, Diamand se refirió a la afición de la derecha por el ajuste. “El acento se ve puesto sobre el orden, la disciplina, la eficiencia, el equilibrio del presupuesto, el ahorro, la confianza y la atracción de los capitales del exterior y las virtudes del sacrificio popular”, en beneficio, claro, de los beneficiarios del modelo: “Las políticas ortodoxas reflejan el pensar y el sentir del sector agropecuario, del financiero, del exportador tradicional y, algo paradójicamente, de una gran parte del industrial”.
A ese establishment, que venía pidiendo mayor torniquete fiscal, le hablaron el viernes Dujovne y su colega de finanzas, Luis Caputo, cuando se comprometieron a reducir más el “gasto público”. Antes que ellos, el Banco Central ya había informado que subiría la tasa de referencia monetaria al 40% y la de pases hasta el 50%, al tiempo que redujo la tenencia permitida de dólares para los bancos. Al “mercado”, está claro, le gusta la combinación de ajuste y altas tasas de interés, como se pudo apreciar en las pizarras apenas se reabrió el viernes el mercado de cambio.
Pero el antídoto que escogió el gobierno le mete más frío a la economía real: el encarecimiento del crédito impacta sobre las maltrechas finanzas de las Pymes, la reducción de la obra pública golpea la construcción -el sector que sostiene más o menos estables los niveles de empleo y actividad económica en la era Cambiemos-, y el traslado de la devaluación a los precios adelgaza los ya flacos bolsillos de los asalariados.
Diamand, por cierto, ya lo había advertido en su texto de 1983: “(La ortodoxia) atribuye siempre su fracaso a la insuficiencia del poder político para efectuar el saneamiento necesario en la administración pública, para eliminar las empresas ineficientes y para mantener los salarios deprimidos por un tiempo suficiente como para que se genere un proceso de autosostenido crecimiento”.
Palabras más o menos, en eso consiste el modelo PRO. Y por lo que se vio esta semana, está dispuesto a pagar cualquier precio para sostenerlo.