El listado de 96 genocidas enviado la semana pasada por el Servicio Penitenciario Federal al juez federal de Casación Gustavo Hornos para que se considere otorgarles el beneficio de la prisión domiciliaria constituye un nuevo eslabón de la cadena que, con cuidado de orfebre, el gobierno de la alianza Cambiemos viene construyendo desde el primer día de su gestión para brindar impunidad a los responsables de crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico-militar.
Convenientemente, esta lista de 96 represores integra una más grande de 1.111 detenidos en las cárceles federales, que incluye a presos comunes mayores de 70 años, además de mujeres presas que tienen hijos menores de 10 años, detenidos con alguna enfermedad o que integran el colectivo LGBTI, entre otras causas. La excusa esgrimida por el gobierno –el SPF está en la órbita del Ministerio de Justicia a cargo de Germán Garavano y actúa bajo sus órdenes – fue la de reducir la superpoblación en los penales.
Utilizar ese argumento para incluir a los genocidas en la lista resulta cuanto menos banal. El número de represores alojados por el SPF representa menos del 1% de la población carcelaria, por lo cual su liberación no tendría impacto alguno sobre la situación de hacinamiento en las cárceles que viene agravándose desde hace años y que las proyecciones del propio Ministerio de Justicia de la Nación estiman que crecerá en un 40% de aquí a 2020.
La impunidad de los represores constituye un mensaje potente hacia las Fuerzas Armadas y de Seguridad, cuya adhesión el macrismo considera indispensable para la represión de la protesta que le exige el programa de ajuste
Lo señala con claridad el comunicado de repudio a la “sugerencia” gubernamental firmado por más de diez organismos de Derechos Humanos: “El hacinamiento en las cárceles no es consecuencia del encarcelamiento de quienes cometieron los peores crímenes sino de una política criminal que encarcela masivamente a las personas con menos recursos”. Y agrega: “La situación carcelaria actual es producto de la orientación de las políticas que el mismo Poder Ejecutivo impulsó con reformas que endurecieron la ley de ejecución y la persecución penal”.
Las razones son otras. Por un lado, el freno a los juicios por crímenes de delitos de lesa humanidad –sobre todo de los ideólogos y cómplices civiles de la dictadura – y la liberación encubierta de los genocidas es una política que el gobierno de Mauricio Macri viene desarrollado desde el 10 de diciembre de 2015. Para dar apenas dos ejemplos, se ha retirado como querellante de causas emblemáticas como la de la apropiación de Papel Prensa y ha quitado recursos para su investigación judicial.
Por el otro, la impunidad de los represores constituye un mensaje potente hacia las Fuerzas Armadas y de Seguridad, cuya adhesión el macrismo considera indispensable para la represión de la protesta que le exige el programa de ajuste que está condenando a la exclusión a una parte considerable de la ciudadanía.
En ese sentido, la “sugerencia” de otorgar prisiones domiciliarias a los genocidas funciona articuladamente con la doctrina Chocobar: ustedes actúen que nosotros les garantizamos la impunidad. El ascenso del gendarme Echazú, último en ver con vida a Santiago Maldonado, y las maniobras de encubrimiento del asesinato por la espalda de Rafael Nahuel, perpetrado por el Grupo Albatros de la Prefectura, no hacen más que demostrarlo.
Son las características del Estado policial: las fuerzas de seguridad tienen vía libre para violar la ley y el gobierno las protege en lugar de investigar sus desmanes.
Una ofensiva poderosa
Dos días antes del ballotage que sellaría la victoria de Mauricio Macri sobre Daniel Scioli, el diario La Nación se despachó con una nota editorial en la que marcaba el camino de la política de derechos humanos de Cambiemos en caso de ser gobierno. El libelo se titulaba “No más venganza” y el escriba del diario de la familia Mitre-Saguier señalaba: “Hay dos cuestiones urgentes por resolver. Una es el vergonzoso padecimiento de condenados, procesados e incluso de sospechosos de la comisión de delitos cometidos durante los años de la represión subversiva y que se hallan en cárceles a pesar de su ancianidad. Son a estas alturas más de trescientos los detenidos por algunas de aquellas razones que han muerto en prisión, y esto constituye una verdadera vergüenza nacional (…).En segundo lugar, de modo paralelo, han continuado actos de persecución contra magistrados judiciales en actividad o retiro”.
En otras palabras, además de reclamar la liberación de los genocidas condenados, La Nación exigía que no se iniciaran o continuaran los procesos judiciales contra los miembros del Poder Judicial que habían sido cómplices de la dictadura. Y esto último también era un mensaje para los jueces.
En poco más de dos años, el gobierno de Mauricio Macri –y una Justicia atenta para actuar en la misma dirección que soplan los vientos políticos – ha cumplido cabalmente con estos pedidos que, por si hace falta decirlo, están en plena sintonía con su ideología y sus necesidades políticas.
La campaña negacionista sobre la cantidad de desaparecidos por la dictadura encabezada por Darío Lopérfido, el intento de aplicar el 2×1 a los genocidas, la retirada del Estado como querella en los juicios de lesa humanidad, el corte de los recursos económicos para investigar y una cadena de sobreseimientos insólitos por parte de jueces cómplices son apenas algunos botones que sirven de muestra.
Complementariamente el gobierno ha operado fuertemente sobre el Poder Judicial para ponerlo en sintonía con sus fines. El desplazamiento del camarista Eduardo Freiler, de la Sala II de la Cámara Federal, quizás haya sido el resultado más notorio de esta maniobra: fue el juez que se negó a cerrar la causa por la apropiación de Papel Prensa y pretendió que se interrogara a Héctor Magnetto y sus cómplices. Pero no fue el único caso: la renuncia obligada, luego de innumerables y oscuras presiones, del presidente del TOF 1 de La Plata, Carlos Rozanski, fue emblemática. Se trataba del magistrado más duro e intransigente en el juzgamiento de crímenes de lesa humanidad. A buenos entendedores, pocas palabras.
De aquella precursora nota editorial de La Nación a estos días, los resultados de la política de contraderechos humanos de Cambiemos puede medirse con nombres y con cifras.
Según datos de la Procuraduría, sólo 325 de los 1.083 procesados o condenados por crímenes de lesa humanidad están tras las rejas. Es decir, menos del 30 %.
Si de nombres se trata, el ex comisario Miguel Etchecolatz hoy goza de una cómoda prisión domiciliaria y respira los saludables aires marítimos de la Perla del Atlántico. Si la Justicia sigue las “sugerencias” del Servicio Penitenciario Federal pronto gozarán del mismo privilegio genocidas como Jorge Acosta (a) El Tigre, jefe de los grupos operativos de la ESMA, o el cura Christian Von Wernich.
En cuanto a las cifras, son contundentes. Según datos de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, los 96 represores que integran la lista de candidatos “para acceder al Programa de Asistencia de Personas bajo Vigilancia Electrónica u otras modalidades de egreso anticipado” constituyen el 62% de las 156 personas de 70 años o más que se encuentran alojadas en las cárceles del Servicio Penitenciario Federal. Al escribirse estas líneas, también según datos de la Procuraduría, sólo 325 de los 1.083 procesados o condenados por crímenes de lesa humanidad están tras las rejas. Es decir, menos del 30 %.
Una mirada que ubicara a la búsqueda de impunidad para los genocidas como un fin en sí mismo estaría al borde de la ceguera política. En la agenda del gobierno no sólo está pautada una represión cada vez más feroz de las protestas sociales utilizando a las diferentes policías, sino también devolverle a las Fuerzas Armadas un papel que no tenían desde la última dictadura cívico-militar.
Impunidad y escalada represiva
Una mirada que ubicara a la búsqueda de impunidad para los genocidas como un fin en sí mismo estaría al borde de la ceguera política. En la agenda del gobierno de Mauricio Macri no sólo está pautada una represión cada vez más feroz de las protestas sociales utilizando a la Gendarmería, la Prefectura y las diferentes policías, sino también devolverle a las Fuerzas Armadas un papel que no tenían desde la última dictadura cívico-militar.
Un proyecto elaborado en el Ministerio de Defensa que conduce Oscar Aguad prevé la creación urgente de una Fuerza de Despliegue Rápido (FDR) de las tres fuerzas armadas para colaborar con el accionar del Ministerio de Seguridad, a cargo de Patricia Bullrich, en operativos contra el narcotráfico en zonas de frontera, la defensa de los recursos naturales y la represión de supuestos grupos extremistas mapuches. El proyecto establece que esta Fuerza de Despliegue Rápido solo podrá prestar apoyo logístico, pero en el paso de la letra a la acción significa lisa y llanamente la participación del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea en tareas de represión interna.
A pesar de que desde el gobierno se asegura que esta nueva fuerza actuará en el marco de las leyes de Defensa y de Seguridad Interior, que prohíben expresamente la actuación de las Fuerzas Armadas en el interior de la Argentina, en la práctica su accionar, aprovechando las zonas grises que existen en los límites de las leyes o encubriendo un objetivo ilegal con otro legal, habilita la violación de una normativa que forma parte del andamiaje legal fundamental de la democracia recuperada en 1983.
Se trata de un paso más en un camino que el gobierno de la alianza Cambiemos viene recorriendo desde hace tiempo. El primer paso concreto en este sentido fue el decreto 721/2016 del 31 de mayo de ese año, mediante el cual el presidente Macri modificó el N° 436 del 31 de enero de 1984, que establecía una delegación de “facultades en el titular del Ministerio de Defensa» con respecto al manejo de las fuerzas. De esta manera, las Fuerzas Armadas volvieron a tener atribuciones para decidir ascensos, traslados, designaciones, premios, incorporación de retirados como docentes en los espacios de formación, entre otras cuestiones, que habían sido pasadas a control político desde 1984. En otras palabras, se les dio una autonomía inédita desde la recuperación de la democracia.
En agosto del año pasado, en el contexto de la estrategia gubernamental –fogoneada por los grandes medios de comunicación – de construcción de un “enemigo interno” para justificar la represión, altos funcionarios del Ejecutivo sostuvieron casi al unísono que se evaluaba otorgar “un nuevo y moderno rol” a las Fuerzas Armadas: trabajar conjuntamente con la Policía Federal, la Gendarmería y la Prefectura en la lucha contra el narcotráfico.
Ahora, la creación de la Fuerza de Despliegue rápido no sólo implica una monstruosa compra de armamentos –entre ellos helicópteros, aviones y buques de patrullaje – que se solventará con la venta de bienes del Estado, sino el entrenamiento en el exterior de personal de las Fuerzas Armadas asignado a la nueva FDR.
A principios del mes pasado, Aguad y Patricia Bullrich viajaron los Estados Unidos, donde participaron de reuniones con altos jefes del Comando Sur (ver foto de apertura), jerarcas del FBI, la DEA, la Homeland Security y el Departamento de Estado. El fantasma de la siniestra Escuela de las Américas vuelve a recorrer la Argentina. Un fantasma que en algún momento puede llegar a encarnarse en milicos armados recorriendo sus calles para “mantener el orden y combatir al extremismo”.
Porque si se repasa con atención la historia reciente de la Argentina salta a la vista que del Estado Policial al Terrorismo de Estado hay un solo paso.