Sin ser este un intento de crítica o de polémica, la nota “¿El kirchnerismo ha muerto?” que Carlos Balmaceda publicó en Identidad peronista ha suscitado en quien escribe un sinnúmero de dudas e interrogantes y apenas un puñadito de respuestas, parciales e imperfectas, a esas y otras dudas e interrogantes.
El fantasma de Alvear
Uno nunca ha sido muy proclive a separar kirchnerismo de peronismo. Ni viceversa. Sin Néstor y Cristina (dicho sea de paso –porque si vamos ahora a señalarle la quinta pata al gato, hagámoslo en serio–, dos dirigentes políticos que habían participado, y en forma muy activa –hasta el punto de subir al enyesado Rafael Flores al avión de la gobernación para que pudiera votar en la sesión de diputados–, en uno de los mayores crímenes cometidos contra el país en lo que va de la historia del país como fue la privatización de YPF –cuyo miembro informante fue Oscar Parrilli–, la aniquilación de Gas del Estado y el descuartizamiento de Agua y Energía Eléctrica), pero sin Néstor y Cristina ¿qué hubiera sido del peronismo sino una federación de partiditos conservadores de carácter provincial o, en el mejor de los casos, una nueva versión del alvearismo radical?
A propósito, durante la juventud de uno el fantasma siempre presente era el peligro de “alvearización”, del que, sorprendentemente, hoy no se habla. ¿Será que ese proceso tuvo lugar y el peronismo ya fue alvearizado con cintita y moño?
De acuerdo a lo ocurrido durante los gobiernos de Néstor y Cristina correspondería decir que no, que la alvearización no es una realidad, pero de todos modos sigue siendo un riesgo siempre presente. Porque ¿qué es lo que llamamos alvearización? El acuerdo, la componenda con el Régimen oligárquico y antinacional, hasta el punto de mimetizarse en y con él, adoptando sus modos, lenguaje, conceptos e ideología, un camino que conjuntos más o menos importantes del peronismo intentaron recorrer del 55 a esta parte y, con mayor enjundia, desde la muerte de Perón.
(Otro tanto había pasado con el radicalismo desde mucho antes de la muerte de Yrigoyen, primero con la disidencia “antipersonalista” –que se separó de la UCR para formar un nuevo partido– y luego con la facción interna encabezada por Marcelo de Alvear que acabó apropiándose de la conducción y el espíritu del partido).
Que me falta un ojal, que me sobra un botón
El “problema” aquí
(en comillas porque es “problema” para la interpretación, pero no muy grave para la acción ni la construcción, excepto en cuanto al esfuerzo de creación e imaginación que demanda) es que siendo el kirchnerismo parte del peronismo, a la vez lo excede. Plantear entonces que debe firmarse el certificado de defunción del kirchnerismo (aun precedido del pronombre ese) ¿no implicaría amputar aquella porción que excede al peronismo? ¿Qué hacer con el resto, con la masa que ha ido levando, si el molde resulta chico? ¿Dos pizzas diferentes? ¿No valdrá la pena ampliar el molde, lo que en realidad podría implicar hacer un molde nuevo? ¿Es a eso a lo que se le teme?
Se nos habla de volver a Perón (no Balmaceda, pero esto no es un análisis ni una crítica a Balmaceda sino una enumeración desordenada de interrogantes que la nota le ha despertado a uno, que sí habla de “volver a los clásicos”). Pero a Perón, a esos “clásicos”, hay que volver para reinterpretarlos, no para recitarlos; para releerlos con ojos actuales y no con la mirada de hace diez, veinte o cincuenta años. Dicho esto por la sorpresa que despierta la tentación, la tendencia incluso, de transformar a Perón en un Cid Campeador de las pampas que atado al lomo de la doctrina gane las batallas por nosotros.
Ganar estas batallas no es asunto de Perón –ni de Jauretche, Scalabrini o Hernández Arregui– ni de la doctrina; es asunto de la política y de quienes hoy pretenden asumir la dirección de un conjunto que –por lo que se ve– no aspira a ser muy grande.
“Ganar estas batallas no es asunto de Perón –ni de Jauretche, Scalabrini o Hernández Arregui– ni de la doctrina; es asunto de la política y de quienes hoy pretenden asumir la dirección de un conjunto que –por lo que se ve– no aspira a ser muy grande”
Dicho de otra manera: va hacia atrás, no para adelante, en la creencia de que por influjo de alguna poción mágica todos los dirigentes de 1País devengan peronistas y todos los votantes de ese conglomerado, de Unidad Ciudadana y del Frente Justicialista vayan a pronunciarse por un único candidato que, hipotéticamente, surgiría de esos encuentros dirigenciales y/o de elecciones internas o unas Paso que lo resolverían todo.
¿Por el solo hecho de surgir de un acuerdo entre las distintas facciones peronistas, de “representar al peronismo”, ese hipotético candidato va a despertar la expectativa general?
Y dicho sea de pasada, ¿no cabría preguntarse por qué razón a esa tan amplia y generosa “reunificación peronista” no fue invitado Pino Solanas? ¿Alberto Fernández, Daniel Filmus o Sergio Massa pueden exhibir mayor trayectoria en el peronismo que Fernando Solanas? ¿Los aportes conceptuales a la causa nacional de Daniel Arroyo, Florencio Randazzo o Victor Santa María han sido superiores a los de Alcira Argumedo? ¿O es que en esa unidad de todos no están todos? ¿Y están seguros esos casi todos de que de un acuerdo entre ellos podrá surgir quien exprese al votante marginal a la política y marginado de la sociedad a quien, es más que obvio al menos en la provincia de Buenos Aires, parece seguir expresando electoralmente Cristina Fernández más que el “peronismo” o el “kirchnerismo” en cualquiera de sus expresiones?
Pero aun contando con el apoyo explícito de Cristina Fernández, ¿ese hipotético candidato de los todos que no son todos podrá despertar algún entusiasmo en ese sector juvenil politizado durante los últimos años en base a esa insoportable macchietta que actualmente se cuestiona de la administración anterior?
Pa que dentre
La lista de horrores y errores al divino botón del gobierno anterior podría ser interminable y no se reducen a la errática política de medios, los sobreactuados stand ups presidenciales o el discurso lelo y absolutista de las pasionarias kirchneristas, que las hubo a raudales y de ambos sexos.
Concebir Enarsa como un instrumento de negocios y no como germen de una nueva empresa nacional de energía es un error mucho más grueso que el hablarse encima de Cristina, la soberbia canchera de Aníbal o la sobreactuación permanente de Guillermo Moreno. El disgusto con que se procedió a unas pocas estatizaciones merece aun mayores críticas que la ingenua pretensión de que el Poder Judicial fuera a aceptar alegremente una reforma que recortaba su poder, porque revela una concepción equivocada de la sociedad, de la historia y de la estructura cultural y económica del país: los servicios públicos y la energía deben necesariamente ser estatales, porque si no son estatales estarán en manos de empresas extranjeras. Pero aun en el hipotético caso de que estuvieran en manos de empresas nacionales, fuera de la necesidad de que se responda a la pregunta “¿qué es lo que hace nacional a una empresa?” (¿la condición de argentinos nativos o por opción de sus accionistas mayoritarios? ¿Sería eso suficiente? ¿En qué medida existe en nuestro país, fuera de la clase trabajadora, una clase social cuyo destino esté indisolublemente ligado al destino nacional?), nunca podrá existir una empresa comercial que satisfaga las necesidades de alta inversión y baja rentabilidad que requieren las empresas de servicios públicos. Es que su propósito no es el lucro –razonable leit motiv de todo emprendimiento comercial– sino el servicio.
“Por otra parte, ¿qué hay de malo hoy con los “progresistas”? Quienes en nombre del peronismo insisten en pelearse con el progresismo atrasan tanto o más que los funcionarios gubernamentales que se pelean o fingen pelearse con indios y anarquistas”
¿Vale la pena mencionar la cantidad de años perdidos al cuete, sin encarar –sino tardía y muy débilmente– la reconstrucción del sistema ferroviario, indispensable desde el punto de vista económico y social y tan redituable simbólica y políticamente?
Junto a estas enormidades (pudiéndose enumerar muchas más) la deficiente política de medios, el alquiler de empresarios y periodistas mercenarios y el desprecio y ninguneo a lo propio y lo alternativo, es poca cosa. O sería, acaso, uno de los rasgos más “peronistas” de los gobiernos de Néstor y Cristina.
Sin embargo, nada de esto, ni siquiera la ausencia de una política y una estrategia agropecuaria, el desinterés por el conservacionismo y la sustentabilidad productiva (de las que, como para repartir en forma un cacho más equilibrada, ni Alberto Fernández, ni Daniel Arroyo, Sergio Massa, Florencio Randazzo ni, muchísimo menos, el secretario de Agricultura de Carlos Menem que fue Felipe Solá, pueden hacerse los distraídos), quita mérito a los tres mejores gobiernos que tuvo el país de 1955 a esta parte, fuera del brevísimo intento de recreación peronista 73-75.
En su medida y armoniosamente
No es cuestión de quitar mérito pero tampoco exagerar en las críticas, especialmente cuando están fuera de momento y de lugar: la crítica debe hacerse mientras sea tiempo de corregir el error o cuando es útil para reflexionar sobre los fundamentos y las estrategias del movimiento nacional. Por ejemplo, carece de la menor utilidad criticar el ciego empecinamiento con que Perón porfió en su disputa con la Iglesia, convencido de tener la razón –que la tenía, como la había tenido Roca– sin advertir que esa porfía le sería fatal. O enumerar la cantidad de errores políticos que cometió, que los cometió –mal que le pese a los fundamentalistas que nunca faltan en ningún lado, y menos en casa– en especial durante su segundo período de gobierno. Similar utilidad y pertinencia tiene hoy hacerle la autocrítica a los gobiernos de CFK.
Es igualmente descabellado adjudicarle a la preocupación por sancionar la ley de matrimonio igualitario el supuesto o real olvido, desatención o demora en resolver los problemas sociales. ¿Creerá alguien que ese “kirchnerismo” que, al tiempo de no expresar a todo el peronismo, a la vez lo excede, habría sido posible sin cierta relativa preocupación gubernamental por los llamados “derechos de tercera generación”? ¿Y por qué pensar que los derechos de tercera generación son contradictorios con los de segunda, y los de segunda generación con los de primera?
Es imprescindible devanarse los sesos para que la libertad individual no sea antagónica con la justicia social, ni los derechos sociales contradictorios con la libertad de casarse con el conocido del vestuario o la compañerita de banco del colegio de monjas. Es que así como los derechos humanos proclamados por las revoluciones norteamericana y francesa resultan de realización incompleta si no son acompañados de los derechos de segunda generación sancionados por el constitucionalismo social, los derechos sociales son también incompletos sin los derechos de tercera generación, como el derecho a la identidad cultural, a la paz, a un medio ambiente sano o a hacer del propio culo un ramillete de freesias.
Esas no son “veleidades progresistas” sino legítimas expectativas y necesidades de la sociedad contemporánea.
Anacronismos
Por otra parte, ¿qué hay de malo hoy con los “progresistas”? Quienes en nombre del peronismo insisten en pelearse con el progresismo atrasan tanto o más que los funcionarios gubernamentales que se pelean o fingen pelearse con indios y anarquistas.
Fue gracias al benemérito general Onganía que progresistas, izquierdistas, radicales y peronistas quedamos igualados según el más bajo denominador posible, el de Personal Civil Bajo Sospecha. Y fue entonces, gracias no sólo a Hernández Arregui, Jauretche, Ramos o Puiggros, sino también –y fundamentalmente– al propio Onganía, que comenzó la llamada “nacionalización de las clases medias”: de un día para el otro, todos quedaron tan sin derechos como los peronistas lo habíamos estado desde once años antes.
Fuera de que es necesario comprender que así como el «progesismo» de 60 años atrás celebró a la Revolución Libertadora y una parte significativa del “progresismo” acompañó, aun en sus más difíciles momentos, a estos gobiernos peronistas que, por uso y costumbre (y añadido de nuevos sujetos políticos y sociales) devinieron en “kirchneristas”, también hay que entender que ahora por obra de Cambiemos y esos seres bestiales que actualmente ocupan las más altas responsabilidades de gobierno, progresistas a secas, peronistas, peronistas kirchneristas, kirchneristas, progresistas kirchneristas, radicales yrigoyenistas, socialistas de amplia gama, trotskistas, nacionalistas, sindicalistas, transexuales, gays, lesbianas, villeros, científicos, filósofos y hasta indios y anarquistas, volvimos a quedar igualados según el más bajo denominador posible.
Es entonces el momento de “nacionalizar”, no de discriminar. Y aunque algunos tontos y ciertamente excéntricos se empeñen en la perturbadora costumbre de buscarle el pelo al huevo de Hugo Moyano (hay que reconocer que sobre gustos no hay nada escrito) y el trotskismo activo y orgánico no pierda oportunidad de ensañarse con nosotros, hay que comprender que ya se les pasará, o se irán pasando ellos, por insistir en el anacronismo porque ¿qué de «progresista» o «revolucionario» tiene cuestionar a quien fuera un gran dirigente sindical justamente en el momento en que ha decidido recuperar lo mejor de su historia personal y ponerse al frente de la protesta social? ¿O qué de novedoso tiene criticar a un gobierno que ya no gobierna? ¿A quién se puede conmover o convencer contácticas tan tontas y discursos tan ñoños?
Sindicatos y movimiento obrero
Se dirá que así como el trotskismo sólo se ocupa de denostar al peronismo (y particularmente a los gobiernos kirchneristas, con lo que parece mostrar más perspicacia que muchos neo-ortodoxos del peronismo), el progresismo –y por su influencia, el propio “kirchnerismo”– incuba un prejuicio cerril contra el movimiento obrero.
Es verdad, o lo sería, si hubiera quien pudiera explicar en forma satisfactoria qué es hoy el movimiento obrero. ¿Es acaso el movimiento obrero ese conjunto heterogéneo de sindicatos desagrupados en cinco, seis, o las que se vayan presentando, “centrales” sindicales? ¿Y no es una incoherencia hablar de cinco centrales?
Como sea, pasando por alto que la existencia de un movimiento obrero, además de la unidad supone la simultánea existencia de un proyecto de poder propio, convengamos que, ya sea por influencia del prejuicio “progresista” o reaccionario del elenco gobernante, por fallas de implementación, cerrazón mental o acaso soberbia, la política gubernamental hacia el sindicalismo, al menos durante el último gobierno de CFK, fue en líneas generales errónea, siempre distante y en ocasiones, catastrófica.
Pero, ¿no hubo en este cortocircuito ninguna responsabilidad sindical? ¿Acaso el cortocircuito se produjo con todas las organizaciones gremiales?
“¿Está hoy el peronismo realmente existente a la altura de su propia historia? ¿Ha sido capaz de incorporar como propias al menos alguna de esas tradiciones paralelas a la suya?”
¿Estuvieron los sindicatos a la altura de las circunstancias durante, antes y después de las administraciones “kirchneristas”? ¿Se mostraron atentos los dirigentes sindicales al cada vez más creciente número de trabajadores precarizados, desempleados y jubilados dejados a la buena de Dios? ¿Es la CTEP un invento de cuatro politiqueros y vivillos? ¿Es acaso el mejor destino, la más adecuada organización, la más promisoria perspectiva de los trabajadores precarizados y desempleados? ¿O acaso no será la única opción que encontraron esos trabajadores para suplir la ausencia, la defección de un pseudo movimiento obrero más preocupado por proteger sus organizaciones que por defender a los trabajadores? ¿Tuvieron políticas, tuvieron propuestas, tuvieron verdadero proyecto de poder esos desorganizados conjuntos de sindicatos? Ya que tan de moda está la autocrítica, ¿no tienen nada que criticarse los dirigentes sindicales? ¿Lo han hecho todo tan impecablemente? ¿Cómo es que demoraron más de treinta años en descubrir la existencia de un número cada vez mayor de trabajadores desempleados, marginados de la sociedad y carentes de los más elementales derechos, como no fueran los pocos que mal o bien fue otorgando (o cediendo, dicho sea para tranquilidad del Partido Obrero) ese gobierno inficionado de prejuicios “progresistas”? ¿Y cómo es que habiéndolos descubierto, aunque fuera con demora –porque nunca es tarde cuando la dicha es buena–, no atinaron los sindicatos a organizarlos y protegerlos? ¿Por qué esos desempleados, precarizados y marginados tuvieron que organizarse a sí mismos o ser organizados por agrupaciones de origen político atentas al drama social o vueltas “organizaciones sociales”? ¿Sólo los últimos gobiernos de orientación popular son responsables de esta omisión? ¿Los sindicatos existen únicamente para cobrar la cuota, organizar servicios de turismo y administrar obras sociales?
Quienes hacen una defensa cerrada de la dirigencia sindical por el mero hecho de ser dirigencia sindical, así como los que la atacan por el mismo motivo, ¿tienen la más remota idea de qué piensan al respecto los jóvenes dirigentes y delegados y aun buena parte de los viejos militantes y dirigentes sindicales?
En la mayoría de los sindicatos, muy especialmente entre los jóvenes dirigentes y activistas, existe verdadera conciencia de la necesidad de reformular la doctrina, la práctica y la naturaleza de las organizaciones gremiales, en la convicción de que no es imperioso defender al sindicato tal cual es, sino que lo que merece y justifica la más firme defensa es el modelo sindical. Es necesario transformar la práctica y la organización gremial para que sirva más cabal y eficazmente al modelo de sindicato único –o más representativo– por rama de actividad, que es justamente lo que está en riesgo y resulta más atacado por ser el instrumento más eficaz para la defensa de los trabajadores.
Respecto a la confusión –por ignorancia o mala leche– que reina sobre la verdadera naturaleza de ese modelo sindical, ¿no tienen los propios sindicatos una enorme responsabilidad? ¿Se han propuesto explicarlo no sólo a los “progresistas” animados de prejuicios antisindicales, sino al conjunto de la sociedad y aun a los propios afiliados?
Desde luego que no, de la misma manera que gran parte de esos subconjuntos sindicales parecen no tener nada que decir ni responsabilidad alguna sobre, para no abundar, un sistema nacional de salud, los planes y criterios en la construcción de viviendas, la creación de empleos, el fomento de cooperativas de trabajo o el amparo político, económico e ideológico a las empresas recuperadas.
Puede asegurarse que en base a una mirada sesgada, a tanto equívoco, no es posible hablar ni reflexionar y ni mucho menos actuar con un mínimo de seriedad.
El peronista Leandro Santoro
Y Balmaceda no tiene nada que ver, porque nada ha dicho de estos temas, pero la culpa es suya, así como lo son algunos despropósitos, porque hay algo mal en su razonamiento cuando en tren de propugnar el abrazo, la consubstanciación o transmigración –dialéctica, claro– del kirchnerismo en el peronismo cae en la desmesura de calificar de peronista –¡peronista!– a Leandro Santoro, un alfonsinista casi de manual, de indudable origen radical, que moriría de un síncope cardíaco de descubrir que Balmaceda lo considera peronista.
Y es aquí donde uno se pregunta, ¿es que es acaso indispensable ser peronista? ¿Dónde entran los que no lo son y comparten los mismos ideales de emancipación nacional y justicia e igualdad social? ¿Surgirá de la unidad básica Moisés Lebensohn la línea interna peronista Crisólogo Larralde encabezada por el dirigente peronista Leandro Santoro?
En efecto, existe una tradición nacional y popular no peronista, en algunos casos previa, en otros simultánea y en no pocas oportunidades, enfrentada al peronismo, que el peronismo no atinó o no pudo terminar de asumir como parte inseparable de su propia tradición. Es que esta operación supondría alterar no sólo aquella tradición sino también la tradición y la naturaleza misma del peronismo (seguramente es eso lo que Balmaceda llama “abrazar dialécticamente”), cuyo acto fundacional consistió en incorporar como propia la tradición sindical socialista y anarcosindicalista y, a la vez, la tradición industrialista y nacionalista de lo mejor del ejército.
Es que esa operación supondría alterar no sólo aquella tradición sino también la tradición y la naturaleza misma del peronismo (seguramente es eso lo que Balmaceda llama “abrazar dialécticamente”), cuyo acto fundacional fue la incorporación como propia de la tradición sindical socialista y anarcosindicalista y, a la vez, de la tradición industrialista y nacionalista de un sector del ejército.
Ese peronismo que hoy se invoca, ya como palabra mágica, ya como fenómeno inmutable y cristalizado, tuvo a lo largo de su historia y desde el primer instante de su existencia, una enorme creatividad, una intrepidez casi irresponsable y una voracidad y capacidad de asimilación y, consecuentemente, de autotransformación, que resultan sorprendentes. ¿Está hoy el peronismo realmente existente a la altura de su propia historia? ¿Ha sido capaz de incorporar como propias al menos alguna de esas tradiciones paralelas a la suya?
“Es verdad que el kirchnerismo –ese kirchnerismo, explica Balmaceda– ya no tiene vigencia ni grandes perspectivas de futuro, pero esto no implica suponer que las tenga el peronismo, ese peronismo, por el solo hecho de serlo”
Hubo algunos tibios, imperfectos intentos… pero por parte de ese kirchnerismo al que se le firma tan tranquilamente el certificado de defunción. No otra cosa fue la deificación en vida de Raúl Alfonsín, la invención de Unidad Ciudadana o la incorporación en papeles estelares de los peronistas Leopoldo Moreau y Leandro Santoro.
El Instituto Patria no son los padres pero, por lo que se ve, Balmaceda tiene razón, porque tampoco es un faro irradiador de verdades sino apenas una suerte de centro cultural, oficina política de la ex presidenta y algunos de sus antiguos colaboradores, apto para presentaciones de libros y espacio de conferencias, en cuyas inmediaciones las fans suelen aguardar la llegada de CFK con la misma unción de quien aguarda en la entrada de un recital la aparición de Charly García. Y es verdad que el kirchnerismo –ese kirchnerismo, explica Balmaceda– ya no tiene vigencia ni grandes perspectivas de futuro, pero esto no implica suponer que las tenga el peronismo, ese peronismo, por el solo hecho de serlo.
El 44,3% de los argentinos de hoy tiene entre 15 y 44 años. Los más viejos de entre ellos tenían 20 años entre 1994 y el 2000. ¿Qué puede significar el peronismo para la mayoría de ellos? ¿Cuál fue el peronismo que conocieron? ¿El de Carlos Saúl Menem? ¿El de Eduardo Duhalde? ¿El de Jabón de Bidé? ¿El de Néstor? ¿El de Bossio? ¿O acaso el de Das Neves o Cristina? ¿Qué puede significar un peronismo no kirchnerista para estos compatriotas? ¿El discurso profundamente reaccionario y pronorteamericano de Sergio Massa? ¿Las nostalgias cafierista o las setentistas? ¿Puede conmover a alguien, más que a un grupo de militantes y activistas, el discurso básicamente internista de Florencio Randazzo, a veces tan a medio camino entre el antipersonalismo de Vicente Gallo y el neoperonismo con pantalones largos del doctor Matera? ¿La pose políticamente correcta de los Abal Medina? ¿Las advertencias propias de Trabajo Social de Daniel Arroyo? ¿La cómoda inanidad de Felipe Solá, tan propenso a hacerse el boludo, ahora a título personal? ¿Alcanza con decir que algo o alguien es peronista para despertar el entusiasmo de quienes no activan, de quienes no forman parte, de los simples compatriotas a veces votantes y otras no?
Batallas perdidas
Al referirnos a la franja etaria que va de los 15 a los 44 años estamos hablando de dos generaciones, con sus propios lenguajes, valores y “tradiciones”. ¿Es razonable intentar meterlas a martillazos dentro de un corsé previamente construido –adaptar el pie al zapato, se escandalizaría Mao– o resulta preferible centrarse en su “nacionalización” y “sensibilización social”?
De eso se trataría la dichosa batalla cultural con la que tantos se llenaron la boca en los últimos años y creyendo patear al arco se terminó mandando la pelota a la cabina de transmisión. Para unos podía ser una disputa de sentidos, para otros, cuestión de revisionismos históricos, asuntos a los que se dedicaron decenas de stand-ups militantes, cientos de conferencias, miles de sesudas páginas en libros y revistas y muchos más minutos radiales y televisivos… mientras se nos colaba un elefante de contrabando.
No se trata de una disputa de sentidos –excepto que hablemos del “sentido común”– ni de interpretación histórica o política, sino de un debate, de una “batalla” si se quiere, en torno a los valores morales sobre los que se funda una sociedad y las vidas de las personas, individual y colectivamente tomadas. Más que citar y recitar a Jauretche, Fermín Chávez, Hernández Arregui, Fidel Castro o Juan Domingo Perón, se trataría de construir una sociedad basada, por ejemplo y como para no ir muy lejos, en las Bienaventuranzas, porque es imprescindible anunciar a los que tienen hambre y sed de justicia que serán saciados, los pobres en el espíritu y a los perseguidos por causa de la justicia que recibirán el reino de los cielos, a los mansos que heredarán la tierra, a los que lloran que serán consolados, a los que trabajan por la paz que serán llamados hijos de Dios y a todos, sin excepción, que antes pasará un camello por el ojo de una aguja que entrará un rico en el reino del Señor. Porque sí, porque el pobre, el débil, el tullido, el enfermo, el tonto, el viejo, el niño merecen ser protegidos. Pero ¿por qué? Simplemente porque no concebimos a los hombres como factores de ninguna ecuación económica sino como sujetos de derecho cuya libertad y dignidad deben ser preservadas, y porque esa y no otra es una sociedad que merece y puede ser vivida.
Pero al momento de preguntarnos si no tenemos nada que anunciar al pueblo fuera de una reunión de dirigentes en busca de una supuesta unidad, de nuevo estará aquí el riesgo de reducir todo a la cita y el recitado, ahora del papa Francisco.
“¿Alcanza con decir que algo o alguien es peronista para despertar el entusiasmo de quienes no activan, de quienes no forman parte, de los simples compatriotas a veces votantes y otras no?”
Tiene razón Balmaceda: “los militantes no necesitan mantras sino doctrina”, a condición de que no se entienda como doctrina a la cita y al recitado. Lo que el militante (y en mayor medida el dirigente) realmente necesita es la reflexión, el ejercicio del razonamiento inductivo, el que va de lo particular a lo general, de la experiencia a la generalización y no de la teoría o la doctrina a la realidad. Jamás el mantra, pero tampoco el eslogan.
Tal vez la principal falta del período kirchnerista no haya sido el sobrechamuyo sino la ausencia de razonamiento inductivo, la creencia, real o fingida en algunos mitos que carecen de fundamento, desde la existencia de un capitalismo razonable, de “rostro humano”, o de algo todavía más incierto como la inevitabilidad de que una burguesía “argentina” devenga en “nacional” y, mucho más inconcebible aun, la creencia de estar gobernando Francia y no una semicolonia que necesita urgentemente construir su propio sistema institucional, una institucionalidad al servicio de la liberación y de la justicia social y no al servicio del sometimiento y la desigualdad.
Ha sido una falta seria, pero no exclusiva de las esferas gubernamentales ni tampoco del “kirchnerismo”. Por ejemplo, no se observa esta discusión, esta necesaria reflexión en ninguna de las demás expresiones del supuesto o real peronismo, incluida la de Leandro Santoro.
Y ya que de Francisco hablamos antes, no se observa reflexión alguna que acerque a la realidad efectiva las advertencias y recomendaciones de la Encíclica Laudato Si, a la que, por esas convenciones de uso, se presta más atención (apenas un poquito más) que a las viejas y siempre denostadas advertencias de Jorge Rulli, que tan imprescindibles resultan en momentos en que la “civilización” arrastra al planeta entero hacia la autodestrucción. Que se sepa, no ha surgido nada semejante de las reuniones de unificación de este peronismo incompleto de la que tan mágicos resultados se espera, sin que decir esto suponga restarle importancia o necesidad a dichas reuniones, aunque más no sea para detener la acción destructiva de Cambiemos, su empecinamiento en acabar, a toda velocidad, con lo poco de Argentina que a lo largo de doce años de kirchnerismo –vale decir, de peronismo realmente existente– se había podido reconstruir.
Audacia
Si tomáramos las elecciones legislativas de 2017 en provincia de Buenos Aires como un modesto banco de pruebas, además de comprobar que la división no parece dar los resultados deseados, y en el hipotético caso de que Sergio Massa, Margarita Stolbizer y la totalidad de sus votantes pudieran considerarse algo semejante a peronistas, tendríamos que ese supuesto peronismo o panperonismo surrealista habría cosechado 4.848.743 votos, de los cuales 3.348.210 pertenecerían a una Unidad Ciudadana representada centralmente por Cristina Fernández de Kirchner. Esto es, el 69,05% del total de votos “peronistas”.
¿No resulta un tanto aventurado, por no decir atrevido, determinar la desaparición de ese kirchnerismo que obtuvo el 70% de los votos cosechados por un peronismo que incluye a Margarita Stolbitzer y el ex alcalde Rudolph Giuliani traducido por la Embajada para uso y beneficio de Sergio Massa?
En todo caso, podríamos convenir en la peligrosidad de firmar el certificado de defunción de quien está dormido o, a lo sumo, groggy. Pudiera ocurrir que algo tan previsible y natural como que el groggy se espabile o el dormido despierte, fuera tomado como un milagroso anuncio de resurrección y vida eterna.
No parecería ser ese el mejor camino hacia una reflexión profunda y una autocrítica creativa y sincera.
Pero ya se sabe, todo –incluida la extensión de este escrito – es culpa de Balmaceda.