Paradojas de la historia criminal argentina. ¿Acaso alguien hubiera imaginado –por caso– que un sujeto insignificante como Enrique Mathov sería el artífice de siete asesinatos durante la represión del 19 y 20 de diciembre de 2001? De igual modo cuesta vincular a un personaje como Patricia Bullrich con el delito de la desaparición forzada de personas.
“No hay ningún indicio de que la Gendarmería haya detenido a Santiago Maldonado”, afirmó en su carácter de ministra de Seguridad el 7 de agosto, a seis días del brutal ataque de esa fuerza al poblado mapuche de Cushamen, en Chubut, donde aquel artesano de 28 años fue visto por última vez. Y durante la mañana del miércoles 16 ante la Comisión de Seguridad del Senado ratificó con vehemencia, y por momentos a los gritos, la ajenidad de los uniformados en el hecho, para rematar: “Si le tiramos por presión mediática al gendarme una responsabilidad que no está probada, sería una mala ministra”.
Una postura, por cierto, autoincriminatoria. Porque tal delito comienza con la privación ilegal de la libertad cometida por agentes estatales pero se completa con la falta intencional de información o la negativa a reconocerla por parte de las autoridades. Y esa precisamente es su contribución al asunto.
Dado su origen ideológico –el peronismo de izquierda–, y más allá de sus profusos virajes partidarios, ¿cómo pudo terminar así? Un interrogante que a todas luces merece ser explorado.
Contra la “chavización”
En la vida de “La Piba” –tal como sus allegados y simpatizantes aún llaman a esa mujer de 61 años– debió haber algo, tal vez un quiebre psicológico, que la llevara primero a la justificación histórica de actos aberrantes perpetrados por el Estado durante su etapa más siniestra. ¿En qué momento dio tal salto?
Para hallar la respuesta tal vez haya que retroceder al inverno de 2010 cuando la diputada Elisa Carrió desarrolló en el programa de Mirtha Legrand su hipótesis sobre la apropiación de Papel Prensa durante la última dictadura por los diarios La Nación, La Razón y Clarín. “Todo se debió –dijo– a que tras la muerte de David Graiver la organización terrorista Montoneros, que le había confiado la plata del secuestro de los hermanos Born, amenazaba a la familia para exigir su devolución”.
–¿Cómo fue que te enteraste, querida? –quiso saber la anfitriona.
La respuesta fue:
–Por Patricia Bullrich, que de esto sabe mucho.
En efecto, ello había ocurrido en el departamento que Lilita alquilaba en Barrio Norte, durante una cena ofrecida el 25 de agosto a ilustres referentes de la oposición. La dueña de casa aún degustaba los exquisitos fideos al huevo y sus invitados –Jorge Aguad, Felipe Solá, Federico Pinedo y Silvana Giudici– ya estaban por el café cuando Bullrich se refirió al asunto con las siguientes palabras: “Por conocimiento propio y por el relato de algunos compañeros de esos tiempos, puedo confirmar que la venta fue por el apriete de Montoneros a los Graiver.”
«Se podría afirmar que la carrera política de la actual ministra de Seguridad fue fruto de su tesón en medio de grandes obstáculos»
Ella hablaba para Lilita y Lilita aportaba lo suyo; los otros oficiaban de silenciosos espectadores. Y tal vez, mientras aquel diálogo esparcía detalles y reflexiones sobre los 70, alguno de los presentes haya pensado que aquellas dos mujeres eran algo así como un canto a la reconciliación nacional.
De hecho, la primera había sido en su juventud una colaboracionista menor de la dictadura y hasta juró por las actas del “Proceso” al ser nombrada por el interventor militar de su provincia, general Antonio Serrano, secretaria del Tribunal de Justicia.
Su interlocutora, en cambio, fue un destacado cuadro de Montoneros. Y su rango en el aparato militar de la organización era el de cuñada primera. Es que su hermana Julieta fue pareja de Rodolfo Galimberti. Tal parentesco, sin embargo, no torna nada probable que éste –o algún otro jefe de la guerrilla peronista– le haya confiado justamente a ella los entretelones de la ruta del dinero obtenido de los Born.
Aún así Bullrich tomó como una batalla personal el acto de refutar la versión kirchnerista sobre Papel Prensa. “Las empresas no presionaron”, fue por esa época su latiguillo. Un argumento disparatado. Porque pretender que en 1977 una transacción estratégica para la Junta Militar podía efectuarse en términos caballerosos suponía una afrenta al sentido común. Sin embargo, la descalificación de las víctimas que dicha tesitura llevaba implícita a su vez significaba una ignominia hasta entonces sólo practicada por grupos fascistas y abogados de represores.
Aquel día, en el departamento de Lilita, la señora Bullrich concluyó su evocación del pasado con un súbito regreso a la actualidad: “Debemos frenar a tiempo la chavización”.
La Piba había cruzado esa barrera.
El camaleón tiene cara de mujer
Se podría afirmar que la carrera política de la actual ministra de Seguridad fue fruto de su tesón en medio de grandes obstáculos.
Al respecto hay un episodio que la pinta por entero. Siendo candidata a jefa del Gobierno porteño en las elecciones de 2003 fue al Café Tortoni para hacer campaña; en tales circunstancias abordó a un anciano elegantemente trajeado que leía La Nación. Éste le dijo: “¿No le da vergüenza andar de mesa en mesa ponderándose a sí misma?” Tras enrojecer, Bullrich siguió su camino hacia otro votante.
Vaya uno a saber por cuál sigla ella se postulaba en aquel entonces. Sucede que Patricia Bullrich Luro Pueyrredón –sobrina del baladista César “Banana” Pueyrredón, prima de Fabiana Cantilo y tía segunda del inefable Esteban Bullrich– ha recorrido un largo camino.
Una vez terminada la dictadura encabezó la JP ochentista para apoyar a Antonio Cafiero en la Renovación Peronista. Aunque se cruzó a la vereda de Carlos Menem cuando el sol calentaba de ese lado. En 1993 fue diputada por la Capital en la lista encabezada por Erman González y Miguel Ángel Toma. Su siguiente paso fue ponerse al servicio de Eduardo Duhalde. Y después se arrimó a Chacho Álvarez para no quedar al margen de la Alianza. Ese brinco en particular le daría sus frutos: en 1999 el entonces presidente Fernando de la Rúa la designó secretaria de Asuntos Penitenciarios del Ministerio de Justicia y, luego, nada menos que ministra de Trabajo. En ese contexto se aseguró una butaca en la posteridad al firmar la reducción del 13 por ciento en los haberes de los jubilados. Y en 2007 pasó a ser la más conspicua espada de la no menos cambiante Carrió. Hasta que cuatro años más tarde comenzó su coqueteo con el entonces alcalde porteño Mauricio Macri.
En un texto de su autoría difundido por entonces supo salir al cruce de quienes la criticaban por sus frecuentes brincos filiatorios. “Los resentidos por mi lucha tergiversan mi anticonformismo llamándolo oportunismo”, fueron sus exactas palabras. En realidad su “lucha”, ya con el líder de PRO en la Casa Rosada, le dio la oportunidad de convertirse en ministra de Seguridad. Desde ese cargo cosechó más “resentidos”, junto con un número notable de contusos y, por ahora, un detenido-desaparecido.
La Dama de Hierro
Su debut en la nueva función –a sólo 96 horas de asumir– tuvo un resultado desalentador: 43 gendarmes muertos al desbarrancarse en un puente próximo a la ciudad salteña de Rosario de la Frontera el micro que los transportaba hacia Jujuy para disolver un acampe de la organización Túpac Amaru.
Ese mes de diciembre no le dio respiro; la razón de su siguiente desvelo fue la fuga de los hermanos Lanatta y Víctor Schillaci, un thriller con ribetes desopilantes. En su transcurso la ministra Patricia daba por confirmada la gran logística que los asistía por ser, según ella, miembros de “un importante cártel mexicano” cuando en verdad el desamparo de su escape había convertido a esos presos –condenados por el llamado “triple crimen de la efedrina”– en tres peligrosos linyeras.
También derivó en una comedia de enredos la aparatosa importación del ya célebre traficante de efedrina, Ivar Pérez Corradi, quien lejos de declarar en contra de figuras del kirchnerismo –tal como los emisarios de Bullrich habían pactado con él– sus dichos en sede judicial terminaron enlodando al principal aliado radical de Cambiemos, Ernesto Sanz, por una dádiva.
No menos bochornoso resultó el presunto esclarecimiento del crimen de dos narcos colombianos en el playón de Unicenter. Tal victoria fue anunciada a los cuatro vientos por la ministra al dar por cierto que la pistola utilizada en el hecho pertenecía al barrabrava Marcelo Mallo, cuyo arresto fue transmitido por TV en cadena. Tal logro se desplomó de modo estrepitoso al comprobarse que los peritajes del arma habían sido fraguados por una mano negra en los laboratorios de la Policía Federal.
Apenas tres ejemplos de la extensa lista de yerros e inexactitudes en las que “Pato” suele incurrir tanto en la evaluación estratégica de casos trabajados por el Ministerio como al informar las conclusiones a la ciudadanía y al propio Presidente. En su defensa, el diputado mendocino Luis Petri –nada menos que su espada y vocero en la Cámara Baja, además de presidir allí la Comisión de Seguridad– argumentó el 22 de octubre del año pasado al programa radial de su provincia, Tormenta de ideas: “Ella es una tremenda trabajadora, pero la hacen equivocar, le pasan pistas falsas y la llevan a seguir líneas investigativas erróneas”. Y agregó a boca de jarro: “Su órbita ministerial está infiltrada por organizaciones criminales”.
Una muestra palmaria de que lo más atroz de la tragedia argentina es su estructura de chiste.
Más allá tales problemas, la gestión de Bullrich –debidamente alineada a la doctrina norteamericana de las Nuevas Amenazas y la guerra contra el narcotráfico cuando ésta ya es obsoleta en el resto del planeta– se destaca por su obstinación en desarrollar objetivos propios; a saber: la represión a toda forma de protesta social, la criminalización de la pobreza a través de una política punitiva y la persecución de funcionarios del gobierno anterior.
Para eso ella cuenta con el mejor equipo de los últimos 33 años (o sea, desde el fin del régimen cívico-militar). Tal dream team está integrado por el viceministro Eugenio Burzaco, el jefe de gabinete Pablo Noceti y el secretario de Seguridad Interior, Gerardo Milman.
«Tal dream team está integrado por el viceministro Eugenio Burzaco, el jefe de gabinete Pablo Noceti y el secretario de Seguridad Interior, Gerardo Milman»
El primero de ellos es el más versado en la materia. Hijo del secretario de Medios en la primera época del menemismo, Burzaco exhibe impecables antecedentes académicos: licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad del Salvador y un máster en Políticas Públicas de la Georgetown University. Admirador confeso de Jesús y la Madre Teresa de Calcuta, este muchacho profundamente católico se volcó a la función pública por su gran vocación de servicio: tras un paso por la SIDE –que no figura en su currículum– se puso a disposición del entonces gobernador de Neuquén, Jorge Sobisch, para asesorar entre 2004 y 2005 a la policía de esa provincia. En aquella época, Neuquén se convirtió en la capital de la mano dura. De hecho, durante el período en que Burzaco aplicó allí sus conocimientos se registraron mil denuncias por abusos policiales. Y el asesinato de civiles en manos policiales se incrementó de una forma alarmante. En 2007 fue asesinado allí el maestro Carlos Fuentealba. En ese entonces, Burzaco asesoraba a la Policía de Mendoza, una de las más brutales del país. Y trabajó codo a codo con el ultraconservador ministro de Seguridad, Juan Carlos Aguinaga, y el jefe policial, Carlos Rico Tejeiro, quien tuvo que renunciar al quedar al descubierto su pasado como represor durante la dictadura. Como coletazo de semejante escándalo, Burzaco se vio obligado a regresar a Buenos Aires. Entonces se sumó al grupo Sophia, donde haría muy buenas migas con Horacio Rodríguez Larreta. De su mano fue elegido diputado por el PRO. Y luego terminó siendo el primer jefe civil de la Policía Metropolitana. A la vez volcó su gran sapiencia en el libro Mano Justa, junto al cual la obra del ex comisario Jorge “Fino” Palacios, Terrorismo en la aldea global, posee el candor de El Principito.
Por su parte el doctor Noceti, un ex abogado defensor de represores y apologista de la dictadura, es otro viejo pájaro de cuentas. Tanto es así que sus allegados sitúan su postura ideológica a la derecha de Atila. Por esa razón no asombra que en sus alegatos haya calificado los juicios contra genocidas como la “legalización de una venganza diseñada por el poder político al servicio de inconfesables intereses” o que la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final “tendría que avergonzar a todo jurista serio de la República”. Fogueado profesionalmente bajo el ala del camarista durante el “Proceso”, Alfredo Battaglia –quien luego tuvo a Galtieri entre sus defendidos–, Noceti supo afinar su visión del mundo en las filas de la Corporación de Abogados Católicos, un distinguido antro de propagandistas del terrorismo de Estado. A la vez influenciado por la organización ultraderechista La Cité Catholique, cuyo imaginario bailoteaba sobre la doctrina de la guerra contrarrevolucionaria, el método de la tortura y su fundamento dogmático tomista, él redondeó su reivindicación teórica de la desaparición forzada de opositores. Y con una escalofriante economía de palabras: “Un enemigo no convencional exige protocolos atípicos”.
Junto a tales personajes el pobre Milman es apenas un bebé de pecho. Su único pecado fue haber sido el redactor del “Protocolo Antipiquetes”. Más allá de eso, seguramente será recordado por las futuras generaciones debido a su ameno instructivo difundido por Twitter sobre cómo detectar a pandilleros de las Maras centroamericanas con textos plagiados del portal escolar El rincón del vago. El funcionario había sido persuadido en ese sentido por terceros de uniforme –quizás con ánimo de chanza– a raíz del arresto de tres dealers peruanos que lucían profusos tatuajes. En el gabinete ministerial él es una suerte de “mandadero en jefe”.
Desde una perspectiva totalizadora, a tal suma de hechos, circunstancias y personajes sólo faltaba un crimen de lesa humanidad. El dramático caso de Santiago Maldonado acaba de remediar con creces aquella falencia.