El viernes por la mañana el presidente Donald Trump volvió a amenazar al gobierno de la República Democrática Popular de Corea con una represalia militar, si actúa “insensatamente”. La insistencia del mandatario en hacer declaraciones altisonantes por Twitter es cada vez más frecuentemente relativizada por las principales figuras de su gabinete, generando la sensación de que el habitante del Salón Oval de la Casa Blanca sufre de incontinencia dactilar. ¿O será una hábil táctica para sobrevivir al copamiento del poder por el “Estado profundo”? En todo caso, los efectos de estos vaivenes pueden tener un impacto real y peligroso.
Desde el punto de vista práctico, el mensaje presidencial no añade nada a la ya vigente alerta temprana de las fuerzas armadas norteamericanas en el Pacífico. Sin embargo, hilando más fino, se nota que ha moderado el tono respecto a mensajes anteriores de esta misma semana. Todavía el martes pasado -parafraseando a Harry Truman en agosto de 1945- Trump prometió responder a la amenaza norcoreana de atacar a EE.UU. con cohetes intercontinentales y ojivas nucleares con «un fuego y una furia que el mundo nunca ha visto». El mismo miércoles Pionyang respondió que, en caso de ataque estadounidense o surcoreano, enviaría sus cohetes contra la base norteamericana de Guam, en pleno Océano Pacífico.
«La insistencia del mandatario en hacer declaraciones altisonantes por Twitter es cada vez más frecuentemente relativizada por las principales figuras de su gabinete»
Los analistas difieren en su evaluación de la seriedad de las balandronadas de ambos presidentes. Mientras que los republicanos y muchos demócratas toman literalmente las palabras de Kim Jong-Um y aconsejan aumentar la presión militar, el New York Times y el Washington Post, igual que muchos europeos, ven en los exabruptos del joven líder norcoreano una calculada táctica para subir el precio de la negociación con Washington y Seúl. Los medios no acuerdan asimismo sobre el significado de las contradictorias manifestaciones de los funcionarios norteamericanos: en tanto unos ven en las apaciguantes declaraciones del Secretario de Defensa James Mattis o del Secretario de Estado Rex Tillerson solamente correcciones a los desboques del primer mandatario, otros toman las contradicciones entre Trump y sus funcionarios como el juego del “policía bueno y el policía malo”.
De hecho, del comienzo al fin de esta semana ha ido mejorando la consonancia interna de Washington. Las últimas expresiones del presidente, por ejemplo, están en línea con las modulaciones previas de Tillerson y Mattis, quienes entre martes y miércoles habían aclarado que su país solo respondería en el caso de que Corea del Norte pasara de las amenazas a los hechos.
Sin embargo, esta “corrección” del discurso presidencial indicaría públicamente que las declaraciones de Donald Trump no representan necesariamente la posición oficial de su gobierno, una realidad que la élite política norteamericana ya ha aceptado, pero que resulta difícil de trasmitir a otros países que no están acostumbrados a tratar a su propio líder como a un troll de redes sociales.
Desde que el presidente debió ceder poder a los militares y a la comunidad de inteligencia y aceptar que sus asesores y familiares sean marginados de las decisiones más importantes, los medios difunden la imagen de que el mandatario es “un anciano extraño que deambula frente a los micrófonos y vocifera de manera impredecible y sin consecuencias», con lo cual, «para minimizar este caos”, pretenden que Trump no es realmente el presidente. Para contrarrestar esta impresión, el habitante del Salón Oval hace esfuerzos desesperados por demostrar que sigue manejando el timón del país. Para ello, entre otros medios, acude a declaraciones estentóreas que lo devuelvan al centro del escenario.
“Esta “corrección” del discurso presidencial indicaría públicamente que las declaraciones de Donald Trump no representan necesariamente la posición oficial de su gobierno”
Los actores de esta lucha interna por el poder político en Washington deberían, empero, entender que sus juegos tácticos tienen efectos allende el océano. El joven Kim Jong-Um se balancea cada día entre la satisfacción de las acuciantes necesidades económicas de su población y el ansia de poder de sus generales. Si éstos se sintieran efectivamente amenazados por Washington o –lo que es lo mismo- tuvieran la impresión de que el Pentágono no reaccionaría a un primer ataque norcoreano, podrían subir la apuesta sin medir las consecuencias. Por el contrario, si su líder –atendiendo a la supervivencia de su pueblo- se mostrara concesivo, podrían acusarlo de debilidad y remplazarlo o, simplemente, eliminarlo.
China, Rusia y Japón se muestran preocupados por la escalada de bravuconadas. Por ejemplo, Beijing hizo saber el viernes a través de los medios que, si Corea del Norte ataca primero, mantendrá la neutralidad, pero que, si EE.UU. ataca a Norcorea, saldrá en su defensa y generalizará el conflicto. También los demás vecinos buscan la salida al callejón.
Ojalá se trate tan sólo de la pirotecnia verbal previa a serias negociaciones distensivas. De lo contrario sobre el mundo caerá algo más que 140 caracteres.