Escribir sobre Sergio Tomás Massa se ha vuelto en extremo complejo. Es posible historiar, a partir de él, la Argentina política 2013-2015. Más aún, su trayectoria es una de las perspectivas desde las que se puede estudiar el ciclo kirchnerista por entero. Condensa en su figura enorme cantidad de elementos de la dinámica de aquellos años. Tantos, que se complica la síntesis para una nota.
¿Quién y/o qué es exactamente Massa? La pregunta surge a partir de que, de nuevo, se las ha ingeniado para terciar en la competencia electoral que se avecina. Y de que es un personaje que resulta difícil de encasillar. “Como todo peronista”, dirá alguno, no sin un cacho de malicia. Pero tendría razón. Por los justicialistas en general, y por el tigrense en particular. Astuto y decidido como para destacarse dentro del kirchnerismo –cuya plana mayor integró como segundo jefe de gabinete de CFK– por no conformarse con la cuota de poder asignada desde arriba por organigrama y lanzarse a la construcción de lo propio. Pero también excesivamente pragmático y carente de cualquier tipo de límite como para, con frecuencia, perder el control del equilibrio necesario que debe guardarse en el coctel que conforman táctica y estrategia. Andrés Malamud lo definió de un modo que asombra porque este politólogo radical no es de irse tan a los extremos: “Si un día recibiera encuestas a favor de invadir las Malvinas, no veo el motivo por el cual Massa no mandaría tropas.”
“El esposo de Malena Galmarini es una estrategia de poder que busca escalar a través de distintas tácticas de representación”
Diego Genoud, autor de una magnífica biografía sobre el ex titular de ANSeS, lo llamó alguna vez “El pastorcito mentiroso”, sintetizando así su personalidad camaleónica y que intenta (o, al menos, así fue inicialmente) un discurso alejado de lo que se llama la grieta. En ese libro puede encontrarse un catálogo detallado de su vasta red de relaciones, que va desde lo más rancio del empresariado inmobiliario hasta organizaciones sociales: Massa habla con todos. Quiere practicar, como cualquier hombre de formación justicialista, el policlasismo. Responsable previsional con Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner, ministro coordinador de Cristina Fernández, primus inter pares de una rebelión de intendentes, competidor presidencial de José Manuel de la Sota, aliado menor de gobernadores radicales del interior. Todo eso ha sido hasta llegar, hoy, a una sociedad con Margarita Stolbizer.
¿Puede decirse que Massa cambia pero también que, en realidad, es siempre el mismo?
Nuestra tesis es que mientras, en general, en todo dirigente hay una estrategia de representación que se nutre de diversas tácticas de poder (Kirchner acordando su postulación presidencial con Duhalde, a quien le había rechazado la jefatura de gabinete en desacuerdo con su programa económico, porque, de otro modo, “no llegaba nunca”), el esposo de Malena Galmarini es, en cambio, una estrategia de poder que busca escalar a través de distintas tácticas de representación. Puede despotricar contra “la renta financiera” cinco minutos después de haberlo hecho contra “los jueces abolicionistas”, o querer entrar a la causa AMIA como querellante. Lo que pida el rating.
“Es posible historiar, a partir de él, la Argentina política 2013-2015”
Es obstinado en armar. Arrancó aprovechándose de un invento de Kirchner: el trato mano a mano con intendentes que diseñó para desarticular la mesa de gobernadores que había maniatado, sucesivamente, a Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde. El santacruceño la conocía de memoria: había sido parte de ella. Eso, más el crecimiento a tasas chinas que derramó presupuestariamente hacia abajo, dieron volumen político a los jefes comunales que supieron aprovecharlos. Pero, cuidado: a medida que nos acercamos al vecino, la cantidad de caciques crece. ¿Quién y por qué podría amalgamarlos? Ahí apareció un muchacho que gozaba de prestigio por dar buenas noticias a los jubilados para conducir el descontento de tipos que habían edificado una electorabilidad que Cristina no quiso reconocer hacia arriba en las listas de 2011. Massa nació de eso, pero no se quedó allí. Construye porque quiere ser dueño, supo alertarnos Genoud.
Estructura y novedad, explica Martín Rodríguez que es siempre el peronismo. Massita parece ser un ejemplo de aquella fórmula. Armó el Grupo de los Ocho y encabezó una ruptura de alcaldes conjugando descontentos de la interna pejotista con momentos de baja popularidad del kirchnerismo (crisis del “campo” y derrota de Kirchner ante Francisco De Narváez en 2009, primero; cacerolazos y “armen un partido y ganen las elecciones”, luego). Cuando perdió su base territorial, que fue de regreso hacia el Frente para la Victoria creyéndolo demasiado cercano a Mauricio Macri, y por ello caído en desgracia en las encuestas, sacó de la galera una PASO contra De La Sota: la Córdoba ofendida con CFK que, a la postre, sería clave en la consagración cambiemista. Fue con el Presidente a Davos y pactó un co-gobierno con María Eugenia Vidal en 2016 entendiendo que el cambio merecía una luna de miel antes de asumir un rol opositor más decidido. Votó cuanta ley pidió la CEOcracia al costo de ganarse el mote de opoficialista: le importó nada.
Ganar el centro. Proveerse de recursos. Durar. Hasta que haya condiciones para definir la escena.
Massa no quiere saber nada de fronteras ideológicas porque pueden condenarlo a minoría. El problema es si tanto vaivén conceptual no terminará significándole rechazos transversales que acaben por encerrarlo en su 20% ad eternum. Como Marco Enríquez Ominami, el chileno que quebró la Concertación, otrora hegemónica, por su rigidez a la renovación –lo cual es cierto–, pero que resulta igual de desconfiable a ambos lados de la polarización trasandina porque a todos les hace gestos. Así, acaba entrampado como un tercero que molesta, tiene poder de veto, pero no puede ganar. El líder de lo que ahora se llama 1País, insistiendo en la suya, puede condenar al esquema partidario tradicional a un balotaje eterno. ¿Y más allá de eso? Por ahora, difícil saberlo.
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“El moyanismo social es un sector de las clases trabajadoras, que no son las de más bajos ingresos, y que tienen la adhesión a un proyecto social que es la mejora de su propia vida a través del trabajo, y que en el panorama político argentino fueron beneficiados por políticas del kirchnerismo, a la vez que ignorados y simbólicamente agredidos en temas como seguridad, migración y jerarquías. Piensan que ellos se rompen más el lomo que otra gente que es más pobre que ellos y que recibe beneficios del gobierno que ellos no (…) No son los ‘agremiados’ de Moyano, sino los que representa el discurso de Moyano en su ruptura con el kirchnerismo en el segundo mandato de Cristina, que se condensaba en el famoso impuesto a las ganancias”. Esta definición sociológica de Pablo Semán fue lo que tradujo políticamente Massa cuando irrumpió en 2013 como alternativa diferenciada de lo que hasta entonces había acompañado. Cuando el FpV no halló respuestas a nuevas demandas que ya trascendían las de seguridad alimentaria y trabajo, sobre las que había crecido desde 2003.
“Massa no quiere saber nada de fronteras ideológicas porque pueden condenarlo a minoría”
La idea era arrancar desde ese segmento, pero el arrastre del enfrentamiento entre cristinistas y macristas lo condenó a ser más preciso al tiempo que el ex alcalde porteño le intrusaba territorio con promesas de cero impuesto a las ganancias. Fue demasiado. El massismo denuncia a la grieta como una máscara tras la que subyace un consenso: peleémonos para perdurar ambos. Elemental señalamiento: sucede que él queda relegado por esa puja. Las boletas de luz y gas parecen decir que hay más que acting, pero, a estar por los números de la primera vuelta de 2015, no es mentira que hay unos cuantos que no se sienten parte de esa disputa: 28%.
El drama de Massa es que se trata de un padrón que, al mismo tiempo, rechaza fidelidades. Ergo, fue el único que peleó hace dos años sin base firme. Así y todo, supo mantenerse.
Ahora bien, si tras aquel fracaso insiste en recetas como el punitivismo penal, y la agenda social ocupa un papel menor en su proyecto, ¿no cabe preguntarse si, a fin de cuentas, no es ése su credo doctrinario? La incógnita no importa más que para intentar adivinar hacia dónde irá su campaña, que hoy arranca formalmente (él también es de quienes viven del proselitismo permanente). Pone más énfasis en prometer frenar a Cristina que a Macri. Y “renunció” a sus fueros legislativos. Más caricias al no peronismo que lo opuesto. ¿Creerá que es ése el signo de los tiempos que corren, o es mera conveniencia? Seguramente haya un poco de todo en su cabeza. ¿Y hasta cuándo seguirá así?
Probablemente, hasta que massismo sea algo más que una licencia de quienes escribimos.