Locos y sospechosos

Tras la extraña internación del fiscal Cartasegna, otros casos célebres de quienes prefirieron pasar por locos a caer en prisión: de una venganza anarquista al tío oculto de Marcos Peña.

Un piadoso manto de hermetismo envuelve la internación del fiscal platense Fernando Cartasegna en un hospital psiquiátrico. Al respecto sólo se informó que tal decisión fue tomada por sus familiares debido a “un fuerte cuadro de estrés que le produjo una crisis emocional”.

 

Lo cierto es que la suerte no parece estar del lado de aquel hombre, nada menos que el protagonista del escándalo más pintoresco de la historia judicial argentina. Porque los ataques imaginarios que asegura haber sufrido dejaron al descubierto una serie de irregularidades en la fiscalía a su cargo que también compromete a ciertos funcionarios y empleados suyos; a saber: la desaparición de dinero, drogas y otros objetos de valor secuestrados en distintos operativos, causas antojadizamente frenadas, elementos de prueba no incorporados a sus respectivas causas y el extravío del expediente sobre el crimen del estudiante Miguel Bru. Hechos que describen a la UFI Nº4 como un verdadero antro de psicópatas. Y todos ellos –sería injusto no reconocerlo– muy influenciados por los textos clásicos de la literatura detectivesca. Al menos dos episodios así lo demuestran

 

El primero: la aparición de Cartasegna atado como un matambre junto a la palabra “Nisman” escrita con azúcar en el suelo. Eso ocurrió en su despacho cerrado con llave por dentro.

 

La pista más sólida que ofrece semejante escena es la posibilidad de que el fiscal haya leído alguna vez la novela Le Mystère de la Chambre Jaune (El misterio del cuarto amarillo), de Gastón Leroux, sobre un asesinato cometido precisamente en una habitación de la que es imposible entrar o salir.

 

De ser así, habría que pensar que el atormentado Cartasegna incurrió en una adaptación no muy feliz de aquella obra dado que hizo retirar su custodia antes del hecho, se dejó enlazar por el victimario sin siquiera mirarle la cara y ya inmovilizado logró el milagro de manipular su celular para pedir auxilio.

 

El otro episodio gira en torno al hurto de la causa Bru. Sus once cuerpos –con 2200 fojas– se esfumaron de la fiscalía cuando Cartasegna ya estaba de licencia. Y aparecieron durante la mañana del 19 de junio en un armario que había sido previamente auditado.

«A esta altura resulta plausible suponer que el vaso comunicante entre la delirada dramaturgia de los ataques contra el fiscal y sus trapisondas judiciales era construirse una imagen de héroe solitario»

Otra vez, la pista más sólida que ofrece este misterio es la posibilidad de que sus hacedores hayan leído alguna vez «The Purloined Letter» («La carta robada»), de Edgar Allan Poe, donde se demuestra que el mejor lugar para ocultar un objeto es justamente a la vista de quienes lo buscan.

 

De ser así, habría que pensar que ellos se vieron beneficiados por una ventaja de las tramas del mundo real frente a las de la ficción: no fue el sagaz detective Auguste Dupin quien intervino en dicho caso sino el fiscal Marcelo Romero, cuya única reflexión sobre su epílogo fue: “El expediente apareció, y eso es todo lo que por ahora sabemos”.

 

A esta altura resulta plausible suponer que el vaso comunicante entre la delirada dramaturgia de los ataques contra el fiscal y sus trapisondas judiciales era construirse una imagen de héroe solitario, de mártir que no arruga ante los embates de la mafia, al que ninguna autoridad se hubiera atrevido a cuestionar su trabajo. Pero la desmesura de sus dramatizaciones terminó por malograr el asunto. Y desde entonces fue un secreto a voces que la clave de su impostura estaba depositado en el campo de la psiquiatría. Aún así él era consciente del carácter delictivo de sus actos; en caso contrario aquel plan no habría existido. Por lo tanto no es ilógico creer que su internación en una clínica frenopática sea en realidad un ardid para eludir su responsabilidad penal.

 

Claro que no se trata de una actitud del todo infrecuente en los registros históricos de la Justicia argentina.

 

Bien vale entonces repasar algunos casos.

 

El ángel exterminador

En agosto de 1923 Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley, de 26 años, fruto de una familia de abolengo, fue internado por orden judicial en el Hospicio de la Merced, una institución pública para enfermos mentales más conocido como El Vieytes, por el nombre de su calle. Fue su modo de torear la cárcel.

 

La historia de su llegada a ese sitio arranca tres años antes, luego de que tropas del Ejército enviadas por el presidente Hipólito Yrigoyen a Santa Cruz fusilaran 1500 obreros rurales en huelga, hecho que pasó a la posteridad como “La Patagonia trágica”. El responsable operativo de la masacre fue el teniente coronel Héctor Benigno Varela.

 

El 27 de enero de 1923 éste fue ejecutado frente a la puerta de su hogar, en la calle Fitz Roy 2461, del barrio de Palermo, por el anarquista alemán Kurt Gustav Wilckens. Aquel era un hombre muy expeditivo: le arrojó una bomba al militar, antes de prodigarle tres tiros. Lo cierto es que dicho ajusticiamiento fue el primer eslabón de un trepidante intercambio de venganzas.

 

Casi cinco meses después un intruso entró durante el cambio de guardia a la Penitenciaría Nacional por el portón de la avenida Las Heras, mezclado entre los carceleros a punto de iniciar su franja de servicio. Fue curioso que nadie reparara en él ya que su uniforme le quedaba muy holgado y la visera del birrete encubría sus facciones. Entonces avanzó resueltamente hacia el ala este del penal y, tras internarse en un angosto pasillo, se detuvo ante las rejas de un calabozo. Al rato, retumbó entre los muros el inequívoco sonido de un disparo. Era ya la madrugada del 15 de junio.

 

La siguiente escena transcurrió durante la mañana de ese mismo viernes en el despacho de un jefe policial apellidado Conti.

 

–He sido subalterno y pariente del teniente coronel Varela. Y acabo de vengar su muerte –declamó el hombre sentado frente a él.

 

Sobre la pechera del uniforme lucía una salpicadura de sangre ajena.

«En agosto de 1923 Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley, de 26 años, fruto de una familia de abolengo, fue internado por orden judicial en el Hospicio de la Merced»

El comisario no tardó en asociar ese apellido con los sucesos ocurridos tres años antes en la provincia de Santa Cruz.

 

–Acabo de vengar su muerte –repitió el hombre.

 

El comisario lo observaba con una expresión comprensiva.

 

Esa tarde, el diario Crítica salió con una tirada de 500 mil ejemplares y el siguiente titular: «Wilckens fue cobardemente asesinado”. La cobertura del hecho incluía –en exclusiva– la identidad del asesino: no era otro que el joven Millán Temperley

 

Se trataba de un muchacho muy católico y nacionalista que militaba en la Liga Patriótica, el grupo de ultraderecha encabezado por Manuel Carlés. Crítica, ya en su edición del 15 de junio, deslizó que la muerte de Wilckens, había sido una operación gestada en las entrañas de esa milicia.

 

Un ejemplar ya amarillento de aquel diario llegó dos años más tarde a la cárcel de Ushuaia, escondido entre las ropas de un anarquista irlandés.

 

Su celda estaba pegada a la de otro ácrata; su nombre era Germán Boris Wladimirovich. Aquel hombre había nacido en Rusia hacía 57 años, era un cuadro del anarquismo expropiador y tenía una condena a perpetuidad.

 

El tipo no ocultó su consternación ante la muerte de Wilckens, a quien había conocido años atrás. Tanto es así que solía leer una y otra vez la noticia de su asesinato publicado en el viejo tabloide.

 

Y el irlandés le relató la continuidad de aquella historia: las influencias de Millán Temperley, junto con una dudosa pericia psiquiátrica, le evitaron ser imputado; en vez de eso, logró que lo alojaran en el Hospicio de las Mercedes. Allí estaba a salvo de un posible atentado contra su vida.

 

Desde ese momento la conducta de Wladimirovich cambió; al principio sólo fue un desajuste nervioso. Pero después su locura pareció absoluta. De modo que se dispuso su urgente traslado a Buenos Aires para internarlo en el único manicomio que contaba con un pabellón penitenciario: El Vieytes.

 

Nadie llegó a imaginar que era el primer paso de un ajuste de cuentas.

 

Pero su nuevo lugar de residencia lo impresionaba de sobremanera; en especial, una placa de bronce adosada en su pabellón: “Al Dr. Lucio López Lecube, fallecido el 7 de enero de 1921 en el cumplimiento del deber”. Era un psiquiatra que murió degollado con el mango de una cuchara afilada por un paciente. El facultativo –según dicen– era muy duro con ellos.

 

Boris se fue integrando a ese medio con normalidad.

 

Luego hizo que alguien desde afuera le trajera un revólver. Y no tardó en localizar el sector en el cual permanecía el asesino de Wilckens. Pero grande fue su desazón al saber que Pérez Millán se encontraba aislado del resto de los internos en un coqueto departamento del primer piso. Aun así hallaría el modo de llegar a él: la llave fue Esteban Lucich, un loquito pequeño y jorobado que, por gozar de la estima del personal, tenía libre acceso a todos los sectores del hospicio. Boris, haciendo gala de sus dotes persuasivas, lo ganó para su causa. De esta manera, Lucich se convirtió en su brazo ejecutor.

 

El 9 de octubre de 1925, Millán Temperley leía una carta enviada por su amigo Carlés; en ese instante, arma en mano, irrumpió su matador. Sus únicas palabras fueron:

 

–¡Esto te lo manda Wilckens!

 

Entonces retumbó entre los muros el inequívoco sonido de un disparo.

 

Pérez Millán murió tras una breve agonía.

 

Wladimirovich había ganado su última batalla.

 

La oveja negra de la familia

Entre quienes toman el atajo de la internación psiquiátrica para esquivar al Código Penal se destaca Mauricio Eduardo Braun Bidau, tío del actual jefe de Gabinete, Marcos Peña Braun, y del secretario de Comercio, Miguel Braun. Se trata del integrante más oscuro de ese linaje sanguíneo. Y protagonista de un episodio maldito de la última dictadura cívico-militar. Tanto es así que toda referencia sobre su persona ha sido tachada hasta de la genealogía familiar.

 

Había que ver a ese tipo de cabello platinado y gesto adusto al extender el brazo derecho sobre una enorme biblia. Frente a él, en silencio, permanecía el nuevo ministro de Economía, Jorge Wehbe, en quien el presidente Reinaldo Bignone tenía depositada toda su confianza. Era la mañana del 2 de febrero de 1983 y, a los 47 años, Braun Bidau asumía la jefatura de la Administración General de Aduanas.

 

Su salón de actos estaba lleno de funcionarios, periodistas, empresarios, amigos y familiares; entre estos, su esposa, Luz de Santa Coloma Alvear, y los cuatro pequeños hijos del matrimonio. Tras la ceremonia, Mauricio Eduardo fue con ellos a su hogar, en el onceavo piso del edificio situado en la Avenida del Libertador 3890, y de allí partió raudamente hacia el aeropuerto Newbery para abordar un vuelo con rumbo a Ushuaia.

 

Antes del inicio de su gestión debía atender allí un asunto: monitorear el arribo del barco pesquero Dalto Marú II, adquirido por su empresa, Oceanfish SA, dedicada a la elaboración, transporte y exportación de productos marinos.

 

Braun Bidau había acordado fundar dicha compañía con la empresa japonesa Kabushiky Kaicha. También se comprometió a adquirir el barco a una firma subsidiaria de ésta por 290 mil dólares. Y para realizar su importación dibujó para los nipones un precio de flete por una cifra idéntica. Lo que se dice, una jugada perfecta.

 

Braun Bidau regresó de Ushuaia en el primer vuelo del 3 de febrero. Y al día siguiente, el flamante administrador general de Aduanas se instaló en sus oficinas del viejo edificio de la calle Azopardo 350.

 

Durante casi medio año, Braun Bidau alternó con absoluta tranquilidad los negocios personales con las funciones propias del cargo; entre otras, hacer “caja” para las más altas autoridades del país y facilitar sus trapisondas. De modo que, por añadidura, aquel sujeto de cuna patricia y dicción afectada era depositario de información por demás sensible que él guardaba bajo siete llaves. Una gran responsabilidad.

 

Hasta que, de pronto, algo pasó.

 

El 19 de agosto, luego de una tensa reunión con el entonces titular de la Armada, almirante Rubén Franco, y el secretario de la Fuerza Aérea, brigadier Alberto Simari, ofreció una intempestiva conferencia de prensa para denunciar “presiones de sectores interesados”. Y ante el azoro de los presentes, también dijo: “Al asumir me prometieron intenso apoyo, pero ese apoyo fue escaso”. ¿Qué estaba ocurriendo?

“Entre quienes toman el atajo de la internación psiquiátrica para esquivar al Código Penal se destaca Mauricio Eduardo Braun Bidau, tío del actual jefe de Gabinete, Marcos Peña Braun, y del secretario de Comercio, Miguel Braun”

Resulta que a raíz de una denuncia anónima, el juez del fuero Penal y Económico, Miguel Serrabayrouse Bargalló, lo investigaba por el contrabando de 15 toneladas de calamar. La cuestión causó contrariedad en los militares, ya que se trataba de un acto ilícito en su propio beneficio y no para “la corona”. Algo imperdonable.

 

Lo cierto es que la mise-en-scène de la conferencia de prensa no mitigó el carácter embarazoso de su situación.

 

El 6 de septiembre, ya procesado con prisión preventiva, fue trasladado sin escalas desde su despacho en la Aduana a una oscura y húmeda celda del penal de Caseros. Un verdadero bochorno para su familia.

 

Allí, con amargura, le dijo a sus pocas visitas: “Me soltaron la mano”. Desde entonces se mostró muy alicaído.

 

Con el correr de los meses aquel ánimo habría mutado en una depresión aguda. Así vivió el traspaso de la dictadura a la democracia. Recién en agosto de 1984 alegó por vía judicial su trastorno psíquico. Y, sorprendentemente, la jueza Susana Pellet Lastra –en reemplazo del doctor Serrabayrouse Bargalló– dispuso su internación en la lujosa Clínica Psiquiátrica Santa Rosa, del barrio de Belgrano.

 

Los acontecimientos se precipitaron a fines de ese año, después de que la Cámara de Apelaciones resolviera el regreso del ex funcionario a Caseros. La doctora Pellet Lastra demoró la ejecución de aquella medida. Finalmente, los policías enviados a la clínica para efectivizarla volvieron con las manos vacías: Braun Bidau ya había puesto los pies en polvorosa.

 

Desde ese instante nunca más se supo de él. Ni cuando prescribió su delito. El procesado se había ausentado para siempre.

 

Es muy posible que en tal misterio haya incidido de modo determinante el nerviosismo de los antiguos mandos militares por los secretos que atesoraba el prófugo. Y también, el gran empeño de sus parientes en borrar todo vestigio del paso de aquel hombre por la vida. Cómo si nunca hubiera existido.

 

Sin embargo, su figura evanescente aún sobrevuela la memoria de los Braun como un espectro apenas disimulado.

 

Mientras tanto, cautivo en el laberinto del presente, el fiscal Fernando Cartasegna está solo y espera.

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