Sin nadie a quien consultar, tenía que averiguar por mi cuenta quién llamaba tan insistentemente al bar haciéndose pasar por Perón. Aunque el doctor estuviera seguro, mi viejo había descartado, de plano, cualquier posibilidad de que se tratara de Pepe Arias. Lo único que se me ocurrió para salir de dudas fue andar más cerca de la ventana de Gavilán y parar la oreja a lo que dijeran y con quien hablaran Friedman y De Santis.
Cuando después de unos días de ausencia volvió a frecuentar el bar, De Santis se veía más ensimismado, como ajeno a cuánto ocurría a su alrededor. Friedman, por su parte, parecía uno de esos muñequitos de lata mecánicos que últimamente empezaban a llegar de norteamérica.
En esos calurosos meses de un verano que hasta los niños podíamos entrever particularmente siniestro, a uno le podía pasar sólo una cosa peor que ser peronista o, ni qué hablar, recibir llamadas telefónicas de Perón: que le agarrara la paralis.
Claro que la paralis se la agarraban más que nada los chicos.
Durante ese verano, la epidemia recrudeció hasta llegar a niveles nunca vistos. Eso decían las radios, los diarios y el noticiero de Sucesos Argentinos. Los casos eran tantos que todo el mundo tenía al menos un afectado en la familia, en la cuadra, en el barrio, entendido por tal las dos o tres manzanas alrededor de mi casa. O de la de mi tía. Alejarse más, llegar hasta la plaza de Villa del Parque o, desde lo de mi tía, más allá de Jonte o hasta la avenida San Martín, era salirse del barrio. Y cuando uno se salía del barrio era inevitable que algún vecino, al que apenas se conocía de vista, le preguntara “¿Qué hacés tan lejos, pibe?”, y como quien no quiere la cosa, lo fuera arreando a uno hacia esa cuadra de la que jamás debía haberse alejado.
No se si era por la polio, pero los grandes se preocupaban mucho por los niños, aun por los que apenas conocían. Sin embargo, por más que enjuagaran las veredas con lavandina dos veces por día, pintaran con cal los troncos de los árboles, hirvieran diez veces el agua y echaran acaroína en los patios, las rejillas y setrás de las macetas, los adultos eran impotentes para evitar que, día a día, los niños fueran cayendo como moscas.
Debía ser verdad nomás, como decían algunos curas y secreteaban las señoras en la feria y mi vieja y mi tía mientras tomaban mate en el patio, que la paralis era un castigo que Dios enviaba a la Argentina por ser peronista. Sin embargo, ya hacía rato que me había dado cuenta de que se enfermaban tanto los niños peronistas como los niños contreras, lo que me llevó a pensar que tal vez el castigo no fuera por ser peronistas sino por ser niños.
El temor de que la paralis fuera la forma de sacarnos los gérmenes de la doctrina liberticida y corruptora para que, en las próximas elecciones, los niños no le diéramos un nuevo triunfo a Perón, fue cobrando forma en mi mente a lo largo de ese verano en el que no haría otra cosa que jugar a la pelota en la vereda, esperar en la terraza la llegada del avión negro, leer El Tony y el Intervalo sentado en la escalera y seguir anotando en mi libretita todo lo que pudiera interesarle saber a Perón.
Entre la polio y la partida del Tirano Prófugo, ese año tendríamos seis meses de vacaciones. En parte, para evitar el contagio y, como empezaría a entender después –una vez que volvimos a clases a principios de mayo–, porque el nuevo gobierno tenía que cambiar los planes de estudio de chicos y grandes: así como de buenas a primeras los adultos tendrían terminantemente prohibido nombrar a Perón, al peronismo y a un montón de cosas más que empezaban con Pe, los chicos nos encontraríamos en clase con las primeras nociones de una educación auténticamente democrática.
Pero eso vendría después, cuando ya hiciera frío y nada volviera a ser igual. Por el momento, me concentré en vigilar a De Santis. Si el que lo llamaba era realmente Perón, me parecía importante poder comunicarme con él, directamente, y pasarle las novedades lo antes que fuera posible. Y si no era Perón, resultaba todavía más urgente que supiera que Pepe Arias, o algún otro, se hacía pasar por él.
Por alguna razón, que bien podía ser la sospecha de estar hablando con un impostor, que el propio Perón le estuviera tomándole el pelo o por el temor a ser detenido, De Santis reconoció ante el doctor que las llamadas eran bromas de Pepe Arias, que se preparaba para la próxima temporada del teatro de revistas.
Fue una tarde muy especial. Por ejemplo, el doctor estrenaba un auto nuevo: había cambiado su viejo Packard de cuatro puertas, modelo 1940, con volante a la derecha, por una flamante cupé Oldsmobile 88, modelo 53, de parabrisas enterizo, sin parales laterales y de recio color verde oliva, que parecía desmentir los rumores que tan desaprensivamente hacía circular Alberto Culacciati.
El doctor acababa de llegar de Mar del Plata, donde había ido para ablandar el motor y jugar un par de bolas a la ruleta. Como cuadraba a su prosapia y categoría, se había alojado en el Hotel Provincial.
El doctor hizo una aparatosa entrada por la puerta de la ochava mientras yo pasaba el trapo a la mesa de Gavilán. Un instante antes, advirtiendo mi presencia, De Santis había bajado la voz para susurrar un murmullo en que apenas alcancé a distinguir “Capitán Gandhi”. Quedé paralizado, de pie junto a él, con el trapo apoyado sobre la mesa.
Friedman se volvió hacia mí.
–Pibe, traete un Cinzano, un café y un té con limón.
–¿Las tres cosas?
De Santis estaba tan ensimismado que permaneció en silencio, mirando por la ventana, sin ver, sin siquiera prestar atención a la espectacular salida de Inesita, la hija de doña Berta, rumbo a su clase en la Pitman.
Inesita estrenaba un estrecho vestido lila y zapatos de tacón alto. Sus piernas, estilizadas por los tacos y las costuras de las medias de nailon, eran las de una modelo de Para ti. Sus pasos, tan cortos que parecía caminar en una baldosa.
Cuando el doctor hizo su triunfal entrada, su público había quedado reducido a Pablito Serún y a la momia de don Manuel. Ni siquiera mi tío, concentrado en lavar los platos y pocillos acumulados en la pileta, le prestó atención.
En cuanto Inesita salió de la casa de la esquina opuesta, contigua a la carnicería de don Samuel, el Mudo, el Pelado y Carlitos y Arberto Culacciati lanzaron exclamaciones de admiración y salieron apresuradamente a la vereda, por la puerta de la ochava, sin siquiera devolver el saludo del doctor Rofo.
Hasta Friedman se dio vuelta y miró hacia Lascano, atraído por la bulla que metían los Culacciati. Tan sólo don Manuel y De Santis siguieron impávidos.
Lo recuerdo como si hubiese ocurrido recién, porque yo no sabía para donde mirar, si la cola de Inesita que se alejaba por Lascano, las payasadas de los Culacciati en la vereda, la sorprendente reacción de Friedman, casi asomado a la ventana, el desconcierto del doctor, la indiferencia de mi tío Rodolfo o las mujeres que acababan de entrar por la puerta de Lascano y se sentaban en una de las mesas de la derecha, junto a la pared.
Una era rubia, alta, de amplias caderas y tetas movedizas. Tenía una verruga junto a la base de la nariz y labios pintados de rojo. Llevaba una blusa de color claro, pollera negra que, al sentarse, dejó ver las rodillas, entre gordas y huesudas, y zapatos negros de tacón. Las piernas, muy blancas y sin medias, daban una inquietante sensación de desnudez.
En la otra, más baja y menos llamativa, no alcancé a fijarme.
La rubia me sonrió, con todos los dientes, y agitó una mano en el aire, haciendo tintinear un manojo de pulseras.
Esas debían ser las famosas putas, a las que jamás había visto pero de las que escuchaba susurrar a mi vieja y mi tía, convencido de que debían ser otro latrocinio peronista. Estaba por salir del embotamiento y acercarme a tomar el pedido, cuando mi tío Rodolfo pasó a mi lado.
–Andá para adentro –dijo sin mirarme.
Ante alguna gran contrariedad o cuando estaba verdaderamente disgustado, las facciones de mi tío Rodolfo –así como las de mi vieja y las de mi tía– sufrían una extraña transfiguración: se les tensaba la piel de las sienes, que quedaba lisa como la tapa de un tambor, estirándoles los ojos hacia los costados, como si fuesen japoneses.
Mi tío se arrimó a la mesa de las mujeres transformado en japonés. No es que le disgustaran las putas. Al contrario, sentía una intensa fascinación por los perdidos de cualquier clase, los locos, los borrachos, los cirujas y especialmente las putas. Y era incapaz de decir No, como bien lo sabía el Mudo, que seguía usando el teléfono como si fuese suyo y metiendo mano en la caja registradora, el Pelado, que le vendió una moto robada y jamás le devolvió la plata, don Manuel, que pagaba apenas una de sus muchas copas diarias o las gitanas, que de paso por la cuadra, ya habían hecho un hábito de la necesidad de usar el baño “de damas”, que era el de la casa, para horror y angustia de mi tía, temerosa de que la robaran o, eso se decía, nos raptaran a mi primo y a mí para hacer de nosotros nuevos gitanitos.
Pero si había algo que ponía a mi tía al borde del frenesí era que las putas pasaran al baño de la casa. Y mi tío jamás decía No, a las putas menos que a nadie.
Sin embargo, acababa de acercarse a la mesa convertido en japonés.
La explicación era sencilla: habían llegado antes de horario, inmoralmente antes, cuando el ambiente era “familiar”, principal razón por la que se me permitía estar en el bar, atender las mesas y ganarme unas propinas.
Lo del “ambiente familiar” era un mito, por así decirlo, familiar. Ninguna mujer decente se hubiera atrevido a entrar al bar, porque a los bares sólo iban las mujeres de vida ligera. Este era un precepto sobre el que se abrigaban tan pocas dudas como sobre el que vedaba la ingestión de vino después de comer sandías, bañarse después de cenar o zambullirse en el río con la panza llena de fideos. Eran las suras de la época. O del barrio. Vaya uno a saber.
De todos modos, por una suerte de convención tácita, el horario de las putas –que, dicho sea de paso, no se sentaban a buscar clientes sino descanso– estaba restringido a la noche. No tenía nada que hacer ahí, ninguna mujer, a las cinco de la tarde, cuando yo atendía las mesas, motivo más que suficiente para que mi tío se volviera japonés.
Naturalmente, sintiéndome de pronto en territorio prohibido, marché para adentro sin chistar y me senté en la escalera a leer una revista.
–Te vas a quedar ciego –protestó mi tía. Tejía en el patio, sentada en una silla de paja. De la cocina llegaban las voces de un radioteatro.
Ni siquiera me alcé de hombros. Con mi tía había que hacer como si no se la hubiera escuchado. Total, se olvidaba enseguida.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que la mujer apareció en el patio. Se veía muy joven, casi de la edad de mi prima de Mendoza, que había terminado el Normal y el año próximo vendría para estudiar en la universidad. Tenía el pelo castaño, que llevaba corto, y apenas un poco de colorete en las mejillas. Era de baja estatura, aunque no excesivamente, pues resultó un poco más alta que mi tía. Sin embargo, tal vez por los pantalones y los zapatos sin taco, parecía diminuta.
–Permiso, señora –dijo desde el vano de la puerta del pasillo.
Mi tía levantó la vista, la miró y de inmediato se convirtió en japonesa. Sin levantarse de la silla, le señaló con desagrado la puerta del baño, que estaba al lado de la cocina y que era notoriamente la puerta del baño.
La muchacha llegó hasta el medio del patio y se detuvo frente a mi tía.
–Vengo de parte de Polo.
Mi tía se levantó de un salto.
–¿Cómo está? –fue lo único más o menos comprensible de todo lo que dijo, atropelladamente, según su costumbre cuando la atacaban los nervios.
–Bien –sonrió la chica, y le alcanzó un papelito.
Mi tía la miró con desconcierto, esperando algo más. Seguramente una de sus preguntas había sido “donde está”. Pero no pude culpar a la chica: yo tampoco había entendido.
Alzó la vista desde el papel.
–¿Usted es la novia?
La muchacha rió.
–No. Una amiga.
Mi tía ya se metía en una de las piezas, de donde regresó con un bolso. Sin inmutarse, la amiga de mi tío revisó el contenido. Alcancé a ver algunas camisas y un pantalón.
–Falta algo.
–¿Usted cómo se llama? –disparó mi tía.
–María Elena.
–Bueno, María Elena, dígale a Polo que eso no se lo voy a dar.
Permanecieron frente a frente, en silencio. María Elena se veía contrariada, pero las facciones japonesas de mi tía mostraban una tozuda determinación.
–Bueno, gracias igual –dijo la chica.
Mi tía se aflojó.
–Dígale que me perdone, pero eso no se le puedo dar. Y que se cuide.
María Elena sonrió, se acercó a mi tía y le dio un beso en la mejilla.
Mi tía no alcanzó a reaccionar y quedó en el patio, alelada, como si acabara de sufrir otra masacre masiva de neuronas, mientras la chica salía por el pasillo.
Hasta ese momento, nunca había imaginado que los hombres pudiesen tener amigas. La que no era prima, novia o esposa, debía ser un yiro.
Con la excusa de buscar una botellita de Vascolet en la heladera mostrador, dejé a mi tía reponiéndose en la silla, y entré al bar.
Las putas ya no estaban. La amiga del tío Polo, tampoco.