“Librecambio y proteccionismo son en nuestro medio mucho más que dos doctrinas económicas, como sucede en el hemisferio norte, son dos culturas antagónicas. Puerto, libre comercio, autodenigración, oligarquía subsidiaria del imperio, economistas apátridas, golpes militares. La otra: patria, pueblo, industria, conciencia nacional, justicia social”.
Salvador Ferla
A más de un año de gobierno, se revela evidente que la Alianza Cambiemos se esfuerza para invertir su lema de campaña, y que el pueblo argentino viva cada día un poco peor. Los números en materia económica son claramente negativos para el sector del trabajo y la soberanía nacional, no así claro para la oligarquía argentina y los intereses foráneos en nuestro país para los que son más que positivos. No hay que ser un analista avezado para dar cuenta de que la política llevada adelante por el gobierno tiene los resultados deseados, en el sentido de la pérdida de puestos de trabajo, la mayor pobreza, exclusión, cierre de fábricas, comercios, pérdida del poder adquisitivo, etc. No son consecuencias no deseadas, pues en este esquema de gobierno hay sectores, aunque minoritarios, claramente beneficiados. Es el gobierno de los que “no trabajan” o vivieron toda su vida del “trabajo ajeno” para su propia clase.
La política llevada a cabo por el macrismo es lo que Rodolfo Walsh definió como una política de “miseria planificada” que comenzó a perfilarse en el 55 y se profundizó en el 76 y los años 90, con el interregno de la “vuelta a una política nacional” de los gobiernos de Cámpora y Perón, y los últimos años de las administraciones kirchneristas. En esta lógica se enmarca la política de apertura de importaciones acelerada.
Desde que asumió el gobierno en diciembre de 2015 viene implementando una política de persecución a la producción nacional. Tempranamente comenzó con la rebaja o la eliminación total de los aranceles a la importación, el incremento de las facilidades para importar, a lo que se suma el “excel” a medida de las empresas eléctricas que subió descomunalmente los precios de los servicios, haciendo inviable que muchas fábricas (y también comercios) continúen sus actividades, dejando cientos de miles de desocupados, sin olvidar la política de endeudamiento y valorización financiera.
Esta política de “apertura de importaciones” sigue su curso y se profundiza mes a mes. Basta leer los periódicos de las últimas semanas y observar: “denuncian 4 mil empleos perdidos en la industria del calzado” por la importación de Brasil y China; “Banghó, primera víctima de la quita de arancel a la importación de computadoras”, dejando cientos de despidos; “Las importaciones «obligaron» al cierre de la fábrica de llantas «Mefro Wheels», única fábrica en el rubro que quedaba en pie en nuestro país; “La avalancha de importaciones destruyó miles de empleos en la industria textil”; “El mapa de la destrucción del empleo metalúrgico por las importaciones”, en el caso metalúrgico los despidos se cuentan por miles; “La apertura de importaciones amenaza con colapsar la industria nacional”, y podríamos seguir llenando hojas con noticias similares. La situación no deja lugar a dudas acerca de la existencia de una política de destrucción del tejido industrial.
La “apertura de importaciones” para la “baja de precios” y “la valorización del poder adquisitivo” de los trabajadores la consideramos como una “vieja zoncera”, en tanto la definición de Arturo Jauretche como principios introducidos desde que somos pequeños (y también cuando somos adultos), que tiene como finalidad que no se conforme un “pensar en nacional”, en fin que no se consolide un pensamiento anclado en los intereses nacionales, que son los intereses populares. No nos referimos aquí entonces a los sectores que defienden esta política económica sabiendo los beneficios para la minoría que se enriquece con el trabajo del otro. Fácilmente: mayor importación, mayor desempleo, destrucción del “tejido industrial”, menores derechos laborales, mayor precarización, menores salarios, etc.
Existe cierto “hilo invisible” entre los “tours de compras” sobre todo a Chile (pero también a otros destinos “más chic” como Miami), rememorando el “deme dos” de los años de plomo, los argumentos a favor de la eliminación de los aranceles a las computadoras (y otros productos), y los “maestros voluntarios” (más allá del armado a partir de los call centers “oficiales”). Es la construcción de una sociedad egoísta, ajena a los lazos de solidaridad, del “sálvese quién pueda”, en las cual los derechos de los trabajadores son subordinados al interés individualista. Es la destrucción de cualquier intento de conformar una comunidad nacional, más bien todo lo contrario.
Acerca de la “compra barata” de los productos importados, Manuel Ugarte aborda la cuestión, en el marco de la discusiones y diferencias con el Partido Socialista de Justo (que van a llevar a que sea expulsado del mismo en dos ocasiones), que vale recordar fue abiertamente librecambista (coincidiendo, como en otros temas, con la oligarquía liberal), que se posicionó contra los aranceles aduaneros en una defensa de la “vida barata” y la valorización del salario del obrero. El gran latinoamericano, Ugarte, en cambio piensa que en los países sin industrias propias la riqueza “pasa de largo” hacia el extranjero, y afirma que “los que arguyen que aumentará el precio de los artículos olvidan que, precisamente desde el punto de vista obrero, la industria resulta más necesaria. Abaratar las cosas en detrimento de la producción nacional, es ir contra una buena parte de aquellos a los cuales se trata de favorecer, puesto que se les quita el medio de ganar el pan en la fábrica. Disminuir el precio de los artículos y aumentar el número de los desocupados resulta un contrasentido. Interroguemos a los millares y millares de hombres que hoy pululan en las calles buscando empleo a causa de las malas direcciones de la política económica; preguntémosle qué es lo que elegirían: vivir más barato o tener con qué vivir. ¿De qué sirve al obrero que baje el precio de los artículos, si no obtiene con qué comprarlos?”. Asimismo alerta acerca del “snobismo de las clases ricas, extendido por espíritu de imitación a las que no lo son y quieren parecerlo, ha generado esa preferencia absurda por cuanto se vende con marca o rótulo extranjero”. En ese sentido, es preferible la “vida cara” en un país próspero, que la “vida barata” en uno sumido en la miseria.
Es larga la tradición de las ideas en nuestro país que se oponen a la apertura indiscriminada de las importaciones, muchas de las mismas silenciadas, al igual que quienes las enuncian, al tiempo que se difunden largamente las que pregonan el librecambio. ¡La sabia organización de la ignorancia! decía Scalabrini. Así, tempranamente, en una de las primeras (quizás la primera), manifestación clara de proteccionismo en estas tierras, el primer gobernador nativo Hernandarias le escribe al Rey español en 1615: “el vino y otras mercancías importadas que entran por el puerto de Buenos Aires impiden las crianzas y labranzas de estas tierras. Si esto sigue, ¿de qué va a trabajar la gente?».
Otra de las plumas que tempranamente defiende con lucidez la industria nacional y critica la libre importación es Carlos Pellegrini que sostiene a mediados del siglo XIX: “no hay en el mundo un solo estadista serio que sea librecambista, en el sentido que aquí entienden esta teoría. Hoy todas las naciones son proteccionistas y diré algo más, siempre lo han sido y tienen fatalmente que serlo para mantener su importancia económica y política (…) Es necesario que en la República se trabaje y se produzca algo más que pasto”. El librecambio mata la industria naciente. Ya el correntino Pedro Ferré, otro lúcido defensor de la industria nativa, aseveraba la urgente necesidad de establecer “la prohibición de importar artículos producidos en el país”.
Para la misma época que Pellegrini, como parte de los debates parlamentarios durante el gobierno de Avellaneda en los que se discute si aplicar o no tarifas aduaneras (vale recordar, gana la posición de aplicarlas), Vicente Fidel López, otro defensor de la industria nacional (aunque historiográficamente esté cercano a la historia liberal), expresa “para el Señor Ministro (se refiere al porteñista, librecambista y pro-británico Norberto de la Riestra -¡cualquier similitud con el gobierno actual no es casualidad!-, por entonces Ministro de Hacienda) un país que no produce sino materias primas (…) puede alcanzar la misma altura que un país que produce materias manufacturadas (…) Y yo digo que si nos limitamos a esta esfera, jamás saldremos de la pobreza, de la miseria, de la barbarie y del retroceso”.
Miguel Cané también lo fustiga preguntando: “yo quisiera que el Señor Ministro me mostrara un solo país en el mundo en que se haya producido la industria de la manera maravillosa (mediante el librecambio refiere) con que él pretende”. Amargamente comenta el diputado Alcorta que fruto de no proteger la manufactura local la misma “ha desaparecido, dejando sin ocupación a muchos hijos de esta provincia”. Rafael Hernández también se preocupa por el destino de nuestra industria en detrimento de la británica, pues así “abandonando nuestras industrias, entregando nuestro capital, nos convertimos en una especie de Irlanda, en un feudo cuyo señor está en los bancos de Inglaterra”. Ya en el siglo XX Scalabrini Ortíz trata la misma cuestión, rememorando que “telas, trajes y zapatos se fabricaban en el norte argentino y en Corrientes, hasta que la industria inglesa nos confinó al primitivismo pastoril y agrario. Inglaterra, con las ventajas del librecambio arrolló las industrias del interior asentadas en dos siglos de proteccionismo español (…) el librecambio fue fatal para el interior”.
Pero quizás a nuestros actuales gobernantes y a otros también estas palabras le parecerán parte de la “política criolla”, de un pensamiento de “menor seriedad” por ser expresado desde nuestra nación. Así que veamos, como ejemplo, qué dice Arsenio Isabelle, que en un viaje por Argentina, Uruguay y Brasil hacia 1830 expresa: “¿Sabéis que han hecho los ingleses? Se apoderaron de la industria de los indios pampas y araucanos, de los habitantes de Tucumán y Corrientes, fabricando y confeccionando ponchos y las jergas con que se realiza u gran comercio en América del Sur. Y lo consiguieron tan bien que ahora solo se usan ponchos ingleses».
Don Arturo Jauretche, defensor de una política nacional en defensa de nuestra industria, hizo conocida la anécdota del general norteamericano Grant que es útil brevemente aquí. Al término de la guerra civil en el Norte de América (a diferencia de la del Sur) triunfa la política proteccionista, y Grant viaja a Inglaterra desde donde se pregonaba la necesidad que los países adopten el librecambio y se fustigaba el proteccionismo, a lo que Grant arguye que Inglaterra logró su poderío en base al proteccionismo aplicado por dos siglos, y sentencia: “dentro de doscientos años, cuando Norteamérica haya obtenido del régimen protector lo que éste pueda darle, adoptará firmemente el librecambio”.
No obstante estas advertencias, y muchas más, lo que fue primando fue la política de quitarle protección a nuestra industria, salvo excepciones claro como por ejemplo en el siglo pasado la Ley de Aduanas de Rosas que levantó nuevamente la industria artesanal del Virreinato que había sido perseguida por muchos años. Pero a esta política siguió Caseros y Pavón y los principios del librecambio, como a la política industrial del peronismo (la más consecuente, profunda y con mayores logros hasta aquí en nuestra historia), le correspondió la liberal de “la Libertadora”, y la neoliberal de la Dictadura genocida profundizada en los años 90.
En esta valoración positiva del librecambio resulta relevante destacar que como analiza Marcelo Gullo en su trabajo La insubordinación fundante, los países centrales tienen instrumentos “oficiales”, básicamente los organismos de estado; y “no oficiales”, fundaciones, universidades como Harvard, Hollywood, etc. para lograr lo que denomina como “subordinación ideológico-cultural” de los países dependientes. Es mediante estas estrategias de “poder blando” que van penetrando, sobre todo a las elites dirigentes, con ideologías de franca subordinación como el librecambio. En este sentido Hernández Arregui manifiesta que “una nación que acepta la teoría librecambista de otra no es una nación, pues está favoreciendo, al desguarnecer su propio mercado, a la industria extranjera, y en consecuencia, frenando su propio desarrollo industrial, base de toda independencia nacional”.
Llevamos más de un año de franco y acelerado retroceso de los sectores populares. No obstante, algo comienza a moverse en el subsuelo de la patria, algunos movimientos hacia la re-unificación del campo nacional, y la marcha de los trabajadores el 7 de marzo puede marcar el inicio de la recuperación, convencidos que los trabajadores son los que sostienen la nación, y que “solo el pueblo salvará al pueblo”.