Paro docente anuncian. El acuerdo está lejos. Ni recuperar lo perdido el año pasado ni afrontar el aumento del costo de vida de este año. El gobierno se mantiene en su postura. No más del dieciocho por ciento en dos cuotas. El 10 hasta octubre (hay que pasar el invierno, otra vez), el 8 después. Y un eventual ajuste del salario por la inflación que calcula el mismo gobierno, juez y parte como tantas otras veces. Como en tantos otros negocios. En fin.
Los medios reproducen las razones del siempre lo mismo. Los pobres chicos sin escuela. Algunos padres que se indignan y se ofrecen de voluntarios. Una caricatura de rompehuelgas, tan burda como el apoyo oficial. Se alude a una calidad educativa en decadencia, de lo que no hay dudas. Y no pocos creen que es por los paros docentes, por dos días de clase que no habrá. Y no porque llevamos generaciones de chicos mal nutridos, pobres de toda pobreza sumergidos en la exclusión social. El docente insumiso es el culpable, no la exclusión social. El maestro al banquillo, hay que evaluarlos, hay que bajarles el sueldo o jerarquizarlos por productividad, hay que capacitarlos no para darles herramientas que sirvan para algo sino porque no saben. Y ese no saber provocaría el fracaso de miles que no rinden bien las pruebas PISA, no la política de tierra arrasada del neoliberalismo. El ministro de Educación devenido en gerente de recursos humanos.
“El maestro sacralizado es el maestro muerto. Al maestro vivo, el que reclama salarios, se lo estigmatiza, se lo critica, y parece volverse molesto”
Treinta chicos por aula. Cuando la marea baje y ya nadie hable, los maestros se pondrán el guardapolvos para aguantar lo que venga. Por la misma plata. Para que este sistema educativo funcione, precisa de un héroe en cada aula. De ahí su perversidad. Que no se enferme, que detecte casos de violencia, de abuso, haga de psicólogo, pintor, cuidador, ayudante del comedor, mediador con los padres, cambie la lamparita del aula, lleve el registro y los boletines, enseñe y que no se queje de ninguna manera, porque eso es política. Ese trabajo de hormiga, silencioso, abnegado, en malas condiciones de labor y por la misma plata no provoca la indignación de absolutamente nadie ni mucho menos despierta la solidaridad de voluntarios. Lo que causa indignación es que los maestros levanten la cerviz y protesten, y reclamen, no sólo por ellos sino por la educación pública. El maestro que no se somete, indigna. Rompe el relato sarmientino de la segunda madre, de la docencia como vocación de enseñanza, de abnegación, de sufrimiento y pobreza aceptada, naturalizada. El rebelde no tiene vocación de someterse a la vida de los ascetas, defiende derechos, y eso indigna. El maestro de bronce y el trabajador de la educación. Sarmiento y Baradel, sin eufemismos. El maestro sacralizado es el maestro muerto. Al maestro vivo, el que reclama salarios, se lo estigmatiza, se lo critica, y parece volverse molesto.
Los maestros de hoy son verdaderos parias, muchas veces huérfanos de todo reconocimiento. Declamar defender la educación condenando a los maestros es un acto de hipocresía que deja tranquilos a los que justifican los recortes en todas las áreas. Y no hace falta aclarar que un país que no cuida a sus maestros pone en riesgo aún más el futuro de la educación y de las nuevas generaciones. Pone en riesgo el futuro de nuestros chicos.