Pablito Serún miraba a su alrededor en busca de respuestas, de algo o alguien que lo sacara de la confusión en la que había caído por culpa de una peligrosa combinación de Hesperidina y castellano deficiente. Hasta para él resultaba chocante que Perón hubiera tenido relaciones también con el hermano del presidente Eisenhower.
–¿Casó con norteamericano? ¿Pero cuántas veices casó Pirón?
Nadie le prestaba atención. Miguel y al doctor Rofo se abocaban a calmar la excitación de mi tío Rodolfo y del Pelado que, alentados por los gritos eufóricos del Mudo, seguían festejando las hazañas amatorias del Tirano Prófugo. No eran peronistas, pero al fin de cuentas, bueno o malo, el General era como Gardel, un cabal representante del varón argentino, y así como sus proezas envanecían a los peronistas y ponían al borde del colapso nervioso a los gorilas, no dejaban de ser motivo de perversa satisfacción para la gran masa de los que mi tío Polo llamaba “bosta de paloma”.
Eso de la bosta de paloma me resultaba todavía más inquietante que los moros en la costa, el sable sin remaches o la gripe del amor.
–Vos estás un día con uno y al otro día con otro –reprochó mi tío Polo a su hermano Rodolfo–. Sos como la bosta de paloma: no tenés sabor ni olor.
¿Sabor? Miré sorprendido al tío Polo. ¿Cómo sabía que la bosta de paloma no tenía gusto? Podía entender que alguna vez se hubiera puesto a oler la cagada de las palomas, pero no conseguía imaginar qué podía haberlo llevado a probarla.
¿Sería esa otra de las rarezas de los peronistas? ¿Una condición, un requisito, algo así como el juramento de los tres mosqueteros?
Con el tiempo, comprendería que lo del sabor era un error que Polo compartía con miles de personas, pero si yo no quería ni siquiera oler la cagada de las palomas, se comprenderá que no iba a andar probándole el gusto. De manera que abrí la libreta, mojé la punta del lápiz y escribí: “bosta de paloma” en la página en que anotaba todas las cosas que tenía que informarle a Perón.
Por entonces, no sabía si el tío Polo tenía razón respecto al gusto y el olor de la mierda de paloma, pero se equivocaba con el tío Rodolfo. Al menos desde que yo había empezado a prestar atención al mundo de la gente grande, el tío Rodolfo no estaba “un día con uno y otro día con otro”: incentivado por el diariero Miguel, el doctor Rofo y radio Colonia, mi tío parecía estar invariablemente contra Perón, lo que no significa que no festejara secretamente sus hazañas.
Nunca pude saber cuánto había de envidia en el intenso odio que era capaz de despertar Perón porque, vistas las cosas con la perspectiva que da la madurez, ¿quién de todos los integrantes de la barra del bar, excepto el doctor Rofo y Pablito Serún, no hubiera querido llevarse a la cama a Josephine Baker?
Para el doctor Rofo, a su llegada a Buenos Aires, la Eva de ébano ya estaba muy venida a menos, pero me incliné a no darle crédito: el doctor parecía tener gustos demasiado sofisticados, por así decirlo. En cuanto a Pablito, jamás se animaría a meterse con ninguna de las esposas, y mucho menos, los esposos de Perón. Tenía miedo de que en represalia, el General le tirara la tómica.
El doctor se mostró ecuánime:
–El Dictador sentía por Eva María Ibarguren un hondo afecto…
Que Perón tuviera sentimientos dejó perplejo a su público, que respondió con un murmullo semejante al que sucede al momento en que en el cine se apagan las luces.
–… pues la asociaba con el recuerdo de los tiempos de conspiración y espionaje para los alemanes.
–Además, doctor –acotó Miguel–, debe recordar que había sido una eficaz colaboradora en la tarea demagógica y en la subordinación de los sindicatos. ¡Pero no tanto romanticismo, que el Tirano Prófugo siempre vivió el presente!
Miguel y el doctor habían iniciado otro de sus contrapuntos.
–Es verdad: acarició el pasado y ambicionó el futuro, pero nunca se ató a ellos. Vivía y se concentraba en el momento. Por eso resultó tan hábil en la maniobra y el engaño.
–¡El engaño! –exclamó el Pelado– Nos engañó a todos –explicó al advertir que los integrantes del grupo se habían vuelto hacia él.
–¡No a todos! –respondió Miguel, enderezando la espalda y alzando el índice de su mano derecha–. El glorioso Partido Socialista jamás cayó en la trampa demagógica.
El Mudo había tomado el auricular del teléfono pero todavía no había acabado de discar. Con aire distraído, preguntó:
–Che, alguno sabe de qué partido era Dickman.
Gallardamente, el doctor acudió en auxilio de Miguel.
–¡Dickman! El único dirigente de renombre que se llenó de vergüenza aceptando el engañoso llamado a la conciliación nacional. Lo que exigía a cambio, bajo cuerda, el Dictador, para que la opinión pública siguiera engañada respecto a sus verdaderas intenciones, era el silenciamiento total de toda crítica a los negociados, atropellos y asesinatos.
–El de Duarte –dijo el tío Rodolfo.
–Entre otros –aclaró el doctor–. No olviden, señores, que el falso suicidio de Juan Ramón Ibarguren, alias Duarte, aconteció inmediatamente después de que el Dictador mandara a colocar tres bombas en un acto en Plaza de Mayo que él mismo había convocado. Varios de sus acólitos perdieron ahí la vida o quedaron lisiados.
–Qué barbaridad –mi tío se veía consternado–. Hay que ser hijo de puta para meterle una bomba a los propios.
El Mudo reaccionó.
–No jodan, que esas bombas las pusieron los radicales.
–¡A esos pobres muchachos Lombilla y Amoresano les arrancaron la confesión mediante la tortura! –exclamó el doctor.
El Mudo meneó la cabeza y terminó de discar.
–Y si querés hablar de Dickman –dijo Miguel–, enterate de que fue expulsado del Partido Socialista por pactar con el Tirano a cambio de una jubilación para él y de negocios para su hijo. Por esa triste limosna se cubrió de lodo para siempre.
Ya había oído antes nombrar al tal Bombiya. Busqué en la libreta pero no lo encontré. Mojé la punta del lápiz y escribí “Bombiya y Moresano”. Y a continuación, “Disman”.
El doctor había retomado el hilo de su conferencia.
–Luego de buscar consuelo en la estrafalaria Eva de color…
Mi tío frunció la nariz.
–¿De qué color?
–¡De qué color va a ser!
–Tranquilícese, Miguel –dijo el doctor. Volviéndose hacia mi tío agregó–: negro, naturalmente.
–Ah, usted habla de la negra.
–¡La negra!
–Con esas piernas…
Carlitos y Alberto Culacciati se extasiaban ante el recuerdo de Josephine Baker. El doctor les dedicó la mirada que hubieran merecido un par de microorganismos portadores del virus del peronismo.
–Pero luego de que tuviera que prescindir de ella debido a las quejas del ex ministro Carrillo, empezó a buscar cómo entretenerse. Y así nació la UES.
–El Tirano nunca se había preocupado de la juventud, pero he aquí que de buenas a primera apareció en los diarios la noticia de que el presidente había cedido la quinta de Olivos para que las estudiantes secundarias tuvieran su club.
–Permítame que disienta con usted, Miguel, pero el Dictador sí se había preocupado por la juventud.
–Regalándoles pelotas de fútbol.
Levanté la mano, como en la escuela. Nadie me prestó atención. Recuerden que, en mi condición de niño, yo era invisible. El único que me escucharía sería Perón: seguro le iba a interesar saber que el padre de Julio, un chico de la vuelta, le había ordenado ir a la unidad básica del ruso Kaplan a devolver la pelota Pulpo que le habían regalado. Julio no se animaba, pero su viejo estaba tan enojado que no sabía a quién tenerle más miedo. Yo lo acompañé, pero nos dio tanta vergüenza que la dejamos picando en la puerta y salimos corriendo.
Para cuando terminé de anotar, el doctor había vuelto a retomar su conferencia.
–Como él mismo confesó a poco de asumir, el Dictador no quería un gobierno de 6 años sino un sistema de 60 años…
–¿Se acuerda, don Julio? ¡Qué caradura!
Del semblante de los demás, era obvio que sólo Miguel y el doctor se acordaban.
–Por eso –continuó el doctor– trató de deformar la mentalidad infantil con vistas a hacer de ella un instrumento más de su demagogia, inculcándole junto a las primeras letras, la idea de que Perón en el gobierno era la forma natural del Estado argentino. Fíjese que en la historia, era Perón el que había hecho la Patria. No voy a describir ahora, porque han de tenerlos ustedes presentes, los libros de enseñanza que hasta ayer nomás mancillaban las escuelas argentinas –la papada del doctor se hinchó como la de un sapo en celo–, pero sí voy a denunciar incansablemente la esencia de su programa de enseñanza, resumido con el propio Dictador: ¡el no quería hombres sabios sino hombres buenos! ¿A ustedes les parece?
Desde que el Mudo se había puesto a susurrar en la boquilla del teléfono y don Manuel permanecía extasiado en la mancha de humedad de la pared, a nadie le parecía.
–Las primeras letras que un niño debía aprender –dijo Miguel– no eran pa-pá, ma-má, sino Pe-rón, E-vi-ta.
–Eso es lo que el dictador pretendía, pero cabe aquí destacar la resistencia opuesta por las maestras a este método degradante.
–A pesar del sistema de delaciones que fue la característica del gobierno peronista.
–Es verdad, Miguel. Y corresponde dejar asentado que la esposa del doctor Ingalinella, quien fuera asesinado posteriormente por orden expresa del Tirano, es una de esas maestras con vocación democrática que fue expulsada de su puesto por no conciliar con la deformación peroniana de la enseñanza.
¿Por eso habían matado a su esposo? ¿Qué le hubiera pasado a mi mamá, entonces? Con razón estaba tan nerviosa cuando mi viejo decomisó de mi portafolios el libro de lectura que me habían dado en la escuela y lo tiró a la basura.
–¡Nos va a denunciar el basurero! –chillaba mi vieja.
A la noche, mi vieja hurgó en el tacho de basura, pero no pudo encontrar el libro, lo que aumentó su nerviosismo: la policía o los vecinos del conventillo debían haber encontrado la imagen de Evita que ilustraba la portada, entremezclada con restos de mandarina y papas fritas. Me parece que eso fue lo que apresuró nuestra mudanza temporal a lo de mi tía.
Mi vieja ignoraba que había sido yo quien rescató el libro. Lo escondí en uno de los recovecos del gallinero de mi abuelo, eso sí, a salvo de las cagadas de las gallinas, que no sé si tenían gusto, pero olían horrible.
Por las tardes, iba al gallinero, sacaba el libro y leía el poema ilustrado con un retrato de Evita al que una niña con guardapolvo blanco adorna con flores:
¡Evita!
Amiga de pobres
de ancianos y niños
que a todos socorres
y llevas tu alivio
cual madre amorosa
recibe esta rosa
¡la de mi cariño!
Así, reconfortado por la certeza de que Evita nos amaba, volvía hasta la casa, cuando no me quedaba charlando con mi abuelo.
En el almuerzo del domingo, una vez que gracias a Viernes Scarduglia la dentadura del tío Rodolfo acabara sonriendo en medio del plato de mostacholes, mi viejo me explicó que el Viernes de Robinson Crusoe era un caníbal de una isla vecina a quien el náufrago inglés le había salvado la vida, que los caníbales no tenían apellido y que, de tenerlo, nunca podría ser un apellido italiano. No era que le resultaran particularmente simpáticos, pero podía asegurarme que los italianos no se comían a la gente.
Admiré la ecuanimidad de mi viejo. De las charlas con mi abuela, en la cocina del fondo, yo había alcanzado a percibir que una sorda rivalidad separaba a los inmigrantes tanos y gallegos. Mi abuela parecía citar al detective Peter Fox cuando repetía, sin que viniera a cuento de nada: “La hoja es sevillana, pero la mano… ¡fue italiana!”
“Zeviliana”, había anotado, para contarle a Perón.
Suponía que esa rivalidad debía trasladarse a los hijos y tal vez hasta a los nietos, por lo que me pareció muy noble de parte de mi viejo reconocer que los italianos podían ser fallutos, gritones, taimados, fanfarrones y asesinos, pero que de ninguna manera eran caníbales.
Pero entonces ¿quién era Scarduglia y qué tenía que ver con Perón y la tómica?
Fue mi abuelo quien finalmente me lo aclaró.
–Viernes Scarduglia –dijo– era un cantamañanas de uno de esos pueblos de la provincia que fue a los diarios con la noticia de que había encontrado tres arcones con piedras preciosas y barras de oro.
–¡Las joyas de Evita!
Mi abuelo me dio un coscorrón, por bocafloja.
–Que había enterrado no sé qué virrey para esconderlo de los ingleses.
–¡Sobremonte! –exclamé. Además de enseñarme a escribir con pluma cucharita, en la escuela me habían contado de la Revolución de Mayo y las invasiones inglesas.
Esta vez, mi abuelo no me dio ningún coscorrón. Se alzó de hombros, indiferente a la historia de quienes para él nunca dejaríamos de ser “vosotros, los indios”.
–No había encontrado nada, pero pretendía que el cuento lo ayudara a librarse de sus deudas. Fue un caso famoso en su época, salió en todos los periódicos y el italiano acabó en galeras, que es donde deberían ir todos ellos.
Escuché el ruido de un avión. Instantáneamente, alcé los brazos.
–¡Viva Perón! –grité.
Mi abuelo me revolvió el pelo.
–Así me gusta. Asegúrate de que cada vez que saludes a los aviones te escuche tu madre.
–¿Y si no pasa ningún avión?
–No importa. Tú haz de cuenta que escuchas uno y salúdalo.
Prometí hacerlo y corrí hacia mi casa, a buscar el cuaderno, convencido de que también mi abuelo estaba adoctrinado. Seguramente leía a escondidas el libro de lectura que yo tenía guardado en el gallinero.