“A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos deveras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma”.
En estos días de junio de 2016 se cumplen 30 años de la muerte de Jorge Luis Borges pero, invitados a hacerlo, no queremos celebrar su partida sino aprovechar otro aniversario para hablar del tamaño de su esperanza. Si grande o pequeña podrá ser materia de debate, pero no podrá dudarse de que fue efímera.
En enero de 1926 -90 años atrás-, en Salto Oriental, Borges ponía punto final a la presentación de un breve compendio de ensayos aparecidos en Proa, Inicial, Valoraciones, Nosotros y la sección literaria del diario La Prensa. Publicados meses después, en julio, quinientos ejemplares, libro y prólogo llevaron un mismo título El tamaño de mi esperanza. Que así comienzan: “A los criollos les quiero hablar…”
Pero además de igual título, libro y prólogo compartieron un mismo destino: la desaparición forzada.
¿Había otro Borges ahí, el proyecto de un hombre que no fue, detestado hasta decretar su inexistencia, opacado por el que iba envejeciendo entre halagos, agasajos y esa forma prematura de las honras fúnebres que es la celebridad?
Anteriormente, Borges había publicado los poemarios Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente, así como otra colección de ensayos, Inquisiciones, pero será uno posterior, El idioma de los argentinos el que, junto a El tamaño de mi esperanza merecerá la inquina del autor, quien jamás permitió que ninguno de ambos fuera reeditado. Hubo que esperar su muerte -¡véase cómo al fin de cuentas estábamos predestinados a celebrarla!- para que en 1993, llevada por su amor a la literatura, al dinero o al autor -en todo caso, será siempre amor–, su viuda María Kodama decidiera sacarlas de la oscuridad y el olvido.
Cualquiera tiene derecho y hasta el deber de detestar lo que alguna vez ha escrito, pero ¿cómo no preguntarse en este caso de dónde la tirria del autor a esos fragmentos de su obra que de ningún modo desentonan con los que más tarde él mismo celebraría?
¿Había otro Borges ahí, el proyecto de un hombre que no fue, detestado hasta decretar su inexistencia, opacado por el que iba envejeciendo entre halagos, agasajos y esa forma prematura de las honras fúnebres que es la celebridad?
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“Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidá a este país.”
A su regreso de la larga estancia europea en que transcurrió su adolescencia, Borges descubrirá ese Buenos Aires que años atrás apenas había entrevisto más allá de las rejas de la casa familiar, y heredará de su padre la amistad con Macedonio Fernández, hipocondríaco, metafísico, humorista e indolente mentor de una notable generación literaria. Entre los bohemios discípulos de tan singular maestro podemos nombrar a Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo, Raúl Scalabrini Ortiz. Y si Buenos Aires le despertará el fervor del que habla su primer libro, el anárquico Macedonio será una influencia decisiva en su obra y, dícese, sin fundamento, en su vida y la evolución de sus ideas.
Si Buenos Aires le despertará el fervor del que habla su primer libro, el anárquico Macedonio será una influencia decisiva en su obra y, dícese, sin fundamento, en su vida y la evolución de sus ideas.
Ha ocurrido por entonces que en ese sorprendente mundo en el que acababa de desembarcar, el recienvenido encontraría un nuevo motivo de fascinación: el radicalismo o, con mayor propiedad, Hipólito Yrigoyen, “el único en nuestro país que, privilegiado por la leyenda, va en ella como en un coche cerrado”.
Hacia fines de 1927, Borges se ha vuelto líder del Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes, con sede en la casa paterna de la avenida Quintana 222, y escribe a un desconcertado Raúl González Tuñón: “Razonar esta convicción de yrigoyenista es empresa fácil. Equivale a pensar ante los demás lo que ya ha pensado mi pecho. Yrigoyen es la continuidad argentina (…) es el presente que, sin desmemoriarse del pasado y honrándose con él se hace porvenir. (…) Yrigoyen, nobilísimo conspirador del Bien, no ha precisado ofrecernos otro espectáculo que el de su apasionado vivir, dedicado con fidelidad celosa a la Patria”.
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“Mi argumento de hoy es la patria: lo que hay en ella de presente, de pasado y de venidero. Y conste que lo venidero nunca se anima a ser presente del todo sin antes ensayarse y que ese ensayo es la esperanza. ¡Bendita seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de Dios!”
El exaltado yrigoyenista que, ya dos semanas antes de los comicios de 1928, había proclamado vencedor al líder radical, como tantos correligionarios se llama a silencio ante el derrocamiento y la prisión de Yrigoyen. Casi en ese mismo momento, se asegura, con su Evaristo Carriego comenzaba también a decir adiós “al porteño fervoroso y criollista –un sí es no es rosista– de los poemas y ensayos reunidos en 1923-28”.
También hará silencio en 1933 ante el fallecimiento del líder radical, que conmovió los cimientos de la sociedad argentina de entonces. Extrañamente, este joven que apenas si estaba entrando en la treintena, se había lamentado un año antes: «Vida y muerte le han faltado a mi vida».
Extrañamente, este joven que apenas si estaba entrando en la treintena, se había lamentado un año antes: «Vida y muerte le han faltado a mi vida».
Habrá sido en busca de esa experiencia que un año más tarde vuelve a viajar a la República Oriental, donde tenía estancia su primo Enrique Amorim, con quien recorrerá las comarcas fronterizas de Artigas, Cuareim, Bella Unión, Rivera, Santana do Livramento. Ahí mismo, el exiliado José Hernández había empezado a borronear los primeros versos de Martín Fierro. Y ahí mismo Borges vio matar a un hombre y conoció esos gauchos que había creído legendarios, los mismos que treinta años después marcharían en masa hacia Montevideo “por la tierra y con Sendic”.
De alguna manera los conocía. Ya había hablado de ellos en su descubrimiento y reivindicación del entrerriano Evaristo Carriego: “La entonación entrerriana del criollismo, afín a la oriental, reúne lo decorativo y lo despiadado igual que los tigres. Es batalladora, su símbolo es la lanza montonera de las patriadas. Es dulce: una dulzura bochornosa y mortal, una dulzura sin pudor, tipifica las más belicosas páginas de Leguizamón, de Elías Regules y de Silva Valdés”.
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“La patriada (que no se debe confundir con el cuartelazo, prudente operación comercial de éxito seguro) es uno de los pocos rasgos decentes de la odiosa historia de América. Si fracasa, le dicen chirinada. Y casi nunca deja de fracasar”
Será también en Salto Oriental donde en noviembre de 1934 fechará un prólogo que, curiosamente y a diferencia de todos los prólogos, no será solicitado por el prologado sino por el prologuista. Borges lo pedirá por medio de Homero Manzi, común amigo de ambos. Y será el espaldarazo de un ya prestigioso Jorge Luis Borges lo que llevará a Julián Barrientos -paisano que cuenta la patriada simplemente “porque anduvo en ella”-, a salir del anonimato y a firmar con su nombre El Paso de los Libres, poema gauchesco escrito en prisión, que daba cuenta de la última de las revoluciones radicales. La había encabezado el coronel Roberto Bosch en diciembre de 1933.
Lo habrán impactado los versos, o tal vez que la irrupción de la columna de 150 hombres de Bosch en Paso de los Libres, su derrota en el encuentro de San Joaquín -tras el que, a la vieja usanza, muchos de los rendidos fueron degollados-, la dispersión y el regreso del coronel a su exilio en Brasil, evocaron en Borges la retirada de Ricardo López Jordán tras la batalla de Ñaembé, “las calenturas de la caña o de la divisa, bien endulzadas (…) la carga de caballería de las patriadas, el duro arreo de hombres, el contrabando…” de los que habló en su libro sobre Carriego.
Será también en Salto Oriental donde en noviembre de 1934 fechará un prólogo que, curiosamente y a diferencia de todos los prólogos, no será solicitado por el prologado sino por el prologuista.
“En la patriada actual –escribe en ese prólogo–, cabe decir que está descontado el fracaso: un fracaso amargado por la irrisión. Sus hombres corren el albur de la muerte, de una muerte que será decretada insignificante. La muerte, siéndolo todo, es nada: también los amenazan el destierro, la escasez, la caricatura y el régimen carcelario.
”Afrontarlos, demanda un coraje particular. El fracaso previsto y verosímil borra los contactos de la patriada con las operaciones militares de orden común, sólo atentas a la victoria, y la aproxima al duelo, que excluye enteramente las ideas de ganar o perder –sin que ello importe tolerar la menor negligencia, o escatimar coraje–. Ya lo dice Jauretche en una de sus estrofas más firmes:
En cambio murió Ramón
jugando a risa la herida:
siendo grande la ocasión
lo de menos es la vida
Recordemos –se exalta Borges– que ese Ramón Hernández murió de veras y que el poeta que labró más tarde la estrofa compartió con el hombre que murió, esa madrugada y esa batalla.
Y concluye
“La tradición, que para muchos es una traba, ha sido un instrumento venturoso para Jauretche. Le ha permitido realizar obra viva, obra que el tiempo cuidará de no preterir, obra que merecerá –yo lo creo– la amistad de las guitarras y de los hombres”.
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Será el prólogo a El Paso de los Libres y no Evaristo Carriego la despedida del Borges criollista, porteño y radical, capaz de emoción ante la lucha en pos de una derrota prevista de antemano, para empezar a ser ese escéptico cortesano –rebelde e incómodo, sí– que con distante humor inglés ironizaba sobre los oprimidos, los perseguidos y los sufrientes.
Se dirá –Borges lo dirá– que se habla de aquello de lo que se carece, y para demostrarlo le bastará con asegurar que en todas las páginas del Corán, dictadas en el desierto, el camello no aparece mencionado ni una sola vez.
No podemos dar fe de que esto sea cierto –que con la Palabra eterna e increada no se jode ni se la lee al divino botón– pero resulta llamativo que de las cientos de estrofas de ese largo poema de “Julián Barrientos”, Borges haya elegido justamente esa, la que con modestia y sencillez nos dice que “siendo grande la ocasión/lo de menos es la vida”.
Se dirá –Borges lo dirá– que se habla de aquello de lo que se carece, y para demostrarlo le bastará con asegurar que en todas las páginas del Corán, dictadas en el desierto, el camello no aparece mencionado ni una sola vez.
La ocasión, las ocasiones, irán alejando a Borges de la vida de los hombres de su pueblo para acercarlo, cada vez más, a una cazurra existencia cortesana que, por inteligencia y sensibilidad, seguramente padecía, pero de la que por molicie, comodidad y esa desganada vanidad que tan donosamente sabía lucir, cada día podría apartarse menos.
Se mentarán sus impedimentos físicos, la ceguera que se ensañó con él con tanta alevosía, las tentaciones del fasto y la fama, las desventajas de compartir los agravios de los vencidos… se mentará que al tiempo que desminuía su estatura humana crecía la del artista capaz de escribir las páginas de Ficciones o El Aleph, se mentarán tantas cosas… Lo cierto es que vino a cumplir en su vida lo que parece ser destino de todos los hombres: hacerse viejo sin volverse mejor.
Por eso no queremos rememorar su muerte ni su parábola vital. Es preferible aprovechar ese otro aniversario para evocar la esperanza de un joven argentino orgulloso de serlo. Y lo haremos con sus propias palabras:
“Nuestra famosa incredulidá no me desanima. El descreimiento, si es intensivo, también es fe y puede ser manantial de obras. Díganlo Luciano Swift y Lorenzo Sterne y Jorge Bernardo Shaw. Una incredulidá grandiosa, vehemente, puede ser nuestra hazaña”.