Los que lloran y los que luchan

El escritor y periodista analiza el tratamiento que hace la prensa hegemónica de la muerte de Mariano Ferreyra, de la utilización de este tipo de hechos y del silenciamiento que desde las páginas de los grandes diarios se llama cuando se ponen en peligro sus intereses.

“No nos van a callar aunque esta lamentable saga tenga que terminar con un muerto si el gobierno así lo decide”, dijo Joaquín Morales Solá, columnista del diario La Nación y periodista del Grupo Clarín, el 29 de abril de este año en el Congreso.

Su vaticinio se cumplió el 3 de septiembre, pero el muerto no pertenecía a las filas que representa el comunicador, quien estaba acompañado en el recinto parlamentario por Magdalena Ruiz Guiñazú, Luis Majul, Daniel Santoro, Gustavo Silvestre, Marcelo Bonelli, Edgardo Alfano, Ricardo Kirschbaum y Fanny Mandelbaum.

La víctima -muy distante de ese ámbito mediático- era Adams Ledesma, un periodista y trabajador social boliviano de 33 años, asesinado en la Villa 31 bis, director de la TV comunitaria Mundo Villa y delegado de la manzana en la que vivía desde una década y media atrás.

La Villa 31 bis, asentada en terrenos que pertenecen al Ferrocarril General San Martín en el barrio de Retiro, ocupa una superficie aproximada de 10 hectáreas compuesta por 15 manzanas, y constituye un dolor de cabeza para el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

El jefe de Gobierno, Mauricio Macri, desde su campaña electoral ha manifestado su interés en la zona. Ya electo, desde hace meses promueve su erradicación con el argumento de que no puede ser urbanizada y que genera alza en los impuestos.

Dos meses antes de su muerte, cuando inauguró la señal de televisión, Adams Ledesma había declarado: “Vamos a hacer periodismo de investigación, a filmar a los famosos que vienen en 4×4 y BMW a comprar droga”.

Ni Morales Solá, ni la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA), ni la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) se refirieron al hecho. Y el diario La Nación lo registró en una editorial, autocríticamente, más de un mes después.

Treinta y seis años atrás, en esa misma villa fue asesinado de cinco balazos el sacerdote Carlos Mugica, de 43 años, vinculado al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y fundador de la parroquia Cristo Obrero.

El crimen, que inicialmente se atribuyó a una lucha interna de la “tendencia revolucionaria” del peronismo, fue perpetrado el 11 de mayo de 1974 por Rodolfo Eduardo Almirón, inspector de la Policía Federal y uno de los jefes de la Triple A. Aún hoy, extraoficialmente, la villa lleva del nombre de Carlos Mugica.

Ahora, la muerte en Avellaneda a manos de una patota sindical del joven Mariano Ferreyra, un estudiante, trabajador y militante político de 23 años, vuelve a confirmar que en general las víctimas fatales pertenecen a “otro bando”, sin acceso directo a las columnas editoriales ni a los programas de radio y televisión.

El mismo “bando”, por ejemplo, al que pertenecían Maximiliano Kosteki, de 25 años, y Darío Santillán, de 21, de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón. Los dos fueron asesinados por policías el 26 de junio de 2002, durante la represión a una protesta piquetera en el Puente Pueyrredón, a pocas cuadras de donde mataron a Ferreyra.

En cierta forma ése también es el “bando” de Jorge Julio López, el albañil y ex militante barrial peronista de 77 años, desaparecido el 18 de septiembre de 2006 cuando se dirigía a la audiencia final del juicio al ex comisario Miguel Etchecolatz, de la Policía Bonaerense.

En las semanas previas, López -que ya había sido desaparecido anteriormente, desde octubre de 1976 hasta junio de 1979- aportó un testimonio clave al juicio a Etchecolatz. El ex comisario fue condenado como autor de “delitos de lesa humanidad cometidos en el marco del genocidio que tuvo lugar en la República Argentina entre los años 1976 y 1983”, como expresó el tribunal al dar a conocer la sentencia.

Un crimen perpetrado hace 17 años y aún permanece sin esclarecer fue el del periodista Mario Bonino, reportero deportivo en los diarios Popular, Sur y La Razón, que trabajaba en el área de prensa de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (UTPBA).

Bonino, de 37 años, desapareció el 11 de noviembre de 1993 -durante el gobierno del presidente Carlos Menem- mientras distribuía comunicados por agresiones a periodistas. Cuatro días después, su cuerpo fue hallado en el Riachuelo. Las pericias legales determinaron que había sido asesinado.

En la madrugada del 14 de noviembre, horas antes de aparecer su cadáver, tres individuos entraron al edificio de la Obra Social de los periodistas y golpearon con caños de hierro en la cabeza al sereno, que sufrió conmoción cerebral. A la mañana, la UTPBA recibió un llamado telefónico anónimo y una voz femenina amenazó: “Lo que les pasó anoche les puede volver a pasar”.

La posición del gobierno de Menem -de acuerdo con compañeros de Bonino en la UTPBA- osciló “entre ignorar el tema, calificarlo como un suicidio y, ante la evidencia contundente de que se trataba de un crimen, adjudicárselo a sectores mafiosos”.

Los casos de Ledesma, Mugica, Kosteki, Santillán, Ferreyra, López, Bonino -y otros, como el del fotógrafo José Luis Cabezas, asesinado en Pinamar en enero de 1997- se resumen en la jerga policial y de los servicios de informaciones con una lapidaria frase: “Tirar un muerto”.

La tétrica expresión es muy similar a la utilizada por Morales Solá durante su visita al Congreso en abril: “No nos van a callar aunque esta lamentable saga tenga que terminar con un muerto”.

Sin embargo, mientras el periodista y todos sus colegas aún continúan hablando a buen resguardo, son otros los que lamentablemente terminan muertos.

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