Consignas de campaña

El oficialismo defiende un modelo basado en la centralidad del trabajo y en propiciar la movilidad social necesaria para una democracia viable. Tras el vocablo “inseguridad”, que repiten los ilusionistas como si se tratara de un shampoo para la caspa, hay una política de tiro al blanco contra los más débiles. La política como inversión empresaria.
Carrió y la estética de la ética.

Con sus particularidades locales, la elección legislativa de junio se ha nacionalizado. Influirán los intereses sectoriales, pero diluidos por ese gran homogeneizador del bocho que es el Partido mediático.

El núcleo del modelo que viene implementándose desde 2003 es la defensa del trabajo, pero no todos lo ven así, a unos cuantos no les importa o ni siquiera lo advierten. El gobierno, en ocasiones, mete la pata, como cuando en algún discurso se menciona lo estratégico que resulta el AMBA, el despegue del NOA o del NEA, pero no es tonto ese sector del pueblo que carece de palabra mediática. Algunos se oponen por otras razones, o porque esas razones ocultan las verdaderas: desde cierta misoginia hasta un gorilismo insultante. Y no es que ese ataque a la investidura presidencial venga de una mezcolanza cultural de orilleros, treinta y cuatro puñaladas y machismos meridionales: se entronca con ese odio visceral de los sectores medios y altos por quienes pretenden representar –incluso mediatizados por su formación y pertenencia social– a los sectores populares. Gorilismo en ambos casos.

En verdad, no quieren ceder ni un tranco de pollo.

Didácticas políticas

Como todos saben que para ganar votos hay que caminar la calle, se repite una vieja imagen made in Argentina: los conservadores liberales PRO recorren las villas miseria y los barrios de trabajadores, prometen cambios y futuros venturosos, y sus habitantes –sobre quienes cayeron todas las calamidades de esa política que nuevamente se promociona– aceptan las dádivas en silencio o con una sonrisa, sabiendo bien qué boleta pondrán en la urna en junio. Sobretodos de piel de camello pasean por las calles suburbanas.

Los oidores de promesas intuyen también que no es cuestión de declamar “amor por el pueblo peronista” ni anunciar que se va a “instalar la justicia social”, porque la memoria colectiva les trae una y otra vez ciertas repeticiones que indican lo contrario. De ciudadanos pasaron a kelpers, y de allí a destituidos, excluidos de aquella condición fundante de la Modernidad. Deben saber que es pura demagogia, la de esos falsarios a quienes el Dante condenó a uno de los círculos de infierno. Y lo saben también porque, tras el vocablo “inseguridad” que repiten los ilusionistas como si se tratara de un shampoo para la caspa, hay planeada una política de tiro al blanco contra sus hijos, a quienes se considera peligrosos cuando son niños en peligro.

Los lenguaraces toman la política como parte de la inversión empresaria.

El modelo que se defiende consiste en mantener la centralidad del trabajo (y eso puede revivir la movilidad social necesaria para una democracia viable) dentro de un esquema económico de sentido común, pero también da la patada inicial de un llamado a las utopías nacionales, a restañar heridas, a reafirmar la justicia y la memoria, a una alianza político social que en lugar de acudir a lo peor del ser humano, apele a torcer el destino ineluctable de una Argentina excluyente y mediocre, a la necesaria unidad latinoamericana.

Dicho en términos pasados de moda, el gobierno no es el Gran Hacedor. Puede crear ciertas condiciones, pero somos los argentinos, es la sociedad la que debe percibir y cambiar.

Hay una confrontación didáctica en los discursos cuyos trazos profundos escapan a la comprensión de quien esto escribe. A pura intuición, se perciben tres grandes contendientes detrás del pelotón de palabras despolitizadas y vacías, esos discursos corporativos de vieja y nueva factura: Néstor Kirchner, Cristina Fernández y Elisa Carrió.

Las dos mujeres tocan dos cosmovisiones, o como quiera llamárselas, dos modelos posibles de país. Kirchner apela a llegar al corazón argentino, no al músculo cardíaco en general sino al corazón argentino, una excepción en décadas. Los adversarios saben que a eso no hay con qué darle.

Echarlos a patadas

Las restauraciones conservadoras de 1976-83 y de 1989-2001 quisieron terminar con una Argentina, en un desempate histórico definitivo: destituir a los sectores populares, enajenar a los sectores medios y cortar la capilaridad social que los vinculaba. Lo consiguieron en gran medida, y venimos de eso. Ese es el infierno. Fue aquella una hábil manipulación de las esperanzas (revolución productiva) y de los valores asociales.
Destruir la convergencia de esos sectores implicaba que (a diferencia de nosotros) el poder entendía bien cuál era la naturaleza de la que llamaremos, a falta de mejores términos, la contradicción principal.

Hoy, la inseguridad se presenta como un eventual elemento aglutinador: una falacia, porque no existe seguridad independiente del contexto social y económico. Hay además una apelación inconciente al orden militar, a los viejos tiempos. En los ‘90, el convocante había sido escapar de la hiperinflación y luego, con la Alianza, la “honestidad” frente a los excesos mafiosos del menemato, pero sin poner en cuestión el modelo de saqueo.

Si la demanda de seguridad se apropia del campo popular, el seudoperonismo/PRO, con su “pata”, intentará reflotar un menemismo reciclado porque busca reconstruir la alianza político-social de los ‘90, hegemonizada por las corporaciones y el neoliberalismo. Es decir, además de una lucha política hay aquí una contienda por definir las alianzas sociales, en la medida en que ningún sector por sí solo se puede imponer democráticamente al otro.

Se repite en alguna medida el escenario protagonizado por el “hecho maldito del país burgués” entre 1955 y 1973: se podía desestabilizar al poder económico-político, pero no derrocarlo. Ahora la guerrilla es mediática, y se basa en el temor. Es terrorismo puro y atemporal.

La semana pasada, el diario La Nación elaboraba una serie de silogismos sobre la hipótesis de que Cristina Fernández no aceptara un eventual veredicto contrario en las urnas: “Si este fuera el caso, entonces el estallido llegará, indudablemente. Pero será diferente al que imagina el matrimonio presidencial: ambos serán echados a patadas de la Casa Rosada por el mismo pueblo al que dicen representar”, pontificó el diario de los Mitre.

Este gobierno luce la legitimidad de casi el 50% de los votos. Lo que se lee es: “Vamos por la destitución”, pero digamos que sólo queremos torcer el brazo el gobierno, o “acompañarlo” hasta el final de su mandato, elaborar consensos.

Es “echarlos a patadas”, pero diluido en mensaje publicitario: “el cambio empieza un día”, o “pruebe Actimel”. Los recursos diuréticos del poder.

A horas del golpe de 1976, Mariano Grondona inauguró una frase: “tienen legitimidad de origen pero no de ejercicio”. Nada ha cambiado, sin olvidar que los que vinieron después no tuvieron ninguna legitimidad, ni de origen ni de ejercicio. Pero no es que estos profetas del odio se detengan en los detalles.

Las patas

La legitimidad vuelve sobre sus fueros. A falta de ámbitos multitudinarios, el escenario es el Paseo La Plaza, donde no pueden perderse los buenos modales. Lilita da una clase de Educación Democrática, segundo año del bachillerato, recorriendo los habituales tópicos: desde definir la legitimidad (otra vez) hasta el concepto de democracia, pasando por la necesidad de respetar la ley. Una estética de la ética.

Luego de otros oradores insustanciales que hacen promesas sobre una salud pública de excelencia, buen asfalto y mejor educación, toma la palabra la “pata progresista”, el ex-legislador Milcíades Peña, suerte de Pequeño Chacho Ilustrado de esta Alianza con nutrasweet.

Y como cierre, el plato fuerte de la noche: Alfonsín resucitado en Ricardito. El centenar de militantes presentes se conmmociona esperando lo que afortunadamente no llega: Nos, los representantes, etc…

Las encuestas marcan tendencias pero no son neutrales. Nadie lo es. Por una mezcla de intuición, deseos y concepción, lo esperable es que el candidato colombiano y este radicalismo que ya dio todo lo que tenía para dar (eso sucedió en 1905) choquen por el mismo electorado. Incluso si el oficialismo perdiera bancas, no es el fin del mundo. Habrá que establecer otra política de alianzas, y entonces habrá que ver hacia dónde se marcha.

Esta elección es en gran medida una Gran Interna entre los que quieren llevar hacia un lado o hacia otro a ese magma que alguna vez se llamó campo nacional y popular, que hoy no llega a serlo, y conduce directamente, por un túnel, al 2011.

Se abren por el momento tres líneas en eso que llamaremos provisoriamente peronismo. Definirán el resultado de junio y las decisiones que se tomen en los próximos dos años. Provisoriamente, Kirchner, Scioli y Reutemann definen ese futuro. En tal escenario, el resultado electoral de De Narváez puede convertirse en estratégico para retornar (porque eso se busca) a los ‘90, o zafar definitivamente de ese pantano.

El drama nacional es que una parte de la sociedad sigue entrampada en aquellas fantasías. Que siga habiendo oídos para estas simulaciones habla sobre todo de las carencias propias. Lo ha subrayado Horacio González en una entrevista reciente: “se necesita un nuevo llamado a los escépticos, a los no creyentes, a los que estuvieron y no están”.

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