“El tronco donde se rasca el tigre”

A 27 años de la sospechosa muerte de Omar Torrijos, Revista ZOOM reproduce fragmentos de una extensa entrevista en dos partes y en dos tiempos realizada a Torrijos por Stella Calloni para el canal once de México, y el Consejo Nacional de Cultura y Recreación de ese país durante el plebiscito nacional al que fueron sometidos los Tratados Torrijos-Carter, en setiembre de 1977.

Omar Efraín Torrijos Herrera (1929 – 1981) fue un oficial del ejército panameño y líder del país desde 1968 hasta 1981. El 31 de julio de ese año murió en un presunto accidente aéreo. El avión en que viajaba se estrelló en una zona montañosa al norte de la occidental provincia de Coclé.

Llevó el título de «Líder Máximo de la Revolución Panameña» durante un período a final de la década de 1970. A pesar de no tener el cargo de Presidente de Panamá su poder político era mayor que de los presidentes. Fue padre de Martín Torrijos Espino, actual Presidente de la República de Panamá desde el año 2004.

Panamá, setiembre 1977. El tratado Torrijos – Carter

Este hombre, vestido con uniforme verde olivo, con aire informal y aspecto de cierto cansancio, el General Omar Torrijos, transmite una sensación de fuerza, y también de paz. Sin embargo, esto perdura muy poco. Súbitamente cambia, se revuelve, como si una especie de angustia extraña lo obligara a estar siempre en movimiento. A veces, lo mira a uno directamente a los ojos, como en búsqueda de lo que uno lleva adentro. Escrutadoramente, en silencio, como un oficio de los que quieren indagar.

Hay algo dentro de sus movimientos, como de tigre, pero no en acecho, sino de majestuoso andar vagabundo de animal sin hambre. Sin duda hay magnetismo en este hombre, un magnetismo sencillo, como de esos campesinos sabios que uno escucha atentamente y que lo dicen con profundidad, y la misma sencillez, como de esos buscadores de agua en lo hondo de la tierra.

Son días intensos en Panamá. Todo está en movimiento. Se a llega al final de la concreción de los tratados que regirán las relaciones de Panamá y Estados Unidos en la caliente zona del Canal, un enclave colonial desde 1903.

—General, ¿cómo es su país, este país?

—Este es un país con muchas caras. Hay que mirarlas todas para entenderlo. Es chiquitito (Hace un gesto con la mano), así… pero hay que aprender a verlo, a escucharlo, en su gente. Es un país para entenderlo mucho. Es difícil, me imagino, difícil para los que vienen de grandes ciudades. Los que vienen de Europa, por ejemplo, ¿cómo van a entender ciertas cosas, la salsa, las borracheras, las ñamerías (locuras), la irresponsabilidad tropical que a veces tenemos, la dignidad de este pueblo, sus desafíos? Y eso me gusta. Me gusta eso mismo. La ñamería, como decimos aquí.

Si yo le digo a alguien: “Soy el tronco donde se rasca el tigre”, ¿cuántos crees que entenderían esa frase? Aquí es parte de la historia de todos los días. Cada panameño la entiende de una manera distinta, pero es la misma. Por eso digo que son muchas historias, son todas las caras de Panamá.

—¿Usted cree en lo que llaman magia, realismo mágico?

—Ahora mucha gente me habla de eso. Yo sí creo en la magia. Es parte de la vida aquí. Pero también soy realista, eso digo. Podría decir que soy un realista mágico. Pero para nosotros eso son palabras porque eso lo vivimos. Lo viven los niños, los que bailan, los que trabajan, los campesinos; todos son realistas, y también son mágicos. Eso es el realismo mágico: vivir aquí.

No me gusta la violencia que se ejerce contra los más humildes

—¿Usted es un hombre violento?

—No, no creo. He estado siempre ligado a la violencia, porque la vida de un militar está siempre cerca de eso que es la violencia, de lo que violenta también a los otros. Yo creo, por ejemplo, que el poder existe, que es real, pero debe estar construido sobre el cariño y el entendimiento con el pueblo. Ese es el poder que perdura… la sombra después de la muerte. O puede haber el sentimiento de un poder solitario.

Eso es otra cosa. Yo, por ejemplo, podría decirse que llegué violentamente al gobierno, por un golpe militar. Entonces no tenía apoyo popular. Sólo de algunos compañeros de armas, de algunos que creyeron o también soñaban, como yo. Pero no teníamos apoyo popular, porque aquí se asociaba, y se asociará durante mucho tiempo, el uniforme con la represión, con la violencia, con el miedo. Yo creo que hice lo que hice porque no soy violento, porque no me gusta la violencia. Esta revolución es pacífica.

No me gusta la violencia que se ejerce contra los más humildes, contra los indefensos. He tratado de que esto quede como parte de las Fuerzas Armadas de mi país: que los militares trabajen junto al pueblo, que se conozcan los problemas de ese pueblo, lo que realmente pasa aquí o allá. En realidad, yo lo que trato es de hacer una revolución también entre nosotros (los militares).

Trato de que se recuerde a esos ejércitos latinoamericanos que defendieron la independencia y a los que los pueblos seguían. Ahora hemos conseguido apoyo popular. Siento que se ha perdido mucho el miedo al uniforme. Hay un gran cambio en todos. Algunos fueron enemigos cuando tomamos el gobierno, luego se incorporaron y trabajaron juntos a nosotros. En realidad, yo creo en la violencia en la que hay que luchar contra las cosas que son violentas, como el hambre, la ignorancia, el atraso, la miseria, el colonialismo, la injusticia. El colonialismo que nosotros conocimos sobre nuestra piel es una violencia eterna.

—¿Había violencia en Panamá?

—Siempre fue violenta la situación en Panamá. La cláusula a perpetuidad en los Tratados del Canal era violencia, y de la grande. Eso no se podía aceptar. Era inhumano. Las cosas a perpetuidad no son de este mundo, de la realidad. El colonialismo es una gran violencia como dije. O mejor, podría decir que son muchas violencias juntas. En 1964, hubo una explosión. Muchos hablan de eso ahora. Pero, en realidad, más que la explosión del 64, fue la explosión, la rebelión estudiantil, cuanto mataron a nuestros jóvenes, por intentar izar la bandera de nuestro país en el territorio que era nuestro en la Zona del Canal de Panamá. Miles de heridos por las tropas que ocupaban ilegalmente nuestro territorio.

Esa rebelión de más de cincuenta o sesenta años de insatisfacción de un pueblo que se resiste a aceptar un enclave que viola la soberanía nacional, nos despertó a todos. Muchas protestas se habían canalizado por medio de cartas, notas, verbalmente, en luchas. Si uno lee lo que escribían los poetas en ese tiempo, se dará cuenta del sentimiento que había. Ese sentimiento de sentirnos doblegados por la injusticia. Era un sentimiento nacional. De todos. Sólo algunos pocos traidores a Panamá le daban la espalda a esa realidad violenta; esa sí era una realidad violenta.

La piedra en el zapato

—Ahora estamos tratando de ir a las ideas más profundas, y sabemos los límites que nos ponen y que nos pondrán. Tenemos que llegar lo más lejos que se pueda. Quiero decir algo así: si a un hombre se le mete una piedra en el zapato cuando está caminando, y no se la puede quitar, por la razón que sea, tiene que seguir durante un tiempo con la piedra en el zapato, hasta que pueda sacársela y arrojarla lejos.

Nosotros sabemos que vamos a andar con la piedra en el zapato por algún tiempo, no sé cuánto, porque todo cambia, y ahora, todo cambia más rápido. Pero lo importante es caminar, no pararse, ni tampoco llevarlas cosas al punto a donde uno le corten el pie, porque ahí no se camina más.

No sé si yo veré cuando nos saquemos la piedra del zapato, pero sí puedo ver cómo los más jóvenes la van arrojar lejos, van a arrojar la piedra muy lejos… Eso lo veo.

—General Torrijos, ¿usted cree que algunos sectores de los Estados Unidos han entendido la lucha de ustedes?

—Algunos entienden. La gente más inteligente entiende lo que tratamos de hacer. Sabe que un tratado malo no puede tener vigencia, no se puede imponer al pueblo. Tarde o temprano salta. Yo lo he dicho antes, y es algo sencillo: no hay colonialismo que dure cien años, ni pueblo que lo resista. Pero un tratado malo se acaba; por más que se ponga la mano dura, se acaba. No hay que olvidar que un tratado es algo que se puede quemar en una plaza pública, pero, en cambio, la voluntad de los pueblos no se quema, ni se apaga, ni se puede poner de rodillas. No se puede condenar a los pueblos a la humillación perpetua. Eso es de simple sabiduría simple, de dignidad humana. Eso es historia y realismo.

Yo siempre he creído, por ejemplo, que hay que hablar sencillamente. Los campesinos explican muy bien las cosas. En Estados Unidos, tienen que entender que esto del Canal es como un vestido, un saco que alguien hizo en 1903 para un niño muy pequeño. Y esto no se puede seguir usando después, tantos años más tarde. Entonces puede convertirse en una camisa de fuerza, y a los pueblos nunca le gustan las camisas de fuerza.

—¿Esas camisas de fuerza son las que provocan la violencia en los pueblos? ¿Lo que usted llama una violencia justa?

—Sí, son esas camisas de fuerza. Son las insatisfacciones, todo lo que es injusto. Todo lo injusto es una camisa de fuerza, y los pueblos siguen creciendo y la camisa estalla. Es un razonamiento simple, pero efectivo. Nosotros hemos tratado, estamos tratando que la insatisfacción no se transforme en una violencia destructiva. Por eso creo en las negociaciones. Y vamos dando pasos. Pero si no nos escuchan los que deben escucharnos, si no cumplen con los que deben cumplir…

—¿Hasta cuándo puede mantener uno la insatisfacción?

—Eso es imposible predecirlo. Como los volcanes. Hay algo que muchos olvidan: un militar puede aprender a reprimir —aunque no es esa la función de un militar—, puede conocer mucho sus tácticas, pero hay un momento en que los ríos crecen. Si uno está en el monte, siente el ruido del agua cuando crece. Es un gran ruido, y aunque se utilicen todos los medios posibles, los más modernos, el agua crece, no se para, es algo natural. Es natural que llegue ese momento si no se dan respuestas a los pueblos, a sus necesidades, al hambre, a la desesperación. ¿Tú has visto alguna vez la cara de los desesperados? Eso no se para con nada, yo te lo digo…

—General, mucho se habla por aquí de los sueños, de lo que usted soñó y sueña en la relación con lo que quiso lograr para su pueblo. ¿Usted podría decir que es un hombre que cumplió sus sueños?

—Algunos sueños se han cumplido. Tengo muchos sueños. Algunos simples, algunos raros. Hace poco hablaba con un escritor amigo. Nosotros tratamos de hacer una revolución pacífica. Yo sé que muchos no me entienden. Pero tampoco entienden la realidad. No han estado en las cantinas, en los montes. No han caminado triste como los borrachos. Esos, esos que ve uno a veces. Con toda la tristeza andan, y la tristeza es algo más que la borrachera. Eso es verdad. Eso es lo que hay. Con todo, eso que tenemos y con el atraso de más de cincuenta años que se puede ver en todas partes del país, con eso tenemos que hacer algo. No podemos hacer todo. Pero tenemos la obligación de hacer algo.

Antes, nadie hablaba de Panamá. A veces, yo sentía, secretamente, vergüenza. Uno decía: “Soy panameño”, y no faltaba alguno que nos miraba como diciendo: “Ah, sí. ., hijito de los gringos”. Era como si no existiéramos. Era como si no tuviéramos tierra debajo de los pies, como si este país, este verde, esas casas que tú ves ahí, esta, gente, como si nada de existiera. Por eso yo digo, que eso es sentir el colonialismo.

Esa sensación de no estar, de no saber como es uno, en realidad. Cuando uno puede caminar por donde quiere, comienza a saber también qué es lo quiere y hacia dónde quiere ir.

Hemos hecho algo, no todo. Y ese algo se ve ahora, cuando andamos por el mundo y cuando miramos la Zona. Ahora sabemos que la Zona será de Panamá, de a poquito, de a poco, es cierto. Y esa es nuestra piedra en el zapato, nuestra piedrita en el zapato.

En pocos años, hemos abierto escuelas, entregado tierras a muchas familias, adelantando en programas de salud, en viviendas, en empresas propias, en producción. No son grandes cosas. Pero ese poco que hemos hecho, ha costado mucho. A los países pobres les cuesta mucho cada paso que dan o quieren dar. Y a veces, también, no se entiende lo que se tiene que hacer. Esa es otra de las herencias del colonialismo. No atreverse a caminar con los propios pies descalzos, a hacer equivocándose, pero haciéndolo a nuestra manera. Somos los eternos creativos a los que nos hacen creer que no podemos.

Los únicos y verdaderos realistas mágicos

Nos hemos detenido en un barrio donde hay casas “brujas” (muy pobres). El General desciende del camión. Todos bajamos. Cientos de personas lo reciben. Torrijos pone su cabeza bajo la salida de agua para refrescarse. Hace dos horas que estamos andando sobre un sol implacable. Una mujer morena, alta, le seca la cabeza con un pañuelo. Una anciana saca una peinilla, algo muy típico en Panamá, y lo peina. Hay una relación directa, hay amor, pero no sumisión en los gestos. Miro los rostros bellos que nos rodean, y también la pobreza.

—Esta pobreza la heredamos nosotros— me dice Torrijos, como siguiendo el hilo de mi pensamiento. —Es contra esta pobreza que tenemos que pelear duro. Todo lo demás son palabras. Esto es lo que tenemos que pelear, y no contra unos pobres hombres y mujeres indefensos que sólo quieren respeto y dignidad.

—General, ¿por qué cree que algunos medios en el mundo lo mencionan como un dictador?

—Esta es una “dictablanda”, eso es lo que yo digo. Tú misma lo has visto, tú que eres del Sur y sabes lo que son las dictaduras. A mí me dicen dictador unos que hablan todos los días contra mí. Me insultan por radios y periódicos, envenenan el alma de la gente. Y también me llaman dictador los que saben que quiero la soberanía y la independencia de Panamá. Y eso, eso se castiga muy duro.

Ser digno, independiente, luchar contra la injusticia, se castiga muy duro. Yo quisiera que esos que hablan contra mí, de esa manera insultante y egoísta, estuvieran viviendo en una dictadura. Ni siquiera podrían decir una palabra. Y, además, se están llenando los bolsillos. Ellos sólo quieren poder para llenarse más rápido los bolsillos.

Nosotros ahora no podemos sacrificar los objetivos políticos, que son objetivos muy altos y son de todos, de todo el pueblo panameño, por el egoísmo y el bolsillo de unos cuantos.

Estamos cumpliendo con uno de los más grandes objetivos, y es terminar con la ignominia de esos tratados a perpetuidad. Es lo posible. Por eso a mí no me gusta mucho eso que dijeron en Francia (en 1968), los estudiantes franceses: “Hay que hacer lo imposible”. Porque para nosotros, que estamos tan aplastados, levantarnos para hacer lo posible, lo más pequeño de los posibles que sea es mucho más duro que hacer lo imposible. Lo posible es la realidad, y eso posible nos cuesta muchos muertos. Ese poquito posible nos cuesta muchos muertos.

Siempre cerca del pueblo y aprender a ser humildes

—Usted es un militar y tiene una gran formación profesional. ¿Cómo cree que deberían ser los ejércitos de América Latina, los militares y los políticos latinoamericanos?

—De lo militar hay mucho que hablar. Pero yo diría, y con eso lo digo todo, que hay que cambiar de mentalidad. Es muy triste creerse importante porque se tienen armas, y a veces significa nada más que uno está para obedecer órdenes de los más ricos o, lo que es peor, de otros de afuera. Yo creo que hay que estar siempre cerca del pueblo y aprender a ser humildes. También, amar a su país y no equivocarse en lo que significa defensa. Defender la soberanía, la independencia verdadera, preocuparse por lo que el país produce, por los préstamos, por la economía, por lo que sembramos.

Hay que recordar a los ejércitos (independentistas) y volver a la unidad. Y también la unidad la centroamericana, como soñó Morazán. Los políticos tienen que ser humildes. Hay que aprender a “comer mierda”. Algunos están muy, muy por encima de la realidad de sus pueblos. Algunos no saben ni siquiera qué produce su país, como es la gente, la real. Y si no saben nada de eso, ¿cómo va a ser bueno lo que planean, si no saben nada de sus propios pueblos? A veces hay que comer basura sin pestañear. Eso es duro. Pero eso es realismo, realidad. La realidad mágica de estos países. Hay magia también en eso, y dignidad.

—Hemos hablado mucho de las situaciones políticas, del Canal, de las características de este pueblo. Y usted ¿cómo es usted? ¿Es un hombre triste o un hombre alegre?

—No, no soy triste. Pero a veces soy también triste. Me gusta el humor, el buen humor. Pienso que algún día voy a morir violentamente, y eso no me asusta. Yo digo que “me van a pasar la factura” porque me atreví a hacer cosas nuevas, distintas. Eso se paga caro. Algún día me van a entender, van a entender lo que quise hacer. Soy un hombre alegre y triste, como cualquiera, con muchos, muchos defectos, y eso es lo bueno, tener defectos es algo bueno. Y también me pongo triste, cuando a uno le salen las mariposas negras.

A veces creo que se cansa fácilmente de todo, que está en constante búsqueda y que no se atreve a reconocer la angustia como un elemento cotidiano en su vida. Pero yo creo, aunque él lo oculte cuidadosamente o trate de hacerlo, que Torrijos es capaz de una ternura intensa, que solo comparte con los suyos, los hombres y mujeres de su pueblo, “los únicos y verdaderos realistas mágicos”, como el mismo dice, y que son su sustancia, su magia, su vida.

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