Aguardientes
Bajo apresurado el cordón de la vereda derecha de Corrientes y Carlos Pellegrini. Tuerzo el pie también derecho (qué derecho que ando) más o menos a la altura del tobillo. Frente a mí, un par de ojos verdes, avanzada de una treintañera con la belleza completa y la atracción intacta, me ilumina con su piedad: —¿Se lastimó señor?—
Me llamó “señor”, me sacó de la cancha.
Atino a negar con un meneo de cabeza y guardo el resto de la energía para menguar los dos dolores: el del pie diestro pero torpe y el de la llaga en el viejo corazón que llevo a la siniestra.
Ella se lleva toda su mujer y su conmiseración y yo prefiero el alivio que traen esos abandonos.
El cuerpo duele menos que el alma. Eso sólo es prueba de su existencia; la del alma, por supuesto, porque el cuerpo a uno cada vez le existe menos aún cuando le duela más.
Ese daño, el daño del alma, es un daño terminal, un daño irreparable. Durante años a los argentinos nos han practicado daño físico, desde la frustración del talento hasta el hambre, la marginación y la muerte, es decir un daño en el físico de la gran mayoría de los argentinos. Más temprano que tarde esas laceraciones invaden otro territorio, cuando frustrados, hambrientos y marginados, idos del país de diversas formas, sentimos que nos llagan el alma, pero sigue siendo un daño físico, un daño en el cuerpo de los argentinos, en su materialidad.
En cambio, cuando la frustración institucionalizada, la marginalidad consolidada, el hambre y la marginación convertidos en un paisaje tolerado sirven de escenario para otra lacra, como el clientelismo y la servidumbre en la política, lo que se hiere groseramente es el alma de los argentinos.
Y yo creo que ya basta, que ya es suficiente, que no hay lugar para más.
Quisiera yo, que después de algún octubre sólo me duela el tobillo.
Anda por allí un sueño lanudo como cordero de fábula. El sueño sueña un país que no tenemos y que supuestamente deseamos, un país que toque algún instrumento solista en el concierto de las naciones y al que le toque concierto de tanto en tanto.
Para llegar al país del sueño tenemos que cuidar el alma colectiva, el alma del país, el ánima que mueve hacia el futuro. Para eso, los muchachos tienen que parar con la indignidad del clientelismo. Los argentinos se lo estamos pidiendo desde el alma.