“¡Facundito! ¿Cómo estás, querido?”, había exclamado aquella mujer desde el mostrador mientras extendía hacia un cliente un atado de cigarrillos.
Junto a una heladera con gaseosas, otra, vestida con uniforme de alguna empresa privada de seguridad, sonreía.
El tal “Facundito”, un tipo joven, grandote y desaliñado, dijo estar con sueño porque venía “de allanar la cueva de unos senegaleses en el Once”.
Aquello bastó para que la cara de la mujer se transmutara en una mueca atroz. Entonces, soltó: “A esos ‘senegales’ habría que mandarlos a su país de una patada en el orto”. Y acotó: “Hasta a sus abogados les pagamos nosotros”.
La otra seguía sonriendo.
Parecía una escena costumbrista de la última dictadura. Pero transcurrió el viernes 8 de junio en el pequeño snack bar de la estación de servicio Esso, situada en la esquina de Chacabuco y Chile.
Al rato, los noticieros comenzaron a dar cuenta de un “megaoperativo” efectuado por la Policía de la Ciudad en la avenida Pueyrredón, a la altura de Bartolomé Mitre, del barrio de Balvanera. Los mastines humanos del alcalde Rodríguez Larreta, dirigidos por la fiscal porteña Celsa Ramírez, desalojaron primero a manteros africanos con forcejeos y palazos, además de saquear sus mercaderías, para después irrumpir en tres viviendas de la zona, habitadas por inmigrantes. En el primer ataque hubo 20 detenidos; en el segundo, sólo cinco. Con razón “Facundito” estaba tan cansado.
Postales del apartheid
Por entonces en las redes sociales se habían viralizado las imágenes de otro “megaoperativo” de este tipo, esta vez en el barrio de Flores, ocurrido tres días antes. Allí se ve a una horda de uniformados al inmovilizar con puñetazos y patadas al ciudadano senegales Kane Serigne Dame en medio de un charco de sangre y alaridos de dolor; el hombre tenía una fractura expuesta en el brazo derecho. “Voy a mear en un vaso y se lo voy a dar”, comentaba jocosamente un suboficial de civil.
Y el lunes pasado en La Plata, durante un “megaoperativo” conjunto de la Policía Local y el Comando de Patrullas de la Bonaerense (encabezado por su propio jefe, el comisario inspector José Luís Paniagua), con apoyo de una patota de la Subsecretaría de Control Urbano, se procedió a desalojar con los mismos métodos a manteros de dicha nacionalidad. Dos de ellos y tres criollos que intentaron interceder fueron subidos a los patrulleros. La faena también incluyó saqueos de mercadería y celulares. Especialmente celulares. Lo cierto es que los atacantes estaban esa mañana muy interesados en la telefonía de sus víctimas. “Vayan a la comisaría a buscarlos, a ver si se animan”, desafiaba a viva voz servidor público Paniagua.
Tales episodios se desarrollaron en un lapso de apenas diez días. Pero también hubo otros con leves variaciones genéricas.
En este punto, una aclaración: a diferencia de la xenofobia, el racismo a secas no discrimina dado que incluye entre sus blancos a excluidos sociales de origen nacional; o sea, una extranjería de clase.
Al respecto, su ejemplo más reciente fue la bestial incursión realizada el último sábado de mayo por una jauría de la Prefectura en la Villa 21-24. Los agresores balearon la casilla de Iván Navarro –que había denunciado en 2016 a efectivos de esa fuerza por torturas–, arrestaron con violencia a la madre de un pibe hostigado por ellos, cometieron abuso sexual sobre su tía y detuvieron a otros cuatro vecinos; entre ellos, Roque Azucurraire, el fotógrafo de la revista villera La garganta poderosa.
Hay que reconocer que la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich –de quien depende esa mazorca–, salió a dar la cara: en una conferencia de prensa convocada para “desenmascarar la mentira” –según el encabezado del correo electrónico enviado a los medios para convocarla–, ella ni siquiera parpadeó al sostener que el consejo editorial de La Garganta quiere que “el narcotráfico se meta y que la venta de drogas esté liberada”, no sin acusar a la Procuraduría de Violencia Institucional (Pocuvin), dependiente de la Procuración General de la Nación, de estar coptada por aquel medio. Fue su manera de celebrar ese 7 de junio el Día del Periodista. Y en comunión con ciertos “colegas”.
Porque salvo honrosas excepciones, las coberturas gráficas y televisivas reflejaron semejante exhibición de psicosis paranoica como si fuera un hecho de lo más normal. Con idéntica tónica también suelen referirse a las tropelías callejeras de la policía contra minorías étnicas o a las frecuentes razzias en los en barrios pobres, las cuales hasta llaman “controles poblacionales”. Como si fueran simples –y necesarios– actos civilizatorios sobre una variada gama de flagelos urbanos. Algo muy a tono con la sensibilidad de un notable sector del espíritu público. Y este es un fenómeno que merece ser analizado.
Ley de Residencia
Los sueños de la “seguridad” crean monstruos. Eso se da desde la noche de los tiempos. Ya en 1892, el diario Tribuna editorializó el asunto de un modo que poco tiene que envidiar a los actuales reclamos punitivos; a saber: “Los que viven de lo ajeno van multiplicándose a ojos vista y es necesario poner valla a ese crecimiento dañino. A la justicia sí hay que exigirle que sea más severa con esos delincuentes, que, en gran parte, no hacen más que entrar y salir de la cárcel, sin propósito de enmienda”.
Cabe destacar que en aquella época el aumento de los índices delictivos derivó en una lectura xenófoba de la cuestión.
Tal, por caso, era el pensamiento de Miguel Cané, el impulsor de la Ley de Residencia, que propiciaba la deportación de inmigrantes díscolos.
No menos extrema fue la postura del diputado del Partido Autonomista Nacional (el polo conservador liderado por Julio Argentino Roca), don Lucas Ayarragaray, quien en la sesión legislativa del 27 de marzo de 1910 entretuvo a los presentes con el siguiente concepto: “Este país, que en su población ya tiene elementos étnicos bien inferiores, debe precaverse trayendo elementos de orden superior. Y para ello resulta absolutamente necesario seleccionar la corriente inmigratoria para incorporar elementos sanos, y poder así tener una raza futura bien construida”.
Ocurre que la preocupación por el delito supo entrelazarse con el miedo a lo desconocido y la aprensión a los cambios de la modernidad. Buenos Aires fue en ese sentido un gigantesco laboratorio. En la Gran Aldea que se asomaba al siglo XX con formas graduales de metrópoli, dichos elementos abundaban: la inmigración en profusas proporciones, junto con el consiguiente aumento demográfico y sus consecuencias babélicas, alentaron ciertos atavismos. Los más recurrentes: el debilitamiento de los valores religiosos, la desintegración de la familia y la caída en picada de la moralidad sexual. De allí –siempre de acuerdo con esas creencias– el peligro de una sociedad sometida por el crimen estaba apenas a un paso. En realidad sucedía un fenómeno de otro signo: las añejas andanzas del malhechor rural comenzaban a ser remplazadas por las que desde entonces produciría la primera camada de hampones urbanos.
Ahora, a más de un siglo de aquellas encrucijadas, la construcción del miedo y la siempre febril pugna por identificar a un “enemigo público” siguen activas. Pero lo que antes fue una zona brumosa del progreso, en la actualidad es nada menos que un signo del derrumbe. Un signo que bailotea en torno a las secuelas del proceso económico desatado a partir de 1976, que aniquiló el tejido social del país y las redes de solidaridad entre sus habitantes. Y que en el presente el macrismo resignificó de una manera tan extrema como bestial.
La caldera del diablo
Para poner en foco la naturaleza racista del PRO no está de más remontarse a sus albores institucionales. En el otoño de 2008, durante una entrevista con el autor de esta nota, el entonces –y ya olvidado– ministro de Seguridad porteño, Guillermo Montenegro, supo afirmar que la Policía Metropolitana –por esos días, aún en gestación– estaba inspirada en la Policía Autónoma de Cataluña, también conocida como Mossos d’Escuadra. Cuando le fue advertido que su tarea principal era perseguir a inmigrantes indocumentados, el funcionario se alzó de hombros, y dijo: “Eso es lo que allá la gente pide”.
¿De tal concepción proviene el apego de Mauricio Macri por resolver a sangre y fuego toda intromisión del espacio público? ¿De aquella idea surge su espíritu racista y represivo, junto con su enfermiza obsesión por las tareas de inteligencia como herramienta indispensable para gobernar? ¿Es acaso la xenofobia una cuestión de marketing?
Desde luego que las respuestas son afirmativas. Pero Macri no inventó nada nuevo. Obviamente, en su proyecto de poder subyace el odio racial para así promover simpatías y adhesiones. No en vano fijó su clientela en la clase media temerosa de su extinción. En otras palabras, el uso propagandístico del resentimiento padecido por el ciudadano común fue la llave de su éxito. Un clásico de la construcción política en su variante más ominosa. Pero ciertas comparaciones al respecto nos valdrían la tradicional acusación de banalizar el Holocausto.
En lo fáctico, hay un episodio que prueba su opción por este recurso.
Del mismo no resultó ajeno su director escénico, Jaime Durán Barba. Todo comenzó a tejerse –según supo revelar un dirigente del PRO a Zoom– durante un almuerzo a comienzos del ya remoto diciembre de 2010 en el comedor de la antigua sede del Gobierno porteño. Junto al gurú ecuatoriano estaba el jefe de Gabinete, Horacio Rodríguez Larreta, y el secretario general, Marcos Peña.
Los tres observaban en silencio a Macri, quien permanecía absorto en la lectura de unas hojas. Era un sondeo de la consultora Ibarómetro sobre índices nacionales de xenofobia; sus cifras eran reveladoras: un 37,9% de los porteños y un 31% de los argentinos consideraba que los inmigrantes no debía gozar del derecho al trabajo, la educación y la salud pública. O sea, aquella masa de compatriotas tenía una cosmovisión similar a la suya. Cuando Macri cayó en la cuenta de tal coincidencia, Durán Barba esbozó una sonrisa.
Y la toma del Parque Indoamericano –iniciada por unas 20 familias sin vivienda durante la mañana del 28 de noviembre de aquel año– ofrecía una oportunidad inmejorable para por fin plasmar en público sus sueños secretos de orden y pureza.
De modo que en una conferencia de prensa efectuada el 9 de diciembre –a sólo dos días de que la metralla policial asesinara allí a dos personas–, no dudó en responsabilizar de los hechos a la “inmigración descontrolada de los países limítrofes”.
Esas sabias palabras propiciarían un pogrom con decenas de heridos en medio de una cacería de personas que ofende a la condición humana. Mientras tanto, los medios deslizaban sólo su estupor ante el carácter “espontáneo” de ese enfrentamiento de “pobres contra pobres”.
Tal fue su lectura sobre la súbita irrupción de un ejército de matones sindicales, barrabravas y punteros oscilantes entre el duhaldismo y el PRO. Eso dibujó una peligrosa bisagra en la historia argentina: fue la primera vez desde la Semana Trágica –ocurrida en enero de 1919– que grupos de choque reclutados entre la sociedad civil se lanzaban a la cacería de inmigrantes.
Tal vez los efectos del asunto no hayan sido debidamente calibrados. Porque hasta ese verano las expresiones xenófobas sólo eran patrimonio de cantitos futboleros o el eje discursivo de ciertos racistas notorios, dado que el carácter “incorrecto” del asunto hacía que incluso quienes estaban infectados por esa patología del pensamiento no la expresaran ante terceros. Pero a partir de aquellos días las cosas cambiaron.
Desde entonces transcurrieron siete años y medio. Los resultados ahora están a la vista.