Hace muchos años, en una ciudad cordobesa llena de campos, un nene desplumó los gansos que criaba su madre, fabricó dos alas y se tiró desde lo alto de un galpón. Ese nene quería volar y se llamaba Marcelo Fabián Pereyra. Hoy lo conocemos como Fabián Show: usamos sus videos como stickers, lo ponemos de fondo en fiestas, miramos sus videos una y otra vez, tiene clubs de fans. Su bailarina iba a contramano y se llamaba Rosalía.
El año pasado vi el documental Que no acabe el show: crónica del hombre que alcanzó su sueño, realizado por Daro Ceballos, y hace unos días lo volví a ver porque lo subieron a Youtube. El director hace un repaso por la vida de Fabián, expone archivo de diferentes shows (hay videos inéditos magníficos), entrevista a su madre, a su pareja, a sus bailarines y a la gente de Bell Ville, ciudad de Córdoba donde todo empezó en una carnicería. Sí, su primer show fue en la carnicería de un amigo. Llevó unos parlantes, cantó unos temas, y fue un éxito. Su primera contratación oficial fue en el 2008, y se puede ver el show porque lo grabó una de sus hermanas (en total eran trece hermanos). En las mesas de lo que parece ser un galpón no se ve a nadie, está casi vacío. Pero él está tan contento, y sus hermanas lo graban y cantan con él y se filman sonrientes.
Lo hermoso de Fabián es que cantaba mal pero era un artista igual. La entrega que ponía en cada show, fuesen diez o cincuenta los espectadores, era plena. Sus presentaciones en cumpleaños, casamientos, boliches y canales eran genuinas y sinceras. Voluntariosas, por sobre todo. Y lo más hermoso es que él, desde siempre, supo que era una estrella. En la semana trabajaba de jardinero, cortaba pastos y cercos. También fue bicicletero. Pero quienes lo veían en sus jardines, sentían que era algo momentáneo, que era “Fabián Show pero cortando el pasto”. O, si estaba arreglando algo en su taller, practicaba sus próximos movimientos de baile con las pinzas en las manos. Él esperaba paciente cada fin de semana para vestirse con sus trajes rojos y brillantes y poder subirse a un escenario.
Sus presentaciones en el programa Rincón de amigos, del Canal 2 de Bell Ville, le permitieron hacerse más conocido. Nunca dejó de ir, y en los videos se puede ver cómo año a año fue perfeccionando los movimientos y también el vestuario. Quizás un poco también la voz, pero eso no es lo que importa. Era tanta la pasión y el compromiso que sentía con su arte que adentro de los pantalones tenían que ponerle goma espuma por cómo se tiraba al piso. “Se prodigaba” dice un entrevistado. Alguien cuenta que una vez se lastimó fuerte la rodilla por hacer una de esas piruetas. Se tiraba de golpe al piso sin miedo a nada, y se quedaba ahí abajo, mirando a la cámara con cara de serio mientras el tema terminaba. Inmutable, muy serio. La gente aplaudía.
Empezó su carrera de grande, cerca de sus cuarenta años, después de un accidente en su Peugeot Partner, en la ruta 9, donde casi se muere. Siempre contaba que después de eso se deprimió mucho, y que la música fue lo que lo salvó. Que tuvo algo así como una revelación y decidió entonces dedicarse a cantar cuarteto cordobés, el género de su lugar. Así empezó su carrera y nadie lo paró. Su mujer lo acompañó siempre. Se puede ver la cara de orgullo que pone cuando habla de él. Guarda todos sus trajes en un armario muy grande: una camisa rosa metalizada, camperas con tachas, un pantalón negro de cuero con flecos. Los descuelga cuidadosamente uno a uno de las perchas y los muestra a la cámara. Ella sonríe.
La figura de Fabián me conmueve. Me hace pensar en qué es ser un artista y en el hecho de que muchas veces la gente reconoce un artista sin cuestionarse el por qué, y eso está muy bien. A veces no hay explicaciones. Lo saben y ya. También su historia me recuerda a que existe algo bastante intrínseco entre el arte y el dolor, en el uso de la tragedia individual o colectiva para hacerlo algo más que un suceso. El truco de usar el dolor como motor de creación. Con la escritura pasa lo mismo, por ejemplo. Hace poco leí un libro donde decía que una tragedia, una vez que es escrita, se transforma en algo más. Que a uno le puede pasar algo terrible y triste, pero que después, si escribimos sobre eso, ya no sólo es algo que pasó. Gabriela Borrelli afirma: “todo puede ser un desastre, pero si podés escribirlo ya no tanto (…) si lo escribís, ya es otra cosa”.
Hölderlin, un poeta alemán que terminó completamente loco, decía que el artista “salva a la humanidad al recibir sobre sí mismo el cruel rayo de la revelación secreta, pero ese dolor también lo cura”. Fabián supo hacerlo y lo hizo muy bien. Tuvo su revelación, sintió dolor, y mediante su arte, se curó. Llegó a cantar con su máximo ídolo, Sebastián, el Monstruo Cordobés, quien lo bautizó como su sucesor. Fabián llegó a la tele, y en los últimos años, cuando le preguntaban cómo estaba, él contestaba: “cuando alguien cumple un sueño está feliz. O sea que yo me siento muy feliz”.
Paradójicamente falleció en un accidente de auto, a los cuarenta y ocho años, el 10 de diciembre del 2016. En ese momento ya era conocido pero nada comparado a la fama que tuvo post mortem. Ahora lo conocemos todos. Y se transformó en un personaje riquísimo y que, personalmente, da orgullo que sea parte de nuestro patrimonio. Los Reyes del Cuarteto le hicieron un homenaje haciendo una canción con su voz ya grabada, cuando cantaba “Volverás a mi cama” (mi versión preferida de él https://www.youtube.com/watch?v=9W_ViVlbUw0). Su existencia llegó a la cantante española Rosalía, quien leyó un cartel donde las fans en su show en Argentina le escribieron “Vas a contramano, Rosalía” (frase sacada de un show de Fabián, donde su bailarina no podía seguir los pasos). En el primer show, la motomami no entendió qué significaba. Ya para su regreso, se informó de qué se trataba la frase (me imagino a Rosalía viendo un video de Fabián Show y me pone contenta por él) y cuando volvió al país imitó los pasos de la bailarina cordobesa, diciendo “ya no voy a contramano, ya no, ya no”. Justicia divina para Fabián Show.
Creo que también lo que emociona alrededor de la figura de este personaje es el sentido de apoyo y colectividad que lo rodeaba. Nadie dudó en darle una mano, nadie dudó en apoyarlo. Su familia, su mujer, sus amigos, todos los vecinos de Bell Ville. Un tipo decide dedicarse a los cuarenta años a cantar y lo hace. Y nadie lo contradice. Alguien lo deja cantar en su carnicería, otra le hace un traje, una familia lo contrata para que cante en el cumpleaños de su hija, aunque nunca haya sido contratado antes. Me pregunto si cualquiera que decidiera una cosa así, por más que lo que decida hacer lo haga muy mal, o no cumpla con los estándares aceptados, sería apoyado de tal manera. Y yo creo que mientras tenga a alguien que lo quiera, sí. Sobre todo acá, en este país, donde muchos repiten todo el tiempo que somos los peores del mundo pero en la realidad somos un amor. Y es cierto. Porque Fabián no hubiese llegado muy lejos sin la gente de Bell Ville.
Muchos dirán que es conocido producto del llamado “consumo irónico”. Creo que este término es muy peligroso. Es soberbio y distancia al consumidor del artista. Si se consume, se consume y ya. Sin burlas ni ironías. A Fabián la gente lo consume porque hacía reír, y él lo sabía. Él siempre decía que cantaba mal, pero que lo hacía con mucha pasión y la gente disfrutaba de sus shows. Y si vemos en los videos las reacciones del público, es verdad. La gente lo mira hipnotizada, se ríe, baila, disfruta. Como que el desparpajo de Fabián permitía que todo el mundo se desparpaje. Y eso es bastante difícil de lograr.
Hace un tiempo, pasada un poco de copas, hablando con un amigo, llegué a comparar la figura de Fabián con Maradona (los riesgos de ser tan fan). No recordaba que en el documental hay un entrevistado que hace la misma comparación. No por el talento en sí, no por una habilidad artística o deportiva, sino por lo único, por lo especial que tienen algunas figuras que no tienen otras, por lo original, lo genuino. “Tiene ángel” dicen algunos. Y creo que eso es ser un artista. Tener ángel, y hacernos ver que este mundo, al fin y al cabo, no es un lugar tan hostil.