Un mundo a medida de Bashar al Assad

El nuevo mapa político occidental le sonríe al presidente sirio que hoy vive su ‘momentum’ y se consolida en el poder. De la era Trump-Putin a la crisis de paradigma después de Irak y Libia.

El presidente sirio Bashar al Assad respira tranquilo y dice que “lo peor ya pasó”, se quebró el consenso de las potencias occidentales que demandaba su destitución, crece el llamado de una paz con todos adentro, y, como si no fuera suficiente, una batalla diplomática y comercial estalló entre los dos aliados de la insurgencia más poderosos del Golfo Pérsico: Arabia Saudita y Qatar. La guerra, que obligó a más de la mitad de los sirios a abandonar sus casas y mató a un número de personas que nadie se anima o puede contar, está lejos aún de su fin, pero el viento está soplando sin duda a favor del gobierno sirio.

 

La guerra en Siria comenzó en marzo de 2011, para 2013 la derrota de Al Assad parecía una posibilidad más que real, especialmente con la inminente invasión estadounidense que no fue. Las cosas comenzaron a mejorar para el gobierno sirio a finales de 2015 cuando Rusia salió de atrás del telón y le puso a disposición su Fuerza Aérea. Con menos tapujos que Estados Unidos y con una estrategia más clara y, por lo tanto, efectiva, Moscú logró comenzar a inclinar la balanza. Al Assad renació de las cenizas gracias a los bombardeos rusos, la fractura del frente insurgente y la transformación de una oposición predominantemente laica, local y con una ambición de poder estatal legitimada por las potencias occidentales hacia una en la que la mayoría de los grupos armados más poderosos son radicales, islamistas, dominados por extranjeros, repudiados por Estados Unidos y Europa, y con aspiraciones más ambiguas y difíciles de prever. A diferencia del apoyo incondicional e irrestricto de Vladimir Putin al gobierno sirio, las potencias occidentales no acompañaron con la misma contundencia a la primera oposición –la de los generales desertores y los miles de sirios reprimidos en las calles por pedir una democracia real– y luego cometieron los mismos errores de siempre con la actual insurgencia islamista e indomable.

 

Por eso, lo que comenzó a hacerse palpable en 2015 es evidente ahora, dos años después. “Ya no veo la destitución de Assad como una precondición para nada, ya que no veo a alguien que pueda ser su legítimo sucesor”, sentenció Emmanuel Macron en una entrevista apenas semanas después de asumir la presidencia en Francia. El ex banquero fue ministro de Economía del anterior gobierno socialista, el mismo que hizo de la salida de Al Assad una bandera irrenunciable. Tampoco fue el candidato al Elíseo más cercano a Rusia, que proponía un cambio en la política exterior, como lo fue el conservador François Fillon. Pero el flamante mandatario francés es ante todo un pragmático y, como tal, leyó el nuevo escenario internacional.

 

Hace dos años, cuando la Fuerza Aérea rusa y la masiva conquista de territorio por parte de la milicia Estado Islámico ingresaron a la ecuación bélica siria, las probabilidades de Al Assad comenzaron a cambiar. Uno de los primeros en reconocerlo en público fue el gobierno de Australia. Sin mencionar a ningún aliado en particular, la canciller Julie Bishop advirtió en una entrevista que existía “un creciente consenso” de que el gobierno de Al Assad podría ser necesario para fortalecer al Estado sirio frente al avance del nuevo y temido grupo islamista. Ninguna de las potencias occidentales la secundó.

 

Pero su posición no era completamente novedosa. Hacía tiempo que la ONU sostenía que ninguna solución política a la guerra era posible sin el presidente Al Assad, una idea denostada por las potencias occidentales y aliadas, analistas y organizaciones internacionales, pese a ser una premisa básica de cualquier mediación de conflictos armados. En 2014, el entonces enviado de Naciones Unidas, el veterano Lakhdar Brahimi, propuso que Al Assad dejara la presidencia y se convirtiera en uno de los arquitectos de la transición política. Su sucesor y actual mediador, Staffan de Mistura, fue aún más contundente y afirmó, de entrada, que “el presidente Assad es parte de la solución”.

 

Pero estas palabras no modificaron la posición de Barack Obama en Washington, David Cameron en Londres y Hollande en París, o como los principales medios del mundo lo simplifican, la posición de “Occidente”: Al Assad asesina y masacra a su propio pueblo, y por lo tanto no puede estar más en el poder ni ser parte de la solución.

“La guerra en Siria desnudó como nunca la crisis de paradigma que dejaron las reconstrucciones fallidas de Afganistán e Irak, y la versión de Barack Obama de intervenciones limitadas, como la que utilizó en Libia”

El consenso empezó a quebrarse, al menos en público, a finales de 2016 con la victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos. Aún antes de asumir, el cambio en la política exterior norteamericana fue evidente. La Casa Blanca se replegó y abandonó el protagonismo que venía teniendo. El gesto más visible fue el abandono de su rol de promotor, junto a Rusia, del diálogo de paz en Ginebra, Suiza. Sin su empuje, otras potencias llenaron rápidamente su lugar. Apenas dos meses después del triunfo de Trump, Rusia, Irán y Turquía inauguraron un diálogo de paz paralelo en Astaná, la capital de Kazajistán, mientras en el terreno los bombardeos rusos seguían garantizando importantes conquistas del Ejército.

 

Estados Unidos se replegó para concentrarse en el cimbronazo interno que implicó el ascenso político del magnate republicano, pero también porque éste último había sido muy claro en la campaña: “No me gusta Assad para nada, pero Assad está matando a ISIS. (…) Rusia está matando a ISIS. Irán está matando a ISIS…Creo que hay que destruir ISIS”. Pese a las presiones y al creciente escándalo por sus vínculos con Rusia, principal aliado de Al Assad, Trump mantuvo esa posición hasta abril, cuando comenzaron una serie de ataques y amenazas al Ejército sirio.

 

Pero aún en medio de esa errática política exterior, el flamante mandatario estadounidense se mantuvo fiel a su primer giro: nunca retomó –al menos en público– el compromiso a largo plazo de Obama con la insurgencia siria o con los esfuerzos diplomáticos de la ONU para conseguir una paz negociada. Su rol más activo, ahora, es el apoyo aéreo y terrestre a la ofensiva del frente sirio-kurdo Fuerzas de Siria Democrática para recuperar Raqa, la última gran ciudad en manos del Estado Islámico en el devastado país.

 

Este cambio de la Casa Blanca marcó el fin del consenso “occidental” que exigía la destitución de Al Assad. Por eso, esta vez el gobierno australiano sí se sintió respaldado para defender su posición frente a sus aliados más cercanos y poderosos. En febrero pasado, después de una primera reunión oficial con el flamante gobierno de Trump, la canciller australiana Bishop visitó Londres y no dudó en confrontar al gobierno británico de la conservadora Theresa May.

 

“Es cierto, (Al Assad) perdió legitimidad como líder, usó armas químicas contra su propio pueblo, pero la realpolitik, la realidad es que tendrá que ser parte de la solución política. (…) La precondición de que Assad debe irse sólo retrasará las negociaciones para una solución política y creo que ha habido un reconocimiento entre los socios de la coalición de que él será parte de la transición”, le dijo Bishop a la prensa británica y forzó a que el gobierno de May tuviera que ratificar públicamente su posición intransigente frente al mandatario sirio.

 

Pese a la negativa de Londres, la coalición de potencias occidentales sí comenzaba a quebrarse en torno a Al Assad, como había dicho la canciller australiana.

 

Durante toda la guerra siria, el gobierno alemán solía ser de la misma posición que sus socios británicos. La canciller Angela Merkel llegó a decir en 2015 que “Assad nunca podrá ser parte de una solución a largo plazo en Siria”. Sin embargo, como Macron en Francia, la experimentada y conservadora dirigente, que este año renovará su cargo en las urnas, entendió que el contexto mundial cambió. Por eso, hace sólo unos días, su ministro de Relaciones Exteriores, el socialdemócrata Sigmar Gabriel, propuso “hablar” con el gobierno sirio. La imagen fue contundente: Gabriel sonriente junto a su par ruso, Serguei Lavrov, en una conferencia de prensa conjunta en el sur de Rusia, en la ciudad de Krasnodar. «Debemos hablar con ese régimen para resolver el conflicto. También sabemos que el futuro de Al Assad y de su gobierno sólo puede resolverse en el transcurso de tales negociaciones», aseguró Gabriel y reiteró para ser claro: “Hay que negociar con el régimen”.

«La guerra en Siria comenzó en marzo de 2011, para 2013 la derrota de Al Assad parecía una posibilidad más que real, especialmente con la inminente invasión estadounidense que no fue»

A diferencia del gradual quiebre del consenso de las potencias occidentales, las potencias regionales involucradas mantienen firmes sus alianzas alrededor de la guerra siria: Irán sigue fiel al gobierno de Al Assad, mientras que Turquía, Arabia Saudita y Qatar, principalmente, son férreos defensores de la oposición armada. El Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo, más conocido por sus siglas en inglés SIPRI, estimó que el pequeño reino de Qatar fue el país que más armas ingresó en Siria en los primeros años de la guerra. Numerosas versiones periodísticas también destacaron la ayuda –económica, política y militar– de Arabia Saudita a lo largo de los años, especialmente en relación con el surgimiento y crecimiento de milicias islamistas radicales compuestas por muchos extranjeros y combatientes que recibían un buen sueldo.

 

Cuando la crisis estalló en el Golfo Pérsico con la ruptura de relaciones de Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Egipto, entre otros, con Qatar, un variopinto frente de analistas internacionales señaló a la insurgencia siria como una de las principales víctimas de esta batalla diplomática. Algunos líderes y comandantes rebeldes –de los que suelen hablar con la prensa occidental– se mostraron preocupados, mientras otros le sacaron dramatismo a la noticia y destacaron que hace tiempo Turquía y Estados Unidos se habían convertido en sus mayores financistas y aliados militares.

 

Es difícil aún determinar cuánto afectó y afectará el quiebre en el Golfo Pérsico a sus aliados en Siria. Recientemente el ministro de Relaciones Exteriores de Qatar, el sheik Mohamed bin Abdulrahman al Thani, advirtió que su gobierno quiere seguir armado a la oposición siria, pero que no lo hará solo. Según informan hace años fuentes anónimas, la coalición internacional que encabeza Estados Unidos en Siria maneja, a través de la CIA, un programa de ayuda militar a la insurgencia junto con Arabia Saudita, Turquía, Qatar y los principales socios de Washington en el mundo. No está claro si este programa, que demostró ser poco eficaz hasta ahora, escaló, se achicó o se mantiene igual con Trump.

 

Nada es cien por ciento claro en una guerra y mucho en menos en la siria, que hace tiempo dejó de ser un conflicto civil para convertirse en una guerra de proxis entre las potencias más importantes del mundo y de Medio Oriente. Las alianzas y las milicias se mezclan y ya no hay frentes o grupos armados puramente sirios, excepto claro los civiles, que son bombardeados, atacados, masacrados, usados de escudo o que caen víctimas de venganzas y represalias injustas todos los días.

 

El destino de Siria hace tiempo que ya no está sólo en manos de los sirios. Al Assad reprimió, torturó, asesinó y masacró con todos los métodos imaginables –e inimaginables– para resistir en el poder; pero si logra terminar esta guerra lo hará gracias a este nuevo mundo, un mundo que baila al ritmo de Trump y de la política de hechos consumados de Vladimir Putin, y al que ya no le queda otra que reconocer el fracaso de la ideología intervencionista humanitaria y democrática de las potencias occidentales. La guerra en Siria desnudó como nunca la crisis de paradigma que dejaron las reconstrucciones fallidas de Afganistán e Irak, y la versión de Barack Obama de intervenciones limitadas, como la que utilizó en Libia.

 

En los tiempos de hoy, es muy difícil ganar una guerra solamente por la vía militar. Por eso, cuando quiera poner fin a los combates y los atentados, Al Assad tendrá que sentarse a negociar seriamente. Nada lo apura, pero éste parece ser un buen momento. El repliegue del Estados Unidos de Trump y el creciente protagonismo de Rusia en las negociaciones multilaterales de paz, el giro pragmático de algunas potencias occidentales claves y la crisis que domina las discusiones en el Golfo Pérsico y podría evitar un frente común entre las monarquías son todos elementos que benefician al gobierno sirio y debilitan a la ya fragmentada oposición.

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