Un lugar para lo genuino

“Sólo quien fue o va a una universidad pública sabe las cosas que se pueden generar en un aula, las ideas y sensaciones que pueden florecer en un espacio bastante austero, con un escritorio y unos bancos realmente incómodos ocupados por personas.” Por Martina Evangelista

No tengo muy en claro qué hago en esta aula. No sé bien qué hago acá, con aproximadamente treinta personas más, un día de semana, bien entrada la noche, después de una jornada laboral, escuchando poesía romántica inglesa del siglo XIX. Treinta personas leyendo y desmenuzando Oda a un ruiseñor, un poema escrito a principios de 1819 por un burgués que está tirado en el pasto (dicen que estaba un poco borracho), que escucha el canto de un pájaro y empieza a divagar sobre la historia del mundo, sobre las cosas trascendentales, sobre lo real y lo verdadero, y lo hace de una manera bastante nostálgica, bastante cursi, dándole la espalda a la era moderna, al capitalismo y al ritmo de su época. Pienso que, en un punto, en esta aula, siglos después, estamos haciendo un poco lo mismo.

La poesía romántica fue la primera poética de los tiempos modernos. Fue un contramovimiento frente a la aceleración desmesurada de la industria, de las ciudades y del consumo. Entre todo del caos y todo el desmadre que había a su alrededor, el poeta romántico se tiraba en un bosque, a la orilla de un río, en un parque o en un cementerio, y a través de la contemplación de las cosas, activaba su meditación, iniciaba un viaje a su interior y, así, un viaje al interior del mundo. Esta postura trae aparentada una figura del poeta como un hombre alienado, como un escapista del presente: lo que hoy denominaríamos un vago, un inútil. Ya en esa época, por gran parte de la sociedad, eran vistos de igual manera.

Los románticos tenían una concepción de la utilidad muy hermosa. Consideraban que había dos tipos de utilidades: una material, transitoria y particular, aquella que suprime las necesidades del hombre a corto plazo, sea una herramienta, un objeto, un procedimiento, algo útil en el sentido de facilitar la vida terrenal, consumista; y, por otro lado, una utilidad duradera, universal y permanente, algo útil en términos que fortalece la imaginación y el espíritu, algo útil como “todo lo que añada sensación” y “ensanche el espíritu”. Colocaban a la poesía como la más pertinente herramienta para este tipo de utilidad.

Pienso entonces en esta universidad, en esta carrera, en esta materia y en esta aula. Pienso a qué tipo de utilidad está más cercano el hecho de preguntarnos por la naturaleza de la poesía. A qué tipo de utilidad está más cercano el título de Licenciados en Artes de la Escritura. Creo sospecharlo. Estoy en esta aula y exactamente una semana después se va a votar en el Congreso el apoyo del veto al presupuesto universitario que decidió Milei. El veto va a seguir firme, pero yo todavía no lo sé, estoy acá entre cuatro paredes y no me imagino que la semana que viene voy a tener que juntarme con compañeros para ir a entregar el parcial en un bar sobre Av. Callao, porque están reprimiendo en el Congreso, cerraron la facultad y nos da miedo ir solos.

Sólo quien fue o va a una universidad pública sabe las cosas que se pueden generar en un aula, las ideas y sensaciones que pueden florecer en un espacio bastante austero, con un escritorio y unos bancos realmente incómodos ocupados por personas. Las verdades y saberes que pueden aparecer y que pueden calar en los estudiantes y también en los profesores. Como dice Tamara Tenenbaum en una nota, “la idea de que entrar a un aula a dar una clase de filosofía es ingresar a un santuario en el que todos participamos de un teatro, un ritual, una ficción durante la cual el tiempo se detiene y hay horas infinitas para discutir un pasaje de Kant que, de pronto, se vuelve, también, en ese teatro, infinitamente importante”.

El aula como santuario, un pasaje como lo más importante. Y tener tiempo para escucharlo, debatirlo por horas, o que se nos vaya la vida en un poema, qué quiso decir este flaco, qué opinamos como seres latinos sobre la literatura europea, qué es la muerte para nosotros, qué es el amor para ellos.

El tema, y lo que me preguntaba hasta no hace mucho, es cómo lograr hacerles entender a los muñecos militantes de Milei la importancia sobre la existencia de esto. No me refiero a los votantes del presidente en general, sino más bien a quienes lo militan fervientemente y defienden sus ideas a capa y espada. Y cuando expreso estas ideas en palabras, me doy cuenta de que es una tarea imposible. ¿Les importará lo trascendental, “el mundo verdadero”? ¿qué deben pensar de los poetas? ¿estarán de acuerdo con otro tipo de utilidad, que no sea la material?

Con los siglos la importancia que se le atribuye a la poesía fue disminuyendo categóricamente. En la Antigua Grecia hasta la historia se escribía en versos. Un poeta se consideraba un legislador del mundo. Ahora es muy fuerte la postura anti-poesía, en general. El famoso verso de Marianne Moore, una de las poetas más importantes de Estados Unidos: “I, too, dislike it”: “a mi también me desagrada”. Pero el poema sigue:

Poesía (1919):

A mí también me desagrada.

Leyéndola, sin embargo, con un perfecto desprecio por ella, una descubre,

después de todo, un lugar para lo genuino.

En tres versos una buena poeta puede resumir los divagues y los intentos de plasmar algo de todo esto que tiene una en la cabeza y no le sale. Bueno, para algo están las citas. Ese lugar para lo genuino, el hecho de preguntarse por lo genuino, agarrar un objeto cotidiano y sacarle el velo, poder ver la belleza del mundo que, la mayoría del tiempo, está dormida. Dicho así, no pareciera ser cosa menor.

Personalmente, no me considero poeta. Sólo escribo algunas cosas. Por mucho tiempo me dió vergüenza: cuando me preguntaban qué escribía, y yo contestaba “poesía”, me sentía una estúpida. Es que así cala la mirada de los otros, la mirada del capitalismo sobre la poesía. Pero con el correr de los años, me amigué con la idea. Gracias a la universidad, y lo que hizo ella en mí, dejé de creer que era una cosa en vano. Es que en su inherente inutilidad, existe justamente su utilidad. La poesía no responde a una necesidad material, no genera plata (salvo que seas muy famoso internacionalmente), no satisface en ese sentido de la necesidad. Y en ese gesto está lo importante. Por eso es necesaria. Juan Gelman lo decía bien en su libro Cólera buey (1964):

Toda poesía es hostil al capitalismo

puede volerse seca y dura pero no

porque sea pobre, sino

para no contribuir a la riqueza oficial.

COMPARTÍ ESTE ARTÍCULO

Share on facebook
Share on twitter
Share on linkedin

Recibí nuestras novedades

Puede darse de baja en cualquier momento. Al registrarse, acepta nuestros Términos de servicio y Política de privacidad.

Últimos artículos

Antonio Muñiz propone un camino al liderazgo tecnológico a través del desarrollo sustentado en I+D+I
La discusión en el Congreso sobre el veto al financiamiento universitario desencadenó una sucesión de crisis internas en las principales fuerzas políticas de Córdoba. Por Lea Ross
Megaoperativos que parecen «razzias», declaraciones estigmatizantes del jefe de la Policía de Tucumán. En la semana en que se conmemora el Día Mundial de la Salud Mental, el Jardín de la República ¿ataca o defiende a sus ciudadanos? Por Carlos Alberto Díaz