Un espanto anunciado

La presidencia de Mauricio Macri es una réplica a escala de su gobierno en la Ciudad. Por qué esos rasgos, ignorados durante la campaña, hoy empiezan a irritar.

El gobierno de Mauricio Macri es exactamente como se presumía que iba a ser. Bastaba con observar las acciones y resultados de los ocho años de gestión en la Ciudad de Buenos Aires para intuir lo que el PRO -líder de la Alianza Cambiemos- ejecutaría en la nación. Un ejemplo: el gusto por tomar deuda externa.

 

Entre 2007 y 2014, la deuda de la administración porteña pasó de US$ 559 millones a casi US$ 2.140, es decir que casi se cuadriplicó (3,8 veces, para ser exacto).

 

La mayor parte de esas acreencias se tomaron en dólares: de un 92% del total de la deuda en 2007 y 2008 al 95% en 2014, con un pico del 98% en 2013.

 

Ese modelo de hiperendeudamiento, como se puede verificar casi a diario, se replica en nación. En los en dos años que Macri lleva de gobierno, el país emitió deuda por un total de u$s132.969 millones, de los cuales 108.173 millones fueron emitidos por el Tesoro Nacional. De esa cifra, 76.032 millones fue tomado en moneda extranjera.

 

Según cifras de la agencia Bloomberg, la Argentina es el mayor emisor de deuda soberana del período 2016-2018, comparado con el resto de los países emergentes. A contramano del relato “desarrollista” que difunde el gobierno, buena parte de esos fondos se utilizan para cubrir déficit fiscal.

 

El desbalance de las cuentas públicas fue otra característica saliente de la gestión PRO en la ciudad. Entre 2007 y 2014, sólo se registró superávit financiero en 2010. El resto del tiempo el balance fiscal mostró un resultado negativo. Como ocurre ahora en nación, el déficit porteño se cubrió con endeudamiento y subejecución de partidas presupuestarias en áreas sociales.

 

En contraste con la pretendida intención oficial de reducir la carga impositiva, en la Ciudad Macri aumentó los impuestos. Según un trabajo de la consultora Robinson & Asociados, en 2004 la CABA se encontraba cuarta entre las jurisdicciones con mayor presión fiscal como porcentaje de su Producto Bruto Geográfico (PBG). En 2013, la capital del país pasó a estar segunda entre las jurisdicciones con mayor presión tributaria, sólo detrás de la provincia de Tucumán.

 

El salto fue propiciado por la reforma impositiva que el macrismo impuso en 2012, que incrementó la alícuota de Ingresos Brutos y otros impuestos. En paralelo, el gobierno porteño aumentó su recaudación mediante la suba de ABL, patentes, sellos y otros tributos locales.

 

La suma del poder público y privado le permite al gobierno ejecutar un modelo que potencia la inequidad distributiva

 

En consonancia con su historia porteña, la mentada “reforma impositiva” que el gobierno logró aprobar el año pasado está lejos de ser el “alivio” tributario que se promocionó. Al menos para la mayoría de los contribuyentes, que seguirán pagando sin cambios los abusivos impuestos al consumo, como el IVA a los alimentos.

 

Las empresas, en cambio, sí contarán con reducciones importantes en su carga fiscal. Según el gobierno, en algún momento esos beneficios “derramarán” en creación de empleo y mayor inversión. Una creencia que la historia ya desmintió.

 

Como ocurrió en la Ciudad, la reforma tributaria aprobada en diciembre acentúa la transferencia regresiva de ingresos desde los sectores populares hacia las elites que manejan las finanzas, los negocios y, ahora, el poder formal. La suma del poder público y privado le permite al gobierno ejecutar un modelo que potencia la inequidad distributiva con cierto control de conflicto social. Pero no, como dijo hasta el hartazgo el macrismo en campaña, con “diálogo y consenso”, sino con el uso de la violencia estatal.

 

Una de las primeras medidas que adoptó Macri como jefe de gobierno fue crear la policía de la ciudad. Como se verificó más temprano que tarde, la nueva fuerza fue creada con objetivos múltiples, que incluían el espionaje y la represión del conflicto social. Su bautismo de fuego ocurrió en el Parque Indoamericano, donde los flamantes policías locales unieron fuerzas con los federales para disparar contra un grupo de desposeídos. Otro hito represivo ocurrió en el hospital Borda, donde los uniformados porteños arremetieron contra médicos y pacientes que resistían un desalojo.

 

En ambos casos, la policía actuó en beneficio y protección de desarrollos inmobiliarios públicos y privados, donde convivían contratistas ligados al máximo poder político de la ciudad. Con el arribo de Macri a la Casa Rosada, la práctica se extendió por todo el país. Las represiones en el sur -que provocaron la muerte de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel-, y la persecución policial de sindicalistas y dirigentes sociales en el norte forman parte de un clásico esquema coercitivo de poder que utiliza a las fuerzas de seguridad como protector de los intereses particulares de la elite gobernante.

 

El proyecto oficial que busca arancelar el acceso de los extranjeros a la salud y la educación pública tampoco es una novedad. En diciembre de 2010, el propio Macri se quejó por la “inmigración descontrolada” que, a su modo de ver, explicaba la proliferación de villas y barriadas populares. Como ocurre ahora, en aquel momento el macrismo recurrió a la xenofobia para justificar el ajuste y la subejecución de partidas destinadas a cobertura social.

 

En efecto, como lo muestran las planillas excel de la gestión PRO en la Ciudad, en los ocho años de Macri se destinó poco -y se ejecutó menos- a viviendas sociales, planes de alimentos, apertura y ampliación de escuelas, y expansión de la cobertura sanitaria. Creció, en cambio, el presupuesto destinado a pagar intereses de la deuda, los subsidios a “emprendedores” y el gasto de “infraestructura” -la mayor parte cosmética- que alimentó los bolsillos de contratistas ligados desde siempre a Macri y a su clan familiar. En eso, tampoco hay novedad.

 

Casi todo lo que ahora espanta a las audiencias -incluso a los propios votantes de Cambiemos- siempre estuvo ahí. La promiscua alianza con Clarín, los “conflictos de intereses”, la proliferación de funcionarios con fortunas de origen incierto y ahorros ocultos en el extranjero. El gusto por la mano dura, las expresiones xenófobas y la maximización de la intolerancia política -eso que bautizaron “la grieta”- también estaban entre los antecedentes de Macri cuando la mayoría lo eligió como presidente de la nación. ¿Qué cambió para que aquel prontuario que se ignoró comience a aparecer como una novedad que irrita? En eso, la culpa no es del chancho, sino de quien lo alimentó: políticos, sindicalistas, medios, periodistas y hasta empresarios que hoy se sorprenden por los magros resultados económicos del “mejor equipo en 50 años” en su momento decidieron ignorar el evidente historial de Macri por una combinación de ilusión óptica -provocada por el marketing-, prejuicio positivo de clase – “es madera del mismo palo, los empresarios lo van a ayudar”, se dijo- y el odio anti K. Según las últimas encuestas disponibles, de todos esos activos sólo lo último sigue en pie: el núcleo duro macrista puro parece dispuesto a bancarse cualquier calamidad con tal de que “no vuelvan más”. Por ahora, en ese tercio el odio es más fuerte que la realidad.

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