Trump, un año después

Donald, el sobreinterpretado, cumple su primer año en Washington. La parábola de la esperanza antiestablishment trash a la vanguardia de una agenda conservadora imprevisible
Tony Webster ( Flickr

Hace un año, cuando Donald Trump estaba a punto de asumir la presidencia de la mayor potencia militar del mundo, del norte cultural que aún sobrevuela las aspiraciones de gran parte del globo y del Estado con la máquina de hacer billetes que ordena los mercados financieros internacionales, Washington estaba sumido en la más absoluta incertidumbre. Ningún analista o dirigente político serio se animaba a pronosticar qué haría el magnate inmobiliario devenido en celebridad televisiva devenido en presidente de la nación. Los aliados más amarillistas hablaban de una revolución contra el establishment político; los críticos más dramáticos, del fin de los valores democráticos y el liderazgo global. Nada de eso pasó. Lejos de revolucionar o hundir Estados Unidos, Trump se convirtió en el espejo que refleja la cara más fea del país.

 

En ese espejo presidencial, millones de estadounidenses y el mundo entero vieron una reivindicación de la misoginia más explícita e impune –Trump ganó las elecciones con varias denuncias de abusos sexuales encima y esas mujeres aún reclaman que Washington haga justicia–, vieron el apoyo a la “buena gente” que marcha con capuchas del Ku Klux Klan, banderas de la antigua Confederación esclavista y haciendo saludos nazis, vieron el desprecio descarado a los inmigrantes pobres que abandonan sus “países de mierda” en busca de un futuro mejor y vieron cómo se puede defender con una hipocresía altanera e impermeable una realidad paralela con datos falsos o manipulados.

 

Seguramente para millones de personas en Estados Unidos, América latina, Medio Oriente o en otras regiones del mundo, esta cara de la sociedad y la dirigencia norteamericanas no es del todo una novedad. Pero para los que creían que Estados Unidos era el líder del mundo libre, como se bautizaron al unísono Washington y Hollywood desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la verborragia adolescente, el desdén, la ignorancia, el racismo y, ante todo, la impunidad de Trump les destruyó una ilusión.

 

Es esta conmoción justamente la que nubla los análisis del primer año de mandato de Trump y tapa los verdaderos cambios que logró imponer el flamante presidente. Detrás de las polémicas, de los tuits y de los insultos, Trump está impulsando una agenda profundamente conservadora, con atisbos de proteccionismo económico.

 

La agenda interna

Ni bien asumió, Trump suspendió la participación de su país en el Tratado de Asociación Transpacífico, la mayor iniciativa de libre comercio que negoció su antecesor, Barack Obama, y una estrategia para contrarrestar la influencia económica de China sobre el resto de Asia. Con el mismo argumento de que Estados Unidos debe estar primero y que la globalización cerró fábricas y eliminó miles de puestos de trabajo, también forzó una renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, más conocido como Nafta, con Canadá y México, que aún continúa.

 

Pero mientras profesa proteccionismo y pone como su principal objetivo generar empleo, su gran victoria en el Congreso fue la reforma impositiva más regresiva en décadas. La nueva ley –que Trump definió como “un recorte masivo de impuestos para las familias trabajadoras de Estados Unidos, que son la columna vertebral y el latido del corazón de nuestro país”– redujo de 35% a 21% el impuesto a las corporaciones y todas las categorías del impuesto a las ganancias personales, excepto la más baja que sigue igual.

 

La reforma no sólo favorece a los más ricos, sino que también golpea directamente a los trabajadores de menos recursos. La nueva ley elimina a partir del próximo año el mandato individual y obligatorio de contratar un seguro médico, la base del sistema de salud que había aprobado Obama en 2010. Esto, sumado a la eliminación de las ventajas impositivas que proponía ese sistema y el recorte del financiamiento público para salud que el oficialismo tiene previsto en su proyecto de presupuesto, representará en los próximos años una carga extra en las finanzas de las familias que menos ganan.

 

La ley, además, le declaró la guerra a los estados más ricos, muchos de ellos en manos de gobernadores demócratas. Hasta ahora, los contribuyentes podían descontar una parte importante de los impuestos que pagaban localmente en su declaración federal. En California, por ejemplo, el promedio era de 22.000 dólares per capita. Con la reforma, el límite pasó a ser de 10.000, lo que significa más recaudación para la Casa Blanca y más bronca entre los contribuyentes de los estados con mayor PBI.

 

La otra gran victoria de Trump fue más silenciosa. No atrajo las tapas de los diarios en Estados Unidos y mucho menos en el mundo, pero podría tener consecuencias estructurales para el país.

 

“Orgulloso de decir que la comisión de Justicia y el Senado hicieron historia hoy al confirmar al juez de circuito (apelaciones) número 12 este año. Es el mayor número para un primer año de cualquier presidente en 228 años de la historia de nuestro país”, celebró el presidente de la comisión de la cámara alta, el republicano Chuck Grassley, en su cuenta de Twitter a mediados de diciembre pasado.

“Lejos de revolucionar o hundir Estados Unidos, Trump se convirtió en el espejo que refleja la cara más fea del país”

El nuevo gobierno republicano aprovechó el inusual número de vacantes en las principales cortes del país, que se había acumulado después de años de boicot inquebrantable contra Obama y todos sus candidatos. Desde que Grassley celebró su año récord, Trump nominó a otros 7 magistrados para cubrir vacantes en las cortes de apelaciones federales. Si logra confirmar a estos también, habrá colocado a 19 de los 39 hombres y mujeres que tienen la última palabra en todos los casos federales que no llegan a la Corte Suprema, en donde hoy, además, son mayoría los jueces nombrados por gobiernos republicanos.

 

Mientras Trump ganaba la guerra de posiciones en el Poder Judicial, la oposición, las principales organizaciones de derechos civiles y cientos de miles de personas en las calles intentaban pelear todos los frentes de batalla que abrió el gobierno en una estrategia cotidiana muy eficaz.

 

La agenda conservadora fue, sin dudas, el corazón del primer año del gobierno Trump.

 

Desde el primer día, la seguidilla de decretos, órdenes internas, propuestas y simples provocaciones fue interminable. Firmó vetos migratorios para frenar la entrada de millones de refugiados y ciudadanos de países pobres y de mayoría musulmana, aprobó fondos para aumentar las redadas y detenciones de inmigrantes sin papeles dentro del país y derogó programas de protección a grupos especiales, como los jóvenes conocidos como dreamers (soñadores) o los salvadoreños.

 

Al mismo tiempo, puso al frente de la Agencia de Protección Medioambiental a Scott Pruitt, un hombre conocido por cuestionar los argumentos científicos que sostienen las políticas contra el cambio climático y un ferviente defensor de los combustibles fósiles, como el petróleo, gas y el carbón. Vació de contenido y personal a las oficinas del gobierno que se dedicaban al tema, abandonó el Acuerdo de París, el último tratado internacional que buscó –con sus límites– crear un plan multilateral y reactivó proyectos que habían sido cancelados por razones ambientales: la construcción del oleoducto Keystone XL desde Canadá al sur de Nebraska, en el centro de Estados Unidos, y la habilitación para explotar crudo offshore en todas las costas del país.

 

El derecho al aborto y los derechos de personas trans fueron otro objetivo central de su agenda conservadora. Sin pasar por el Congreso –donde seguramente no iba a encontrar fácilmente una mayoría– y evitando una confrontación directa con los fallos de la Corte Suprema que los avalan, creó obstáculos y límites, como la suspensión de fondos para organizaciones y agencias internacionales que practican o asesoran sobre abortos, la prohibición de personas trans en las Fuerzas Armadas –un decreto que fue anulado por la Justicia– y la apertura de una oficina en el Departamento de Salud para dar voz a los empleados de hospitales y clínicas que se niegan a practicar abortos o atender a personas trans por “sus creencias religiosas”.

 

La agenda externa

En el plano internacional, Trump tampoco revolucionó el tablero como muchos esperaban.

 

Se retiró de acuerdos internacionales y puso en duda otros, como el pacto nuclear entre las potencias mundiales en Irán. Abandonó la Unesco, la agencia de la ONU para la cultura y el patrimonio histórico, y recortó fondos a otra agencia de Naciones Unidas que se dedica a garantizar los derechos básicos de millones de refugiados palestinos. Se trenzó en una pelea casi infantil con el máximo líder de Corea del Norte que terminó en una escalada que hizo temer una guerra nuclear y desató una ola de protestas en todo Medio Oriente al romper una política de Estado de más de 50 años y reconocer a Jerusalén como la capital de Israel.

 

Como le pasó dentro del Congreso dominado por su propio partido, Trump no supo utilizar más de medio siglo de hegemonía casi indiscutida para construir poder en el mundo. Eligió aliados –por ejemplo, Israel y Arabia Saudita– que generaron más polarización internacional y rivales –China y Rusia, según su doctrina de Seguridad Nacional– que hacen imposible que Washington encabece cualquier tipo de esfuerzo multilateral importante o significativo.

 

No hay duda de que el mismo mundo que se enamoró al instante del carisma de Obama hace casi una década y creyó con ilusión en sus promesas de paz, entendimiento y diálogo, hoy repudia a Trump, su unilateralismo, sus bravuconadas y su ignorancia. Pero el presidente de Estados Unidos está tranquilo. Pese a todo lo que hizo, dijo y prometió, su popularidad casi no ha cambiado desde que ganó las elecciones en noviembre de 2016.

 

Según la consultora Gallup, Trump tuvo un pico de apoyo del 45% en los primeros días de gobierno, pero luego siempre osciló entre un 35 y un 38%. Se trata de un nivel sustancialmente menor a la popularidad promedio que tuvieron todos los presidentes anteriores desde 1938 en su primer año. Sin embargo, no es más bajo que lo que necesitó para su victoria electoral. Ganó la presidencia con casi el 46% de los votos, pero menos del 60% de los ciudadanos que podían votar lo hizo. De hecho, análisis posteriores demostraron que, gracias al sistema electoral indirecto, la diferencia la hicieron apenas 80.000 votantes en tres estados: Michigan, Pensilvania y Wisconsin.

 

Por eso, Trump gobierna y habla sólo para su tribuna, una tribuna que hace muchos años el ex presidente Ronald Reagan bautizó muy eficazmente como la mayoría silenciosa de Estados Unidos.

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