SUAVE ES EL VERANO

Iniciando el nuevo año, reflexionamos sobre los momentos de descanso a partir de la figura de la fallecida autora Joan Didon.
playa vacaciones

Hace unos días, mi hermana me preguntó qué novela liviana podía llevarse para leer unos días en el Tigre. Le presté La última felicidad de Bruno Fólner (2015), de Mempo Giardinelli. Lo leí hace varios años, y tenía el recuerdo de que era, lo que yo llamo, un libro-caramelo: se saca el envoltorio lentamente, lo degustamos en la boca tan sólo unos segundos (sin morderlo para que no se quiebre) y suspiramos cuando ya no quedan más que destellos dulces o ácidos, según el gusto, en nuestra lengua. Cuando mi hermana volvió del Tigre le pregunté si lo había leído, y me contestó que le había encantado, pero que no era específicamente a lo que ella se refería con novela liviana. Me recordó la temática del libro-caramelo que le presté: un hombre se escapa hacia una recóndita playa de Brasil. El detalle es que está prófugo por haber “matado” a su esposa con cáncer terminal. (Ups).

El otro día también me preguntaron qué novela regalar para leer en las vacaciones, y volví a escuchar el concepto de “novela de verano”. Me hizo pensar entonces en ese tipo de lectura, en los libros sobre la arena, en las vacaciones, en el mar y en lo que significan en el imaginario colectivo los géneros livianos o pesados de la literatura.

Tender is the night (1934), novela de Scott Fitzgerald, (traducida Suave es la noche), narra la historia de una pareja norteamericana que pasa la estación del sol en la Riviera Francesa: años ‘20, glamour, riqueza, elegancia, liviandad. Durante el verano, sobre las playas de mar azul y piedras calientes, entre Marsella y Cannes, el matrimonio junto a sus hijxs son la fotografía de una familia perfecta. Pero cuando termina la temporada, y vuelven a sus vidas cotidianas, la aparente felicidad y armonía comienzan a caerse desde lo más alto de la torre: salen a la superficie profundas depresiones, infidelidades, violencias de todo tipo y demás complicaciones de su deliciosa vida conyugal. Otra vez, el verano como escenario de lo bello y lo simple; otra vez, el resto de las estaciones como el escenario de la realidad.

Estos últimos días del año, que parecen ser una ilusión sin espacio ni tiempo, y donde los casos positivos o contactos estrechos nos pasan como balas rasantes cada aproximadamente 15 minutos, lo único que me salva es pensar en las vacaciones. Ya sea en el mar, en la montaña, o en la pileta de San Miguel del Monte, estoy esperando llegar a cualquier destino turístico y abrir mi novela de verano. Aunque tampoco me molesta si es una novela de otoño, de invierno o de primavera. Me contengo cada día para no abrir el libro de Sara Gallardo que me espera en la mesa de luz: decidí, de manera intransigente, que quiero empezarlo al borde de la pileta.

Ahora bien, a pesar de estos fragmentos de ilusión, con olor a protector solar y ruidito de hielo flotando en el fernet, me resulta inevitable pensar (sí, antes de que empiecen) en el fin de las vacaciones. Ya puedo sentir el calor de febrero atravesando todo el departamento, el embotamiento camuflado con un ventilador de pie. La ida al trabajo en el subte. Ya vaticino mi soledad porteña, cuando los pies de la mayoría estén tocando el agua costera o las orillas de algún lago en el sur. Al final, termino reconociendo que nada tiene sentido, que todo se derrumba: el verano, como tantas otras cosas, no es más que una ilusión pasajera.

Fue en la estación de verano, también, cuando Joan Didion, siendo muy joven, ganó un concurso en la revista Vogue y pisó por primera vez Nueva York, para dedicarse definitivamente a la escritura. Y fue en el invierno de Manhattan, el pasado 21 de diciembre, cuando la escritora, periodista y cronista falleció a sus 87 años.

La conocí hace relativamente poco. En la facultad, Tamara Tenenbaum, siendo mi profesora de Taller de Crónica, tradujo para la clase unos fragmentos de El álbum blanco, libro que publicó Didion en 1979. En esas 21 páginas de Word, traducidas de manera “ridículamente literal y porteña”, como escribió en su nota Tamara hace unos días en elDiarioAr, descubrí una manera de escribir sin un fin aparente; conocí una manera de describir hechos siniestros y violentos sin intención alguna de encontrar una explicación o sentido de los mismos (tentación en la que solemos caer cuando escribimos sobre los sucesos y eventos más inexplicables, bizarros e inentendibles de la vida).

Pensando en la ilusión del verano, en la inservible intención de buscarle una narrativa y orden a la vida (año – vacaciones – otro año – otras vacaciones), recordé una hermosa y terrible frase de Didion: “Fue la primera vez que lidié directa y rotundamente con la evidencia de la atomización: la prueba de que todo se desmorona”.

Esta frase la escribió refiriéndose a la época en la cual vivió en Hollywood con su hija y su marido John Gregory Dunne, también escritor, en los años ´60 y principios de los ’70: asesinatos todos los días, el clan Manson merodiando por los barrios, drogas, bandas de rock, gente desaparecida, las Panteras Negras, robos a mano armada, hippies, Janis Joplin, Dry’s Martini’s. Todo eso era Hollywood. Y Didion no sólo fue testigo y protagonista de esta época: la plasmó en papel. Y lo hizo de manera cruda, distante y real a la vez.

(…) Una tensión demente y seductora se estaba armando en la comunidad, como si se tratara de un vórtice. Los nervios se estaban excitando. Recuerdo un tiempo en que los perros ladraban todas las noches y la luna estaba siempre llena. El 9 de agosto de 1969 yo estaba sentada en la parte baja de la pileta de mi cuñada en Beverly Hills cuando ella recibió una llamada telefónica de un amigo que había escuchado recién sobre los asesinatos en la casa de Sharon Tate Polanski en Cielo Drive. El teléfono sonó muchas veces la hora siguiente. Estos reportes tempranos eran tergiversados y contradictorias. Una persona decía capuchas, la siguiente decía cadenas. Había veinte muertos, no, doce, diez, dieciocho. Se imaginaban misas negras, se culpaba a malos viajes. Recuerdo toda la desinformación de ese día muy claramente, y también recuerdo esto, y desearía no recordarlo: recuerdo que nadie estaba sorprendido. (…)

En enero de 1971, la escritora, agobiada de Hollywood, decide mudarse. ¿Saben dónde?: frente al mar. Volvió a su casa en Malibu, California, porque le gustaba el horizonte, el mar, la playa, “lo plano”. La ilusión del infinito. La ilusión del verano. Evidentemente, hasta en la mente más incrédula y pesimista, el contacto con el mar significa algo que está relacionado al alivio, a respirar, al escape. Evidentemente, la vida costera trae algo de suavidad a nuestra existencia.

A los días de su fallecimiento, vi el documental Joan Didion: el centro cede, y lloré cuando su sobrino cuenta que Joan fue la única que no se río cuando a él se le escapó un testículo de la malla. Y me faltó el aire cuando Didion lee unos versos que escribió sobre los acantilados de California, y el miedo que le daba meterse al mar cuando la rompiente chocaba contra las rocas:

(…) La marea tenía que ser la correcta. Y había que estar en el agua en el momento justo en que cambiaba. Había que estar en el agua cuando la marea era la correcta. Cada vez que lo hacíamos, temía perder la oleada, quedarme atrás, no sincronizarlo bien. (…) Tenías que ver cambiar el oleaje. Había que ir con el cambio. (…)

Y sonreí, gratamente, cuando con sus propias palabras, la escritora afirma que es muy fácil ver el principio de las cosas, pero que lo difícil es ver su final. Que siempre corremos el riesgo, sin darnos cuenta, de quedarnos demasiado tiempo en el parque de diversiones de la vida.

Pensé en la similitud de esta afirmación con la percepción del verano: qué fácil es reconocer el principio de las vacaciones, qué difícil es reconocer el fin de las mismas.

Joan: me compré por internet El año del pensamiento mágico. Según la editorial, va a demorarse muchos días, pero prometo que cuando llegue, voy a leerlo una vez que esté en la arena, en lo plano. En los límites del mar.

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