Una usuaria de X postea: “Cerramos 2024 con un femicidio cada 30 horas (datos de Amnistía Internacional) y empezamos 2025 con un femicidio cada veintiséis horas (datos del Observatorio Ahora Que Sí Nos Ven)”. Los comentarios más agradables solo tiran datos, el resto promete asesinatos, violaciones y muertes para “todas las feministas”. Lo hacen en nombre de la libertad. Uno de los datos con los que intentan “educar” a la usuaria confirma que durante la existencia del Ministerio de la Mujer (cerrado en 2024) se registró la misma cantidad, lo que demostraba que “no servía” y era una inversión del Estado al pedo. La lectura es peligrosa en tanto propaga la idea de que las políticas de género no tienen impacto en la reducción de la violencia, omitiendo que su desmantelamiento solo profundiza la desprotección. El cierre del Ministerio de Mujeres por parte del presidente Javier Milei no solo fue una señal política, es una estrategia concreta de desarticulación. En Tucumán se refleja en la eliminación de programas de asistencia y en el desfinanciamiento de redes de contención que han dejado a muchas mujeres en una situación de vulnerabilidad extrema.
El relato oficialista, amplificado por sectores mediáticos y redes sociales, construye la idea de que el feminismo es un privilegio y no una lucha por derechos básicos. Sol Despeinada,[1] en un posteo realizado en Instagram el 4 de marzo, nos dejó leer que en este contexto de precarización y retroceso, la organización colectiva se debilita porque “la batalla cultural no se puede priorizar con hambre, falta de trabajo y en un contexto incierto de seguridad”. Y es cierto, sin una estructura estatal que respalde, sin acceso a la justicia ni políticas públicas activas, el movimiento feminista se enfrenta a un nuevo desafío: seguir existiendo sin que la urgencia devore la agenda. Seguir existiendo, aunque nos dé miedo. Es que la idea de hogar como refugio hace tiempo caducó y la confianza en el otro también tiene fecha de vencimiento.
No se trata solo de la impunidad creciente en casos de violencia de género o de la militarización de la vida cotidiana que refuerza los valores punitivos y patriarcales. Ejemplos de esto: la reducción de presupuesto para asistencia a víctimas (la línea 144 sigue en funcionamiento, pero con recorte de recursos y personal); femicidios sin condena o con fallos livianos (casos como el de Cecilia Strzygowski en Chaco, donde la influencia política de la familia Sena marcó el desarrollo de la investigación); retroceso en la implementación de la Ley Micaela y la ESI; avance del discurso de “mano dura” y represión (el protocolo antipiquetes de Bullrich y las detenciones arbitrarias de manifestantes, es decir, criminalización de las protestas); la presencia de fuerzas federales en barrios populares bajo la excusa de “combatir el narcotráfico”; discursos que promueven la sumisión de las mujeres. No es solo la violencia explícita, también la simbólica: la precarización del trabajo, la maternidad sin derechos, la brecha salarial que se profundiza. En Argentina, las mujeres ganan, en promedio, un 27% menos que los varones por el mismo trabajo. La feminización de la pobreza es una realidad que no se combate con discursos sobre meritocracia. Gobierno de control, disciplinamiento y terror. No importa qué tanto odies o ames al peronismo y/o kirchnerismo, a todos nos suena este tipo de acciones a una forma de gobernar que marcó la historia argentina. Se trata, también, de una redistribución del poder que expulsa a las mujeres y diversidades de los espacios de decisión.
En ciencia y tecnología, por ejemplo, el 59,5% de quienes producen conocimiento en Argentina son mujeres, pero solo el 22% ocupa puestos jerárquicos en organismos de investigación. La paridad de acceso no garantiza la paridad en el ejercicio del poder. Este dato, poco mencionado en los debates públicos, es fundamental para entender por qué es necesario el Ministerio de Mujeres. No hablamos solo de que las mujeres puedan votar, estudiar o trabajar, sino de cómo las desigualdades estructurales siguen operando incluso cuando esos derechos están garantizados: brechas salariales persistentes, carga desproporcionada del trabajo doméstico y de cuidados, acceso desigual al financiamiento y recursos para emprendedoras, violencia política y simbólica en el poder, sesgo de género en la justicia, entre otros factores que demuestran que los derechos formales no se traducen automáticamente en igualdad real. El Ministerio no es un organismo asistencialista, es una herramienta de redistribución del poder. Su papel es impulsar políticas que corrijan desigualdades invisibles, como la falta de corresponsabilidad en los cuidados o la baja representación femenina en sectores estratégicos. La meritocracia sin equidad de condiciones, solo refuerza la exclusión, y sin un organismo que garantice la transformación de estas estructuras, la igualdad queda en el papel. O directamente no queda.
En política, el panorama es aún más evidente. Mientras Karina Milei y Rossana Chahla son elevadas a lugares de reconocimiento dentro de estructuras conservadoras, el resto de las mujeres son empujadas a la periferia. Cristina Fernández de Kirchner, una de las figuras políticas más importantes de las últimas décadas, es deliberadamente desplazada del centro de la escena en un país donde la casta parece ser solo la que no está alineada con el nuevo régimen. Y no solo fue la primera mujer electa presidenta en Argentina (y eso en dos ocasiones consecutivas), además marcó un punto de inflexión en la representación política de las mujeres en el país. Su figura sigue siendo un espejo incómodo para el poder: una mujer que no se doblegó, que desafió estructuras y que, por eso mismo, debe ser borrada de la historia reciente.
¿Por qué es importante participar de las actividades y manifestaciones del 7M? ¿Por qué es importante marchar este 8M, entonces? Porque no alcanza con contar las muertas ni con llorarlas en la soledad de nuestras intimidades. No basta con ser tendencia en redes sociales: hay que ser un problema. Marchar es visibilizar una tragedia, es construir colectivamente un discurso, es tejer redes, y plantear estrategias de resistencia. Ya sabemos lo que viene: invisibilización por parte del Estado nacional y provincial, un acompañamiento reducido a unos pocos posteos en redes oficiales que, con suerte, no son sepultados por la violencia de los comentarios, y hasta flores y bombones con notitas de “feliz día”. Necesitamos ocupar las calles, gritar, cantar, alzar carteles, ser fotografiadas, viralizadas, pero no solo para ser vistas: necesitamos que el mensaje trascienda y se convierta en una interrupción del orden establecido, en una disputa por la agenda pública. Adhiero a la afirmación “marchar no soluciona nada”, no, hay que accionar mucho más que eso, pero las marchas sí mantienen viva nuestra presencia incómoda, y con ella interrumpimos la normalidad de quienes prefieren no vernos para recordarles que estamos. Además, nos permiten generar nuevas formas de organización, de resistencia y de incidencia política. Allí, nos damos cuenta de que la marea sigue siendo grande, que aún estamos a tiempo de reparar las desarticulaciones que hoy presenta nuestro movimiento, y de que el espacio que construimos en las calles nos convoca, nos conecta con una historia de luchas y da lugar a una proyección hacia el futuro. Marchar es un acto de visibilidad, de memoria colectiva, de reconfiguración del sentido de las luchas feministas, de nuestras vidas, nuestros derechos y nuestro poder de organización. Es necesario colapsar las redes sociales militando en las pantallas y haciendo ruido en un Barrio Norte que arroja paquetes de polenta por las ventanas y en un Barrio Sur donde la gente mira desde adentro de las cafeterías. ¿Cuánto falta para que censuren cada discurso que incomode? ¿Cuánto para que el algoritmo elimine cualquier atisbo de organización? ¿Cuánto para que nos prohíban hablar del 7M, del 8M, de la violencia, del derecho a existir y de nuestras vidas?
En Tucumán, y todo el país, el 7M y el 8M se viven con la certeza de que el movimiento feminista sigue presente, aunque fragmentado y en un escenario hostil. La pregunta sigue abierta: ¿cómo nos posicionamos frente a este presente? La respuesta no está solo en ocupar las calles, sino en cuestionar las relaciones de poder que nos excluyen y nos reducen a meras espectadoras. ¿Por qué siguen siendo más los varones en posiciones de poder? ¿No es acaso porque las mujeres siguen cargando con una sobrecarga de tareas que va desde lo doméstico hasta lo reproductivo? Y si los hombres ocupan esos puestos jerárquicos, ¿no será porque el sistema está diseñado para eximirlos de esas responsabilidades, mientras nosotras estamos sometidas a ellas? Y no, no es solo una cuestión de cantidad: no importa si somos más mujeres en la ciencia, en la calle, en puestos de trabajo, si seguimos viviendo en un sistema donde los mismos valores y las mismas estructuras de poder machistas prevalecen. Milei no puede hacer nada sin la mano de Karina, y es ella quien mueve los hilos, pero ¿por qué no está ella en la presidencia, si es la cabeza de todo?
Para lograr la visibilidad que necesitamos, es importante entender que el poder está en los cargos o en las marchas, y también en cómo nos hacen pensar. El poder está en las ideas que nos imponen desde siempre y en todo lo que nos rodea: los medios de comunicación, los algoritmos en redes sociales, y hasta en lo que aprendemos desde pequeñas sobre lo que se espera de nosotras. Nos dicen qué comer, cómo vestirnos, por dónde caminar… La verdadera pelea está en desmantelar esas ideas que nos imponen, en cuestionar todo lo que damos por sentado. Las personas que votaron por un gobierno que nos niega el derecho a vivir ¿lo hicieron por odio o ignorancia? Tal vez. Quizá también porque esas ideas invisibles les hicieron creer que no todos merecemos los mismos derechos, que las desigualdades son normales. Si no cambiamos esas creencias, todo lo demás serán cambios superficiales, que no van a transformar nada en lo profundo. Es necesario dejar de ser un reflejo de lo que nos imponen y buscar ser una verdadera amenaza para las estructuras patriarcales, esas que nos dicen que nuestro lugar está siempre atrás, abajo y al costado. Y capaz así logramos construir algunas maneras de lograrlo, para que algo quede.[2] Hay que leer las conexiones inquietantes entre el poder y la política[3] para transformar el escenario en donde se disputa nuestra suerte[4] en un discurso con el que descuadernar la brutalidad multifacética de la opresión.[5]Quizá, la mejor estrategia es empezar en donde menos nos quieren: en las calles…
[1] Médica, docente de Educación Sexual Integral, referente feminista argentina e influencer. En Instagram: @sol_despeinada.
[2] https://revistazoom.com.ar/para-que-algo-quede/
[3] https://revistazoom.com.ar/conexiones-inquietantes-entre-el-poder-y-la-politica/
[4] https://revistazoom.com.ar/en-que-escenario-se-disputa-nuestra-suerte/
[5] https://revistazoom.com.ar/la-esperanza-entre-el-cielo-y-el-infierno/