En los años 90 Jordania, como Argentina, era uno de los ejemplos exitosos que promocionaba el Fondo Monetario Internacional (FMI) y los analistas económicos afines. Sin embargo, a diferencia de Argentina, esa monarquía de Medio Oriente no tuvo un 2001 ni un quiebre con el organismo de crédito internacional. Todo lo contrario. Su relación se mantuvo firme y anclada en la dependencia a los fondos externos declarada por los sucesivos gobiernos. En las últimas tres décadas, Jordania firmó ocho programas con el FMI, prácticamente sucesivos, y las condiciones siempre exigieron la reducción del déficit fiscal y la deuda pública, y las propuestas, aumentos de precios, de impuestos, eliminar subsidios a bienes de primera necesidad, entre otras. En 1989, esas políticas desataron grandes protestas en el sur del país, que terminaron con cinco muertos, decenas de heridos, la salida del entonces primer ministro y una vuelta a elecciones democráticas. Hoy, casi tres décadas después y persiguiendo un nuevo programa de un FMI que dice haberse reformado y aprendido de sus errores, Jordania vive manifestaciones aún más masivas contra el ajuste, el aumento de precios y de impuestos, un estallido social que no sólo consiguió la renuncia del jefe del gobierno, sino también desnudó las consecuencias de tres décadas de políticas celebradas como exitosas.
A diferencia de las protestas de 1989, esta vez las manifestaciones no se limitaron al sur del país y fueron más grandes. Una de las razones es que el ajuste iniciado en los últimos años -tras la firma del último préstamo del FMI en 2016- afectó directamente a la clase media jordana, un sector de la sociedad que no suele salir a las calles a reclamar en masa. Sólo este año, el gobierno impuso un impuesto nuevo a ciertos alimentos básicos, el combustible aumentó cinco veces, las facturas de electricidad crecieron hasta un 55% y ahora el Parlamento se preparaba para aprobar una nueva ley que aumentaría la base imponible del impuesto a las ganancias del 4,5 al 10% de los ciudadanos, bajando el mínimo para las familias y los individuos, y para las empresas también.
El desempleo supera el 18% -aunque economistas críticos sostienen que la cifra real es mucho mayor- y más del 30% de la población está por debajo de la línea de pobreza, según estimó un grupo de expertos del Banco Mundial en 2014, en un informe que demostró falencias en las cifras oficiales.
Tras sólo cuatro días de protestas y sin mediar escenas de represión estatal -algo destacable para la realidad política de Medio Oriente y de muchos países que imponen las políticas de ajuste del FMI a rajatabla-, el rey Abdullah II decidió pedir la renuncia del primer ministro Hani Mulki y reemplazarlo con el entonces ministro de Educación, Omar al Razzaz, un ex economista del Banco Central con mejor imagen pública. La primera medida del nuevo jefe de gobierno fue retirar el proyecto de ley que proponía nuevos aumentos de impuestos y prometió abrir un diálogo. «La prioridad es consultar con los diputados, el Senado y los sindicatos, primero sobre el proyecto de ley del impuesto a la renta. Celebraremos muchas reuniones y, para el final de hoy, podremos alcanzar una visión clara del futuro,» aseguró ayer jueves después desde el Parlamento. «Tenemos que tomar medidas inmediatas para volver al camino correcto», agregó.
Pero no le será muy fácil abstraerse a las demandas de recorte y aumento de la recaudación del FMI. Este año los aliados de Jordania del Consejo de Cooperación del Golfo -principalmente las monarquías petroleras de Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Kuwait- decidieron no renovar el último programa de ayuda financiera de cinco años por 3.600 millones de dólares que terminó el año pasado. Esto significa que, por fuera del FMI, el único aliado que se comprometió a seguir asistiendo con fondos a Amán es Estados Unidos. A principio de año, el entonces secretario de Estado Rex Tillerson firmó un acuerdo de ayuda de cinco años por 6.375 millones de dólares.
Sin embargo, hace unos meses, Hussam Abdallat, un técnico que trabajó 20 años en la oficina del jefe del gobierno devenido en activista anticorrupción que fue detenido el año pasado por intentar lanzar una iniciativa de transparencia política, advirtió que nada de lo que envía Washington llega a la gente. “La ayuda estadounidense no le sirve al jordano promedio, la mayoría va a apoyar a los militares jordanos -que sirven a los intereses estadounidenses, no a los jordanos- y el resto vuelve a Estados Unidos a través de la empresas norteamericanas que trabajan en Jordania”, le explicó a la cadena Al Jazeera en febrero pasado, cuando se multiplicaron las protestas por los aumentos de los precios de los alimentos, un germen del estallido que terminó de sacudir al país esta semana.
Otro gobierno de la región que sigue manteniendo la confianza en las políticas del Fondo, pese a experiencias traumáticas y sangrientas, es Egipto.
En 2016, el actual presidente Abdel Fatah al Sisi firmó un acuerdo con el FMI para obtener un préstamo en cuatro etapas de 12.000 millones de dólares. Una de las metas principales es llevar el déficit fiscal al 9,4% del PBI a finales de julio, cuando termina el año fiscal del país, y continuar reduciéndolo hasta el 8,4% en 2019 y el 6,2% en 2020. Otra meta es reducir la deuda pública del 107% del PBI actual a un 80% en 2020.
Para hacer eso, devaluó en sólo un día casi un 50% de su moneda a fines de 2016 -un cimbronazo para un país muy dependiente de las importaciones-, aumentó el precio de los combustibles en un 50% y de la electricidad en un 42% en 2017 y ahora prevé reducir los subsidios a la energía en un 26% y la electricidad en un 47%. El año pasado el gobierno también achicó el suministro de pan garantizado por el Estado, lo que tocó una fibra sensible en la población y desató importantes protestas en algunas de las principales ciudades del país.
Pese a esta reacción, el gobierno continuó con las medidas de ajuste.
El mes pasado el pasaje de subte en El Cairo aumentó un 250% y las autoridades reforzaron la seguridad dentro y fuera de las estaciones para evitar nuevas protestas. Atentos al creciente malestar popular que existe y dice no sentir la mejora de las cifras macroeconómicas, el gobierno anunció esta semana un aumento del 15% en las jubilaciones y dos bonos para los empleados públicos para contrarrestar los aumentos de combustible y energía que se avecinan.
Hay que esperar a ver si estas medidas son suficientes -de los 26 millones de egipcios que trabajan formalmente, 7 millones lo hacen en el Estado- en un país de más de 95 millones de personas, en donde aún muchos recuerdan los llamados Disturbios del Pan de 1977, en los que cientos de miles de personas salieron a las calles a protestar contra la eliminación de subsidios a alimentos básicos, ejecutada a pedido de los organismos de crédito internacional, un estallido social que terminó con el despliegue del Ejército, cerca de 80 muertos, cientos de heridos, unos mil detenidos y la restitución de los subsidios.
Para muchos de los que se levantaron ayer y hoy contra las políticas de ajuste pedidas por el FMI y otros organismos de crédito internacional como el Banco Mundial, sus gobiernos aceptan las condiciones que llegan de la sede en Washington porque son corruptos, serviles o ineficientes. Pero eso no explica el fenómeno del Fondo ni su capacidad de mantener sus ideas y propuestas intactas, pese a los repetidos fracasos económicos, estallidos sociales y crisis internacionales que echaron por el suelo sus previsiones, certezas y doctrina, en general.
El ejemplo perfecto es Ucrania.
En febrero de 2014, una ola de protestas masivas celebradas y apoyadas por la Unión Europea (UE) y Estados Unidos lograron derrocar a uno de los mejores aliados de Vladimir Putin en esa región, el presidente Viktor Yanukovich. Este socio de Rusia había coqueteado con la posibilidad de firmar una suerte de tratado de libre comercio con la UE, pero finalmente decidió reforzar la alianza con Moscú y sepultó el acuerdo. A partir de su caída, el escenario se planteó de manera maniquea: volver a ser una seudo república postsoviética corrupta e ineficiente bajo la esfera de influencia exclusiva de Rusia o convertirse en un Estado moderno, transparente, aliado de la UE y Estados Unidos.
Ucrania por ese entonces se encontraba sumida en una profunda crisis económica, había perdido la ayuda financiera de su antiguo aliado, Rusia, y comenzaba una guerra contra milicias separatistas pro rusas en dos provincias del Este, que aún continúa hoy. En ese contexto, el FMI cobró doble relevancia: como prestamista y como auditor y garante privilegiado por la UE y Washington de la transformación del Estado ucraniano en un miembro de la Europa liberal, moderna y respetada.
Poco importaron las voces de economistas y analistas que desde adentro y afuera de Ucrania advertían lo que estaba pasando en Grecia, en ese mismo momento y en ese mismo continente.
Grecia ya llevaba cuatro años de políticas de ajuste dictadas por el FMI y por sus tres acreedores europeos -el Mecanismo de Estabilidad Europea (MEDE), el Banco Central Europeo y la Comisión Europea- y la situación empeoraba: el país no crecía, el desempleo superaba el 25% -50% entre los más jóvenes-, el ingreso familiar promedio se desplomaba junto a las prestaciones sociales y los sueldos, y la pobreza alcanzaba a un 30% de la población.
A diferencia de las crisis económicas o los estallidos sociales en regiones del llamado Tercer Mundo -como Medio Oriente, África o América latina-, las noticias sobre el empobrecimiento de Grecia, un país miembro de la UE, ocuparon las tapas de los diarios y los horarios centrales de los noticieros de todo el mundo. Las colas de jóvenes abandonando el país, las historias de otros que se quedaban, pero debían volver a vivir con sus padres porque ya era imposible independizarse económicamente; las protestas de médicos, maestros y periodistas por los constantes recortes y la cara más inclemente de Alemania y la cúpula de la Unión Europea frente a un país en caída libre pusieron nuevamente bajo la lupa el rol y las premisas del FMI.
Excepto en Ucrania. Allí -como en Egipto en los años 70- lo que estaba en juego era otra cosa, cambiar de aliados y entrar a lo que muchos quieren instalar como “la comunidad internacional” pero en realidad es el consenso político, económico y socio-cultural de las principales potencias occidentales.
Para entrar a ese club, el FMI sigue siendo la puerta de entrada y no sólo económica. Al nuevo gobierno de Ucrania de Petro Poroshenko, un magnate ex aliado de Rusia devenido en dirigente liberal, el Fondo no sólo le propuso las condiciones tradicionales -apertura de la economía, privatizaciones, aumento de precios y tarifas, devaluación de la moneda y achicamiento del gasto público-, sino que actualmente lo está presionando para crear un tribunal de justicia que se dedique exclusivamente a investigar y perseguir casos de corrupción. Según repiten hace años los representantes del FMI que viajan a Kiev, es la medida necesaria para garantizar la credibilidad del Estado ucraniano frente a los inversores extranjeros y la Unión Europea, el bloque al que aspira a ingresar algún día.