Oda a la academia

“Lo que buscan con este desfinanciamiento es que las universidades quiebren, y mediante ese camino proponer el arancelamiento”. El mecanismo del gobierno para vencer con la palabra y su falta de correlación con la realidad. Por Martina Evangelista

Una mesa rectangular con patas muy finas, tres libros enormes y abiertos sobre ella, marcados con papeles de colores entre las hojas, por todas partes. Una silla de madera con una cuerina verde ya quebrada en el medio, un pizarrón atrás. No mucho más. Observo lo minimalista de la imagen, mientras tengo una de las mejores clases que presencié a lo largo de mi carrera como estudiante. La materia es “Historia del teatro moderno y contemporáneo”, el teórico lo da el profesor Camilletti. Y observo justamente la escenografía tan modesta porque pienso en lo increíble que es el hecho de que se necesite tan poca parafernalia, tan pocos yeites tecnológicos para enseñar, si el dispositivo profesor es el que funciona como una máquina del tiempo que te lleva a otra época, un teletransportador que te hace ver otros tiempos. El profesor Camilletti va caminando hoy por las calles del Londres del siglo XVI, y vemos el teatro El Globo sin la necesidad de una pantalla.

En un momento de la clase, el profesor explica que en el teatro isabelino, aquel que rigió aproximadamente desde 1574 hasta 1642 (año en el que Carlos I prohibió y mandó a incendiar todos los teatros), el decorado era verbal. A través del diálogo de los personajes, el decorado y las locaciones aparecían gracias a las palabras, y que eso permitía muchos cambios escenográficos y multiplicidad de espacios. Un personaje decía “llueve”: los espectadores veían esa lluvia. Otro personaje decía “qué hermosa está Polonia esta tarde”: los espectadores veían qué hermosa estaba Polonia esa tarde. Lograban justamente el artificio que está logrando el profesor en este momento, en esta clase. No sé si se dará cuenta, creo que ni lo piensa.

Clases atrás se dio un práctico sobre “El mercader de Venecia”, de William Shakespeare. Es una obra un poco controversial, se la tilda a veces de antisemita. La trama es más o menos así: un judío le presta plata a un cristiano, en el mercado de Venecia. La condición es que, si el cristiano no le paga a tiempo, el judío podrá pedir como modo de pago una libra de carne del cuerpo del cristiano (éste último parece que era muy bueno con todos salvo con el judío: lo insultaba, lo denigraba, lo trataba como ser inferior, lo animalizaba). Efectivamente el cristiano no puede pagarle, y el judío reclama lo suyo. Entonces se meten dos personajes femeninos, Porcia y Nerissa, primero mandando cartas que inventan sucesos (los personajes los toman como reales), y luego se disfrazan de hombres: se hacen pasar por hombres de leyes, se meten en el juicio y mediante sus oratorias, lo salvan al cristiano finalmente de dar su carne como pago.

A partir de esta obra, leímos un ensayo de lingüística, de Zucchi, titulado “Las palabras no son las cosas”. Analiza cómo en la primera etapa de la modernidad, muchísimas obras, tanto comedias como tragedias, utilizaban personajes que cuestionaban la naturaleza del lenguaje y lo manipulaban según sus intereses. La masificación de la imprenta y de la alfabetización no sólo generó nuevas oportunidades expresivas en las personas, sino también nuevas maneras de pensar el lenguaje y su vínculo con la realidad. Las palabras, ¿son las cosas?; lo que decimos, ¿es lo real?, la palabra barco, ¿es el barco?

El ensayo “se propone estudiar si en The Merchant of Venice [1597], la manera en que los personajes se desenvuelven puede leerse como influida por la práctica de la lecto-escritura. En particular, (…) la oposición entre jóvenes y ancianos (…) e intentaremos probar que ambas franjas etarias son representadas con una diferente competencia metadiscursiva. Como esperamos demostrar, este saber es de suma importancia para el desarrollo conflictual de la pieza, ya que les permite a los jóvenes alcanzar sus objetivos. En contraste, en diversos momentos de la obra los ancianos quedarán presentados como presos de la opacidad del lenguaje, hecho que los conduce al fracaso”. Es decir, en otras palabras, lo que sostiene el ensayo es que ganan los individuos que tiene mejores herramientas metalingüísticas, los que saben manipular mejor el lenguaje (los jóvenes); pierden los que no tienen tantas competencias en el campo, los más “básicos” (los ancianos). Como afirma Rinesi: “la lucha entre los jóvenes y los viejos, y el triunfo definitivo, en toda la línea, de los primeros sobre los segundos, [es un] triunfo que se conquista por medio del uso de todo tipo de ardides, trampas y simulaciones”.

Todo esto me hizo pensar en la situación política de nuestro país y en los diversos análisis que se hicieron y se hacen con respecto a cómo llegó a ganar el actual oficialismo. Particularmente, en la manera que utilizaron el lenguaje en las redes sociales, y cómo impactaron en las generaciones más jóvenes. Javier Milei es un gran manipulador del lenguaje (bueno, no sólo del lenguaje: es un manipulador per sé). Tanto en su campaña electoral como en sus cadenas nacionales ya siendo presidente, afirma cosas que no son, da datos falsos, o datos que dichos de una manera parecen ser ciertos, pero sin exponer el verdadero trasfondo.

Un ejemplo de esto es lo que salió a decir el oficialismo sobre la situación educativa y la financiación por parte del Estado a las universidades públicas. El presidente afirmó que hubo un 70% de aumento en el presupuesto universitario. Pero lo cierto es que ese aumento sólo corresponde a tan sólo un ítem del financiamiento: los gastos de funcionamiento (luz, agua, gas, internet, limpieza, etc). Y este ítem representa tan solo un 9% del presupuesto total. Sí, un 9%. Dentro del otro 91% que el gobierno no menciona, están los salarios del personal docente y no docente. En otras palabras, el presupuesto que proponen para el funcionamiento de las universidades es el más bajo desde 1997. Y ni hablar de las becas y la compra de libros, aristas que están siendo totalmente ignoradas (realmente no pusieron ni un peso). Entonces, la afirmación de que se aumentó un 70% el presupuesto universitario, ¿es lo real? La palabra aumento, ¿es el aumento?, la palabra barco, ¿es el barco?

Lo que dijo el vocero presidencial Manuel Adorni el otro día, de que ellos son los “mayores defensores de la universidad pública”, ¿se condice con la realidad? No, y la realidad es que lo que buscan con este desfinanciamiento es que las universidades quiebren, y mediante ese camino proponer el arancelamiento de las mismas.

El martes pasado asistí a la marcha con más convocatoria que presencié en mi vida, si la memoria no me falla. Los medios hablan de 800.000 personas. Fue la primera manifestación en la que me encontré a mi tío, por ejemplo, kinesiólogo graduado en la Universidad de Buenos Aires. O la primera marcha en la que vi la línea D, que sale desde Belgrano, completamente llena desde Congreso de Tucumán. Viajé con señoras muy paquetas de barrio norte, marché con estudiantes de la UADE, me saludé con profesores que yo siempre tildé de gorilas. Y quizás lo sean, quizás no, pero si hay algo sagrado en este país, y que la mayoría sabe que no debe tocarse, y algo de lo que la mayoría se siente inmensamente orgullosa, es la educación pública de calidad. Nuestras universidades son las mejores de Latinoamérica. Entonces pienso en esta relación entre el lenguaje y la realidad, en el poder del primero pero también en la palpabilidad de lo segundo (no sé si existe esa palabra, pero voy a inventarla en todo caso). Porque los pasillos sin luz de mi facultad son palpables, porque la incapacidad de los profesores para llegar a fin de mes es palpable, porque las estufas apagadas y los alumnos con bufandas en unas semanas dentro de las aulas van a ser palpables. Porque los cuerpos marchando el martes pasado fueron lo más palpable que sentí en mucho tiempo. Puedo decir entonces que la palabra aumento no es aumento, que las palabras no son las cosas, y que la palabra barco, al fin y al cabo, nunca va a ser el verdadero barco.

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