Milei o Argentina: el dilema de un país

Está en juego un país. Y su gente. Y el derecho a una vida digna. Esa es la encrucijada. Y una exigencia contra la crueldad y la corrupción: "o es pa' todos la cobija, o es pa' todos el invierno". Por Yeyé Soria

En la memoria colectiva de millones de argentinos y argentinas, lo que ha dignificado nuestra vida en común, eso que nos gusta llamar derechos conquistados, el conjunto de reconocimientos que marcaron para siempre nuestra identidad colectiva en una década virtuosa de mediados del siglo XX, son el país. La bocanada de aire fresco del aguinaldo, en el diciembre caluroso de las fiestas; la anécdota feliz en Mar del Plata gracias a las vacaciones pagas; la celebración, con lágrimas en los ojos, del primer profesional de la familia, formado gracias a la universidad Pública; y aquel día histórico de 1951 en que las mujeres pudieron ir a votar.

Hasta la irrupción del peronismo, existían una nación y una república formalmente constituida, pero, en el sentido más profundo, el país, como una identidad común de la que sentirnos orgullosos, nació en aquellos años intensos, en los que daban ganas de cantar el himno en su versión original, para poder decir, a voz en cuello se levanta a la faz de la tierra/ una nueva y gloriosa nación.

Porque un país —según nuestro modesto entender— es el conjunto de realizaciones posibles en las que nos reconocemos, de las que nos apropiamos, y que nos permiten proyectar una vida digna para nosotros y nuestros hijos.

El 8 de octubre de 1944 se sanciona el Estatuto del Peón (decreto-ley 28160/44). Días después, el 17 de octubre, Juan Domingo Perón, en su condición de secretario de Trabajo y Previsión, anunciaba este logro. Sus palabras, hoy, resuenan como una advertencia:

«Este Estatuto tiende a solucionar posiblemente uno de los problemas más fundamentales de la política social argentina (…). No es menor la esclavitud de un hombre que, en el año 44, trabajó para ganar 12, 15 o 30 pesos por mes. Y esa es la situación del peón. Se encuentra en una situación peor que la del esclavo, porque a este el amo tenía la obligación de guardarlo cuando viejo, hasta que se muriera. En cambio, al peón, cuando está viejo e inservible, le da un chirlo como al mancarrón para que se muera en el campo o en el camino. Es una cuestión que ningún hombre que tenga sentimientos puede aceptar” (Juan Domingo Perón, 17 de octubre de 1944).

La felicidad del pueblo

Desde el peronismo se comienza a instalar la idea de que el Estado era el que debía garantizar el desarrollo social y político del pueblo, el progreso económico de la nación y conservar y cuidar nuestros recursos y bienes. Hablamos de justicia social, independencia económica y soberanía política.

El contraste con el modelo liberal, que hasta su explosión dominó la Argentina, es total. Para los liberales, la solución es que el mercado mande solo, sin que el Estado se meta. El peronismo, en cambio, cree que el Estado debe tomar las riendas para hacer crecer la industria, distribuir mejor la riqueza y fortalecer el consumo interno, porque fue eso lo que permitió el acceso de la clase obrera a objetos y bienes que hasta entonces les eran negados. Como señala Natalia Milanesio en Cuando los trabajadores salen a hacer compras,[1] el consumo no solo consistía en productos alimentarios u objetos para el hogar, también se democratizaron los bienes culturales: “En enero de 1940, por ejemplo, el número mensual de asistentes a teatros y cines fue de 1.607.392 personas, siete años más tarde la audiencia creció a 3.147.473. En 1952, el promedio mensual de asistentes sólo al cine fue de casi 5 millones de personas”.

En el consumo se materializaba esa idea de país donde todo comenzaba a sentirse más alcanzable y que permitía a todos y todos soñar con un futuro mejor.

Cipayo, vendepatria

Si malo es el gringo que nos compra, peor es el criollo que nos vende, frase icónica del querido Arturo Jaureche que viene a sintetizar este momento de bronca acumulada. La consigna «Milei o Argentina» que propone la ex presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, apela a un sentimiento antiimperialista y coloca a los intereses del actual presidente fuera del país. ¿Se fijaron? Nunca se lo ve más feliz, más cómodo, más entregado que cuando es un extranjero. En cambio, en Santiago del Estero, en Corrientes o en el Conurbano Bonaerense, en fin, en Argentina, se crispa, estallan los tics, toca un arpa imaginaria, suelta una lengua de excusado, atropella un discurso ininteligible. Tan diferente de cuando está con sus amos del Norte, ¿no? Con Donald Trump, con Bessent, con los buitres del FMI, con los referentes de la ultraderecha mundial, se lo ve feliz.

Crueldad: no hay un solo fin que justifique cualquier medio

Es precisamente esa ajenidad, esa falta de reconocimiento en lo propio, lo que le permite aplicar políticas de ajuste con una crueldad que exhibe sin pudor. ¿Acaso puede alguien imaginar algo peor que la no ejecución de la Ley de Emergencia Pediátrica (Ley Garrahan)? Canta Jorge Drexler en la canción “El fin y el medio”: “El dedo que aprieta el gatillo / debería saber esto / no hay tuyos ni suyos ni míos / si son niños, son nuestros (todos los niños son nuestros)”.

Pues bien: tenemos un presidente que lleva casi dos años apretando el gatillo. Una vez, y otra, y otra más…

La pregunta, entonces, es inevitable: ¿la política de ajuste y de crueldad del gobierno nacional, justificada como su medio para lograr el déficit fiscal es, en realidad, su fin?

Lo cierto es que su crueldad se basa en una sumatoria de odios: a la posibilidad de crecimiento del otro, al Estado de Bienestar, a los trabajadores con derechos, a la vejez digna, a sostener una clase trabajadora llena de profesionales universitarios, al sueño de la casa propia. Al país.

Es cada una de estas carencias lo que nos está quitando un país. Buscan un modelo donde el peronismo —y sus conquistas— no tengan lugar. Javier Milei se propone inaugurar una época donde se pueda discutir si dañar al otro por medio de políticas de crueldad está bien o mal, marcando un quiebre en la sociedad. Judith Shklar[2] palidecería: su principio de que todo el mundo evitaría ser objeto de un acto de crueldad, le queda grande a este autodenominado “liberal libertario”.

Con la cabeza en el 26 ¿o en el 27?

Si hay que reconocerle algo a Milei, es que no mintió: venía a destruir el Estado desde adentro, y con él, a su gente. Si queremos recuperar de lo que del país estamos perdiendo —la comida, la salud, la educación, el futuro—, tenemos que frenar a Milei. Y la condición elemental es recuperar la soberanía. No podemos soportar ni permitir que el presidente del imperio nos diga qué hacer. Incluso para equivocarnos, queremos ser soberanos.

Cristina Kirchner nos propone una decisión crucial para este 26 de octubre. Cuando vayamos a marcar una cruz, estaremos eligiendo entre un país con justicia social, soberanía política e independencia económica, o una colonia en la que lo único importante es el beneficio de los que más tienen, y donde el presidente y sus ministros solo buscan el Premio Nobel de la Injusticia, la palmada de los líderes de ultraderecha de un mundo que da vergüenza, o un tuit de Donald Trump.


[1] Milanesio, Natalia (2020): Cuando los trabajadores salen a hacer compras. Nuevos consumidores, publicidad y cambio cultural durante el primer peronismo, Siglo XXI Editores, Buenos Aires.

[2] Judith Nisse Shklar fue una especialista en teoría política letona, nacionalizada estadounidense. Fue la primera mujer catedrática del departamento de ciencia política de la Universidad de Harvard. El concepto citado es posible encontrarlo en Shklar, Judith (2018): El liberalismo del miedo, HERDER, Madrid.

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