Las semillas

“Hay un video de Silvina Luna que me gusta mucho, capturado por las cámaras de Gran Hermano. Está en bikini, joven, al borde de la pileta. Baila y se agarra la grasa de su panza y pareciera que también la hace bailar”. Una columna de Martina Evangelista.

Estoy leyendo ciencia ficción. Es un género al que nunca me acerqué mucho y por la facultad tuve que hacerlo: estoy fascinada. Sobre todo, porque entendí que no trata sobre otra cosa que la mismísima realidad, pero vista de diferentes formas. El poder, la violencia, la moral, las jerarquías, todo lo que entra en este saco que es el mundo, pero visto en otros mundos, o en el mismo que vivimos, pero que ya es diferente. Y digo ya porque muchísimos relatos ocurren acá, pero en otros tiempos, en innumerables pasados y futuros posibles.

Como puerta de entrada al género leímos un cuento de Octavia E. Butler, “La hija de sangre”. Butler fue una escritora negra, nacida en California, que en los años ‘70 se dedicó a la ciencia ficción. Toda una rareza para ese entonces. El cuento trata sobre especies que “conviven”: los pocos humanos que quedan y los invasores, quienes dominan. Éstos últimos necesitan de los cuerpos humanos para poder reproducirse: ponen sus huevos en ellos. Muchísimo tiempo se lo catalogó al cuento como una metáfora de la esclavitud (una temática fácil para etiquetárselo a una escritora negra), pero la misma autora lo desmintió: siempre afirmó que se trata de una historia de amor. 

Al leerlo no pensé en el amor. Me quedé con la imagen del protagonista, un chico joven, que es embarazado por una de los invasores, una especie de larva o ciempiés gigante que lo conoce a él y a su familia desde hace muchos años. La imagen de un hombre embarazado que engendrará algo no humano, y que si no se saca a tiempo lo empezará a comer por dentro, me nubló la vista con su potencia y no pude pensar en el amor. Es que estas imágenes tan potentes son comunes en una de las ramas que tienen el terror o la ciencia ficción, llamada body-horror: el cuerpo como espacio del horror.

Mientras escribo esto, en la tele veo que falleció Silvina Luna. Su familia decidió desconectarla, su cuerpo estaba totalmente colapsado. Me pregunto qué tanta es la diferencia que existe entre los huevos que introduce la larva dominante del cuento de Butler con el polimetil-metacrilato que le introdujo Aníbal Lotocki a Silvina Luna. Una sustancia ajena a tu cuerpo que comienza a debilitarlo por dentro, a hacerlo fallar, a comerlo vivo. Ahora que lo pienso, me quedo con las larvas. Aunque sea, no son humanas.

Hay un video de Silvina Luna que me gusta mucho, capturado por las cámaras de Gran Hermano. Está en bikini, joven, al borde de la pileta. Baila y se agarra la grasa de su panza y pareciera que también la hace bailar. Se ríe. Está hermosa. Pienso en la vida de Silvina como en un flash, todo el recorrido desde ese momento hasta ahora. Desde ser una chica muy joven y hermosa y feliz bailando al borde de una pileta hasta terminar muerta en el Hospital Italiano por una cirugía estética mal hecha. Pero en ese flash, entre un acontecimiento y el otro, la cultura amenazando con estos cánones de belleza, empujando todo el tiempo a ser más y más y más hegemónica y que, al final, nunca se llega a destino. Es que nunca es suficiente.

Apago la tele porque estoy bastante cansada de que todos se lamenten cuando ya es tarde. Sólo veo el programa Los 8 Escalones porque me gusta mucho ver gente normal en la tele, gente con dientes amarillos y torcidos, pelos de colores, viejos que sufrieron ACVs, amas de casas sin maquillaje, jóvenes Emos, abogados con trajes muy baratos. Eso es lo que vemos en la calle, esa es la gente que yo veo en el subte, de gente así nos enamoramos y hacemos el amor y amamos y odiamos y convivimos y olvidamos.

Hay un poema de la grandísima poeta Ellen Bass (poeta que recorrimos en un taller de poesía que asistí de Malena Saito), que se llama Birds Do It (su traducción es “Los pájaros lo hacen”) y habla justamente de este tema. Acá un fragmento:

(…) Los jóvenes imaginan a los amantes jóvenes,

lustrosos como velas, encerados, relucientes.

Y se preocupan de que sus piernas poceadas,

los granos, el pelo fino como cilios,

los dejen afuera,

los etiqueten como productos fallados en la línea de montaje.

Pero ni siquiera todas esas publicidades que traen

sobrecitos de crema perfumada

podrán frenar a la mujer gorda con la permanente mal hecha

que sirve medialunas frías en el aeropuerto,

al chofer de colectivo que balbucea

a través de sus dientes torcidos,

al empleado de supermercado con cachos

de pelo brotándole de las orejas,

todos acaban de hacer el amor. O están por hacerlo (…).

Hay algo en la poesía de Ellen Bass que es muy hermoso y es la idea de lo comunitario, de lo democrático, de lo que hacemos y somos todos. Todos y todas tenemos imperfecciones, insomnio, sexo, angustia, olores. Todo eso es lo real. Y justamente es eso lo que nunca podrán matar del todo las publicidades que nombra Ellen, las que vienen con sobrecitos de cremas perfumadas.

Otra escritora de ciencia ficción que conocí estos días fue Ursula K. Leguin, una escritora yankee con relatos fuertemente políticos, donde el anarquismo, el capitalismo o la sexualidad no binaria aparecen en sus mundos. Pero el texto que más me gustó de ella fue su libro de ensayo La teoría de la bolsa de la ficción (1988). En él, nos muestra otro recorrido de la historia de la humanidad y el origen de las ficciones. Nos lleva a los tiempos de Paleolítico, Neolítico y Prehistórico, y nos cuenta que la mayoría de los seres humanos, al principio, comían de lo que se recolectaba: semillas, legumbres, raíces, frutas, granos. Que el primer dispositivo cultural fue, probablemente, un saco, un contenedor para recoger todos estos productos recolectados: antes del palo, del arma, del hueso asesino, estuvo la bolsa. Y, con la panza llena y el tiempo de sobra, algunos hombres decidieron salir a la aventura y cazar mamuts. El tema es que estos hombres no volvían sólo con la caza: volvían con una historia. Eran los héroes. Y desde ese entonces, la historia es de ellos.

Leguin pone el foco entonces en el dispositivo saco, en el contenedor, y les devuelve el protagonismo a los hombres y mujeres y sus hijxs entre la “avena salvaje”, y se descubre como parte de la humanidad por primera vez, ya que la historia del héroe asesino nunca la había interpelado ni se había visto reflejada en ella.

También, en su libro, hace una comparación preciosa entre una bolsa y un libro. Un libro contiene palabras, las palabras acumulan cosas, significados. No hay héroes, sino personas. Débiles, reales. Y ella, como escritora del género ciencia ficción, invita a redefinir la tecnología y la ciencia como una bolsa de transporte cultural, en lugar de un arma de dominación: “La ciencia ficción es una forma de tratar de describir lo que realmente está sucediendo, lo que la gente realmente siente y hace, cómo las personas se relacionan con lo que está en la bolsa, en este vientre que es el mundo”.

Con el hartazgo y la pena que sentí por lo de Silvina Luna, acuné y mezclé estos conceptos, y de repente vi a mi propio cuerpo como un contenedor. Una bolsa con un poco de esto, con un poco de aquello. Y también vi a todos los cuerpos como contenedores. Imperfectos, cansados, hermosos y reales. Pensé en lo idílico que sería que todos pudiesen ver a sus cuerpos como bolsas que contienen, y no simplemente como armas que sólo sirven para ir a matar mamuts.

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