En tiempos de COVID-19, pandemia y cuarentena, la humidad experimenta en el día a día esa máxima popularizada por Fredric Jameson y Slavoj Žižeks, y aplicada hasta el cansancio por el cine distópico: parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Al ritmo del virus, las farmacias remarcan el alcohol en gel, las clínicas suben el costo de sus planes de salud y los consumidores vacían las góndolas del súper. Pero también, en medio de la emergencia de escala global, queda demostrado que las noticias neoliberales sobre la muerte del Estado han sido muy exageradas. Mientras los países despliegan políticas sanitarias, económicas y de seguridad sólo ejecutables por una autoridad centralizada y que en muchos casos incluyen el cierre de fronteras y otras restricciones al libre albedrío –el estado de alarma en España–, el capital concentrado, con el sector financiero a la cabeza, asumió esa invisibilidad tantas veces atribuida a la mano del mercado. Quienes ayer nomás tenían todas las respuestas sobre el devenir, hoy brillan por su ausencia, y su corrimiento ante el trance colectivo sólo se interrumpe para especular en el precio de productos y servicios de salud, sin importar cuán vitales sean para los afectados, así como para reclamar otro rescate financiero de las arcas públicas.
Los estados y las ciudadanías asumen, inevitablemente, la lucha y los costos de la pandemia, mientras el sector privado de gran escala se repliega sobre sus intereses y se refugia en su propia concepción de la cuarentena: aislado, se declara prescindente, incapaz de asumir un lugar empático en el mapa de la pandemia.
Política y contagio
En la Argentina, este tiempo de lo estatal se remarca por su contraste con el antecedente inmediato. Preguntarse qué pasaría si Cambiemos aún estuviese al mando no sólo sirve para disparar ironías o recordar con amargura los recortes del modelo macrista en sectores públicos que ahora son estratégicos, sino también para ver qué lejos quedó ese presente alternativo ante las exigencias del presente real. Sin que sobre el tiempo ni las energías para pensarlo, el coronavirus está generando una discontinuidad, un impasse, entre los cuatro años cambiemitas, con su ataque a lo público y a lo político como santo y seña, y una actualidad donde el Estado y la representación política se vuelven centrales, y no porque esto haya sido impuesto por tal o cual proyecto –si bien ese era el rumbo eventual del nuevo gobierno–, sino por la irrupción de las circunstancias.
Como se replica en todo el mundo, la centralidad del gobierno nacional fue asumida antes que ganada. No sólo tiene que ver con la naturaleza del Frente de Todos, la tradición del peronismo y las obligaciones surgidas por los problemas económicos heredados del PRO y sus socios radicales y de la Colación Cívica. La gran razón es que simplemente otra no queda y que, a la vez, no queda otro más que el Estado. El sector privado, como en circunstancias recientes pero ninguna tan explícita como esta, se muestra desinteresado ante desafíos que no supongan un lucro. Es por eso que su forma de reaccionar es viendo si puede obtener ganancias por los efectos inmediatos de la emergencia –aumentar precios, ofrecer nuevos servicios, patentar soluciones– o si una vez más logra colectivizar el lucro cesante y obtener paquetes de salvataje. Es decir, su única manera de abordar la crisis sanitaria es traducirla a una crisis económica.
La pandemia le dio al gobierno de Alberto Fernández una ubicuidad política que no había logrado desde que asumió el poder, en parte quizás por sus propias dubitaciones, en gran medida por la total atención que le exigía la renegociación de la deuda con el FMI. Fernández ya es “el presidente del coronavirus”, al que “le tocó” ese desafío, y aunque ahora cueste particularmente arriesgar un futuro, en el balance de su paso por el gobierno tendrá un asterisco destacado la forma en que finalmente haya lidiado con la pandemia, tanto por la amenaza en sí como por la inexistencia de antecedentes. Es lo contrario, por caso, de lo que sucede con la deuda externa, otro “mal” de la Argentina pero en el que la experiencia abunda. Por eso, por lo delicada de la situación, el premio del día después estará a la altura del riesgo actual. Se puede suponer que nadie debería estar pensando en capitalizar, sino en sobrevivir, pero tal vez ambas cosas vayan de la mano y para la política no exista una diferencia sustancial. Es el capítulo local que cada administración encarna en esta novela global, de desenlace incierto pero de seguro muy complejo: a todo el saldo humano que deje el virus habrá que sumar el incalculable daño ocasionado a economías que, en mayor o menos medida, ya estaban en recesión antes de los efectos de la cuarentena y el parate de producción y consumo.
Hagamos futurología positiva (¿hay otra opción?): si el presidente y su gabinete logran atravesar la pandemia con una valoración aceptable por parte de la ciudadanía –un juicio que se construirá con variables diversas y algunas de ellas impredecibles– el Frente de Todos acumulará una densidad de apoyo difícil de obtener por otros medios, a la vez que habrá dejado rezagadas a aquellas expresiones opositoras sin capacidad de gestión, que además están enfrentando su propio reto: ¿cómo posicionarse ante un oficialismo por completo fusionado con la figura del Estado? Si de Argentina siempre se afirmó que era un país por demás presidencialista, qué decir entonces ante una circunstancia de este tipo.
Los de palo
Sin dudas, este es el tiempo del Poder Ejecutivo y sus modos y recursos, mientras el resto de los actores políticos ven mermada su incidencia y su capacidad de mediación. Las agendas particulares quedan licuadas en la pandemia, que con su actualización constante de infectados y muertos aplaza el resto de los intereses, aun cuando también sean urgentes y hayan estado a la orden del día en el temario del propio gobierno. El debate por el aborto, la reforma de la justicia, la puja con el campo, los presos políticos, las causas por corrupción son, por así decirlo, expedientes más mundanos, que deberán aguardar a que se controle lo que se presenta como una amenaza de escala planetaria.
El protagonismo político hoy se mide por la capacidad de decretar, con el DNU como herramienta de privilegio, junto a una cadena nacional que luce renovada en su utilidad y aceptación. En cambio, los populares voceros de la oposición, tan difundidos hasta hace poco, han perdido amplificación. En todo caso, serán los opositores “con gobierno” los que tengan un lugar en la foto, como es el caso del alcalde porteño, Horacio Rodríguez Larreta. El desafío para estos sectores también es mayúsculo, y no solo por el escenario, sino por la naturaleza misma de su dirigencia, esa que han venido construyendo en los últimos años, especialmente en el caso de la centro-derecha. La rutina de denuncias por corrupción, la apelación al odio antiperonista, la mano dura con los más postergados y la judicialización de la política perdieron potencia en esta realidad, como lo muestra el viraje en la agenda de medios que siempre les dieron preeminencia y que ahora alteraron forzosamente el eje de sus coberturas. En definitiva, por razones prácticas, es la propia tesis anti-estatal de la oposición liberal la que también cayó en desgracia con el COVID-19.
Antes, la renegociación de la deuda exorbitante contraída por Mauricio Macri era la urgencia que venía ocupando todo el interés y las fuerzas del gobierno, a la vez que dejaba paralizadas y ociosas a vastas áreas de la administración pública. En cambio, la pandemia reclama la acción de todo el organigrama ministerial. El Estado entero es exigido e involucrado, y la ciudadanía tampoco tiene un rol expectante, sino que es parte fundamental en el abordaje del problema. Si la deuda depende de lo conseguido en torno a una mesa del FMI, la pelea al virus se da tanto en las oficinas del gobierno como sobre el territorio nacional y en los cuerpos mismos de sus habitantes.
La pandemia puso en blanco sobre negro el escaso peso político por fuera del sistema mediático-judicial de los referentes de Cambiemos, con los casos de Macri y María Eugenia Vidal como exponentes más claros; plan A y plan B de un momento que hoy suena tan lejano. La vaporosa ONG creada por el expresidente, al igual que su inesperado cargo en la FIFA, no tienen aplicación en este escenario, y lo mismo sucede con el noviazgo de revista que signó la presencia pública de Vidal en las semanas previas. En cuanto a los exabruptos de Elisa Carrió, ni siquiera valieron los memes de costumbre. Entonces, ¿qué lugar les aguarda en el día después a figuras políticas cuyas voces no se oyen –ni son reclamadas– durante la crisis del coronavirus?