La necropolítica en acción

"El problema de las marchas anticuarentena no es que promuevan la muerte como fin, sino que necesitan provocar el dolor de quienes atraviesan la enfermedad", afirma la autora. Alcances y efectos del "17A"

Las protestas anti cuarentena, caracterizadas como libertarias, antifeministas, antiperonistas, antivacunas, etcétera, cobran mayor virulencia en las últimas semanas alrededor del mundo. El temor -al menos en Argentina- es que dispare una ola de contagios que termine por colapsar el sistema de salud tras cinco meses de pandemia y el esfuerzo por sostener medidas de aislamiento social.

Sin embargo, el #17A no tuvo como principal fin contagiar el Covid-19, sino abrir el espacio a la irritabilidad y a la ruptura del acuerdo social para cuidarnos. Fundamentado en el cansancio, en las libertades individuales, en el odio al peronismo, al comunismo o cualquier fantasma, el punto es negar la convivencia democrática, aquella que consagra el Estado de derecho y evidencia las desigualdades de las condiciones materiales y de posibilidad. En aquel plan, no hay otra propuesta que no sea aniquilar al otro, una necropolítica no estatal, promovida desde grupos sectarios.

Necropolítica es un término acuñado por el filósofo camerunes Achille Mbembe para referirse a políticas que llevan a la muerte, dado que en ellas las vidas humanas se vuelven mercancías destinadas al desecho, a la eliminación; porque molestan, porque no alcanza. Otros pensadores europeos lo enmarcaron como un propósito del neoliberalismo: el régimen de acumulación dominante que ha colonizado subjetividades, el Estado y la democracia para alcanzar la economización total de la vida. No mata, pero deja morir, como afirma Clara Valverde en De la necropolítica neoliberal a la empatía radical.

Estos autores suelen señalar a la necropolítica en el Estado, es decir, en la política oficial. Pero si pensamos en la política como modos de comprender las formas para vivir juntos, ella no emana sólo del Estado, sino de otros agentes que construyen sentido al respecto. Por ende, podemos ubicar a este fenómeno “anticuarentena” como una forma de la necropolítica, sostenida incluso desde partidos políticos y medios masivos de comunicación.

El problema de las marchas anticuarentena no es que promuevan la muerte como fin, sino que necesitan provocar el dolor de quienes atraviesan la enfermedad, de los afectos que esperan el tratamiento y de los que aduelan. Sufren quienes cuidan y sanan, quienes esperan un protocolo que los proteja de la enfermedad -y sus daños colaterales- y quienes enfrentan las convivencias.

Ni siquiera pueden proponer soluciones más eficaces, porque el problema no es el aislamiento o la restricción de la circulación; el objetivo es generar dolor en el otro. Todo eso en nombre de la república y el liberalismo devenido en libertario.

Ahora bien, la pandemia nos impone una situación de cuidado individual y social, un compromiso con el otro a pesar de que cualquiera puede ser asintomático. Una tensión que intenta resolver la figura del Estado como parte del contrato social. Jean-Jacques Rousseau explicaba que el ser humano en su estado natural no tiene maldad hacia el otro, valora y lucha por su supervivencia. Tiene un sentido de lo individual, pero conserva la compasión hacia el dolor de otros humanos. De modo que no hace daño porque padece al ver el sufrimiento de sus semejantes. Esta noción impide autodestruirnos. ¿Será que con la “civilización” hemos perdido la compasión?

Pantallas, redes y calles

En este proceso, los medios audiovisuales, las redes sociales y la ocupación de las calles se vuelven dispositivos no solo para la circulación del discurso, sino también para la exaltación de la indignación. Y en un contexto de pandemia, con el agotamiento sanitario y económico, el sufrimiento es una fuente inagotable de mensajes, imágenes que pueden dispararse en cualquier dirección.

Por ello, los medios de comunicación promueven y amplifican el sentimiento de indignación. No se trata de oposición que exige una propuesta superadora sino una suerte de irritación ante lo que consideramos injusto. No importa el por qué: lo injusto puede ser que el otro sea considerado un igual o un privilegiado.

Estas situaciones mediáticas sustentan los enjambres del odio al volverse tema del que hay que hablar en redes sociales, en audios de mensajería, en plataformas donde la reacción siempre está habilitada. No son comentarios, son reacciones ante mensajes. En consecuencia, la reacción puede ser violenta en su impulso, en su clima o en su producto.

Cuando los enjambres se vuelven presencia en las calles no hay un pueblo, hay indignaciones lanzadas al aire, en el espacio público donde parece que somos todos iguales y libres. Pero en las entrevistas, las diferencias sectarias quedan al descubierto e incluyen la negación de otros que comparten ese espacio. Nacionalistas y libertarios pro-estadounidenses se cruzan y discuten. Los que niegan el virus y los que creen que es un producto de la conectividad 5G. Todo un revuelto sin una narrativa compartida.

Por su parte, la cobertura mediática y el análisis político intentan unificar esa movilización, aunque sin éxito. Ningún relato periodístico pudo hacerlo porque en la etiqueta, otro sector se siente humillado y genera otro impulso violento. No hay explicación en los testimonios porque el fin es correr de lugar las preguntas: ¿cómo encauzar este descontento y convivir democráticamente?

Desafíos democráticos

Sin duda, la tarea más difícil es pensar una forma de interpelar o de responder a estos grupos. La denigración no puede ser opción, bajo ningún concepto. En primer lugar, la necropolítica sostiene un modo autoritario de ejercer el poder, cualquiera sea su naturaleza, e intenta llevarlo a un espacio donde solo se puede responder con más violencia. Un ejemplo concreto en los medios fue el accionar de Viviana Canosa, al arrojarle alcohol en gel a un entrevistado sin recibir respuesta. Luego, acusó al presidente Alberto Fernández de violencia sexista y censura; con similares resultados. Semana a semana subió la apuesta. Recientemente, difundió un mensaje que atenta a la salud pública y más que repudio y memes, no parece que haya algún freno.

¿Qué hacer entonces? Considero importante evitar entrar en la lógica violenta del grito, el señalamiento o la burla. Esto resulta clave sobre todo en los sectores que disfrutan del consumo irónico. Es fundamental no humillar al otro, no señalarlo desde una superioridad intelectual, moral o afectiva. Eso solo sirve para reactivar los discursos sectarios a las autoridades del saber y relativizar la información.

Para ello, es importante no sobrerrepresentar a estos grupos ni sobreactuar indignación a los mensajes. Hay oposiciones estrictamente partidarias, al igual que otras que apuestan al quiebre de la democracia como modo de vida. Una propuesta política es apostar a la radicalización de empatía -como sostiene Valverde-, pero no como un gesto romántico, sino como una acción que democratice los cuidados, que sea compasiva en el padecer ajeno y distribuya esos compromisos. Que brinde la certeza de la contención en medio de la peor crisis.

A cinco meses de declarada la pandemia, el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) sigue siendo el epicentro del contagio a nivel nacional. Paradójicamente sostiene el mayor número de infectados y circulación, aunque contando con mayor espalda para atender la pandemia. Pero todo tiene su límite. Allí se dirime cómo dejar vivir o dejar morir ante el covid-19.

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