La leche de la clemencia I

Los sucesos de junio de 1956 en fragmentos de la novela de Teodoro Boot, "Sin árbol sombra ni abrigo". Primera parte: El germen de la reisistencia.

Doblemente bendita es la clemencia:

es bendición para quien la ejercita,

y es bendición para quien la recibe.

Grande entre lo más grande, al monarca

le sienta aún mejor que su corona.

William Shakespeare

 

El compañero general

 

El general Juan José Valle se reunía con un grupo de simpatizantes del Tirano Prófugo.

 

–No soy partidario del hombre sino de las ideas –se atajó, incómodo ante la mordaz sonrisa de don Abraham.

 

Le llevaba casi diez años a ese extraño anarquista español que había sido columnista habitual de El Laborista y Democracia, pero por misteriosos motivos –tal vez su empaque y distante seriedad– el general se sentía obligado a anteponer a su nombre el tratamiento de “don”.

 

Por su parte, don Abraham lo llamaba “compañero general”, que era su modo de ensalzar a ese no menos extraño militar católico y antifascista que había estudiado en La Sorbona, jamás se había involucrado en política y ahora pretendía organizar una revolución peronista.

 

Bombardeo de 1955

A los otros cuatro oficiales presentes, les decía “señores”.

 

–No se preocupe, general –intervino Salvador, un antiguo militante de la Alianza Libertadora Nacionalista–, cada acto de este gobierno gorila enaltece la obra del peronismo.

 

–Para que el peronismo empezara a recuperar su vitalidad –dijo don Abraham– fue necesaria la caída de su estructura partidaria. Todos los gobiernos caen cuando se momifican. Para perdurar, un régimen necesita la libertad que le dé vida…

 

Valle carraspeó. Debía encarrilar la conversación.

 

–No defendemos a Perón, sino al pueblo y a la Constitución. Y al Ejército, ya que no hay mayor crimen que enfrentar a las Fuerzas Armadas con la clase trabajadora.

 

Don Abraham se alzó de hombros y dijo con displicencia:

 

–Si ese llega a ser el caso, haremos otras Fuerzas Armadas. O ninguna, que ni falta hacen.

 

Eso era justamente lo que temían el compañero general y los otros oficiales dados de baja por el gobierno libertador y democrático. Últimamente, hasta la quinta de su suegra en la que se encontraba confinado luego de salir del buque-cárcel, le habían llegado noticias de la existencia de grupos de civiles ensayando rudimentarias formas de lucha guerrillera, y del estado de deliberación conspirativa de la mayor parte de los suboficiales del Ejército. La combinación de ambos fenómenos y la previsible reacción de la oficialidad de las Fuerzas Armadas y los comandos civiles católicos, radicales y socialistas, desencadenaría la guerra civil.

 

Para evitar un derramamiento de sangre era necesario organizar un movimiento de recuperación nacional que devolviera la libertad a los trabajadores, detuviera la entrega del patrimonio nacional y llamara a elecciones en forma inmediata. Liderado por un grupo de oficiales de límpida trayectoria, el movimiento contaría con el apoyo de los trabajadores y la acción decisiva de la suboficialidad del ejército.

 

El plan de Valle giraba en base a un eje: la toma de los regimientos desde adentro, por parte de los suboficiales que, tras controlar las guardias, permitirían el ingreso de los oficiales dados de baja para que se pusieran al frente de las operaciones.

 

–Tenemos células en todos los regimientos. Los tomaremos sin derramamiento de sangre.

 

–El gobierno –dijo Salvador– cuenta con la totalidad de la Marina, los mandos del Ejército y la Fuerza Aérea, el apoyo de la gran prensa, la oligarquía y la plutocracia internacional.

 

–Y una voluntad de lucha homicida que el año pasado ya ha sabido demostrar –añadió don Abraham–. No se entregarán sin pelear. Recuerde que no hay movimiento militar posible sin el apoyo mayoritario de la oficialidad. La fuerza que usted describe y el método elegido son más aptos para una insurrección popular que para un pronunciamiento militar.

 

–Además –añadió Salvador–, hace una incorrecta valoración del enemigo. Tienen la consigna de proceder con la máxima brutalidad, mientras usted anda con contemplaciones de carmelita descalza.

 

Don Abraham adoptó un tono solemne:

 

–Compañero general, tiene la oportunidad de iniciar y liderar una rebelión que abarque todo el país.

 

Valle negó con tozudez: si había algo que quería evitar, eso era justamente una guerra civil.

 

–Usted sabe muy bien cuáles son las consecuencias.

 

El español repuso, imperturbable:

 

–Por la cantidad de gente involucrada, no podrá mantener el secreto y los estarán esperando para aplicar un escarmiento que le quite al pueblo cualquier voluntad revolucionaria.

 

Valle se mantuvo irreductible, aunque por precaución, sin explicitar las razones que abonaban su optimismo: había hecho contacto con decididos dirigentes sindicales de segunda y tercera línea y si bien todavía no había podido convencer a todos los comandos, contaba con la participación de numerosos civiles, confiaba en la eficacia de los suboficiales y guardaba sus cartas de triunfo: la adhesión de varios suboficiales de la Marina de Guerra y de un grupo de pilotos dispuestos a subirse a los temibles Gloster Meteor una vez que el movimiento tomara la base aérea de Morón.

 

Los comandantes golpistas Aramburu y Rojas

 

Soy Albedro

En el bar Rivadavia de la ciudad de La Plata, un joven acercó a la mesa de la ventana, ocupada por un hombre engominado, de gesto serio, prolijo bigote negro y porte atlético.

 

–¿Don Rolando? Soy Albedro –dijo el joven.

 

Don Rolando le indicó una silla.

 

–Me manda el general Tanco –dijo el muchacho–. Con otros militares prepara una revolución y necesita que usted se haga cargo de la parte civil acá, en La Plata.

 

–Me llegó el rumor. Lo que no alcanzo a entender es cuál sería el propósito de la revolución. Porque estamos hablando de una revolución, ¿no?

 

–Ah, sí, claro –repuso Albedro–. El objetivo es volver a poner en vigencia la Constitución y llamar a elecciones sin exclusión de ninguna naturaleza.

 

–¿Y del Hombre qué?

 

–Podrá participar –explicó Albedro–. Como le dije, las elecciones serán sin exclusiones.

 

Don Rolando asintió con graves cabeceos.

 

–¿Y no le parece raro? Porque el mandato del Hombre termina en 1958. ¿Cómo es que, en nombre de la Constitución, el presidente tiene que presentarse a elecciones dos años antes de que termine su mandato constitucional?

 

Valle y Tanco

Osvaldo Albedro no conseguía disimular el nerviosismo que experimentaba ante ese ex profesor de educación física cuyo nombre se susurraba entre los distintos comandos de la provincia de Buenos Aires.

 

–Todos estamos por la vuelta de Perón, pero, como dice el general Tanco, si hablamos del regreso, se nos abren un montón de oficiales. Usted sabe…

 

–Claro, los que estuvieron con Lonardi –a través de la ventana del bar, don Rolando miró distraídamente el paso de un colectivo–. Esos hijos de puta.

 

Luego de coincidir en el concepto, Albedro pasó a explicar los planes que había trazado el comando militar para llevar a cabo la insurrección. Don Rolando escuchó en silencio durante unos minutos.

 

–Usted me disculpará, joven –dijo al fin–, pero lo suyo son fantasías.

 

–Yo le trasmito…

 

Don Rolando lo interrumpió con un gesto.

 

–Ya sé, no es cosa suya, sino de los generales. Pero dígale a Tanco que sus cálculos son irreales, que los mil hombres que contabiliza de acá y los mil que cuenta de allá, son siempre los mismos hombres. Y que en ningún caso están ni remotamente cerca de ser mil. Estuve en varias reuniones preparatorias y le puedo asegurar  que cada grupo ofrece para luchar a la misma gente.

 

–¿Está seguro?

 

–Sí. El movimiento está condenado al fracaso.

 

–¿Qué le digo a Tanco, entonces?

 

–Que no lo intente, que no tienen posibilidades. Fíjese que hace unos días, un compañero que trabaja en los astilleros de Río Santiago me contó que en la Base Naval hicieron el ensayo de reprimir una sublevación militar y calcularon cuántos minutos tardan en llegar hasta el centro de La Plata. ¿Se da cuenta?

 

–Puede ser casualidad…

 

Don Rolando alzó las cejas. No era casualidad.

 

John William Cooke

¿Se suma?

Ante la renuencia de don Rolando a incorporarse al movimiento, el grupo civil que apoyaba la sublevación en la ciudad de La Plata fue finalmente coordinado por Pablo Guerrero, quien estaba en contacto con el suboficial Delfor Díaz, cuya misión sería sublevar el Regimiento 7.

 

La insurrección planeada por Raúl Tanco y Juan José Valle era muy extraña: integrada por unos pocos oficiales y 540 suboficiales, era, tal como la había elogiado don Abraham y descalificó el general Osorio Arana, una revolución de subalternos.

 

Arturo Osorio Arana era un general demasiado flamante como para hacerse el exquisito: coronel en septiembre del año anterior, había ascendido al grado inmediato superior gracias a su participación junto al general Lonardi en la preparación del golpe contra el gobierno de Perón. Pero al tildar de “subalternos” a los insurrectos Osorio Arana no se refería a coroneles, mayores, ni siquiera capitanes sino a la masa de suboficiales que conformaba la columna vertebral de la fuerza de Valle.

 

La masa de suboficiales se sublevaba reclamando la vuelta de Perón a la presidencia mientras los oficiales complotados pretendían convocar a elecciones libres. Vistas las cosas a la distancia y de acuerdo a los previsibles resultados de una elección sin exclusiones, todos querían la misma cosa, pero no era lo mismo.

 

Hasta hacía tres meses, el suboficial Delfor Díaz revistaba en el Regimiento 7 de La Plata. En septiembre del año anterior, el Regimiento 7 había reprimido el levantamiento de la Base Naval de Río Santiago y, desde entonces, la Marina se la tenía jurada. Además, luego del triunfo de Lonardi, la mayor parte de sus oficiales y suboficiales habían sido pasados a disponibilidad debido a su adhesión al Prófugo.

 

Uno de ellos había sido Díaz, que tomaba mate en la cocina de su casa cuando tocó el timbre un jovencito que aseguró ser el hijo del coronel Oscar Lorenzo Cogorno.

 

–Mi papá quiere hablar con usted ¿Cuándo puede ir?

 

–Ahora.

 

Evidentemente, el suboficial Díaz no era hombre que necesitara pensar mucho las cosas, porque cuando una hora después, el coronel Cogorno le dijo “Estamos preparando una insurrección para el mes de junio ¿se suma?”, Díaz de inmediato contestó que sí.

 

–Le voy a dar una misión –dijo entonces el coronel–. Tiene que hablar con el capitán Morganti, para sumarlo.

 

–No me va a dar pelota, coronel –respondió Díaz–. Imagínese…

 

Cogorno no necesitaba imaginar nada: sabía perfectamente que un capitán no aceptaría ningún planteo de un suboficial.

 

–Le va llevar una carta mía –lo tranquilizó Cogorno–. Si después de leerla Morganti la dobla en un triángulo y la guarda en el bolsillo, está de acuerdo. Si se la devuelve, es que está en desacuerdo.

 

“Y que Dios nos ayude”, pensó Díaz, pero en cambio dijo: “Sí, mi coronel”.

 

Respiró con tranquilidad recién al día siguiente, cuando luego de leer la carta, sin decir una palabra, Morganti la dobló en triángulo y la guardó en el bolsillo superior izquierdo de su chaqueta: los sublevados tenían el regimiento.

 

La convicción de Díaz no carecía de fundamento, pero era algo exagerada: lo que los sublevados tenían era la complicidad de Morganti; el ex 7 de Eva Perón fue tomado por el propio Díaz y por el suboficial mayor Horacio Ireneo Chaves, que se descolgaron por las paredes y unidos a los demás suboficiales ocuparon las instalaciones de la guardia.

 

Afuera, esperaba el coronel Cogorno, protegido del frío con un sobretodo debajo del cual asomaban sus altas botas de montar.

 

–No va a ir así… –había dicho con sorpresa Díaz cuando pasó a buscarlo por su casa.

 

–Por supuesto –respondió Cogorno–. Si me voy a hacer cargo del regimiento tengo que asumir el mando con uniforme de gala.

 

Bombardeo de 1955

 

La conducción del Movimiento Peronista

 

El odontólogo Héctor Raúl Lagomarsino era un bacán lustroso, habitué del Petit Café de la avenida Santa Fe y amigo de farras, tertulias y tenidas filosóficas de César Marcos, un intelectual nacionalista, ex suboficial de ejército en la Compañía de Archivistas Ciclistas, y en los últimos años, hombre de confianza y secretario del ex diputado John William Cooke.

 

En ese lluvioso día de septiembre del año anterior, que ya tan lejano parecía, John William Cooke, interventor del Partido Peronista de la Capital, se instalaba en la sede de la Juventud Peronista, en Río Bamba y Sarmiento, junto a Héctor Raúl Lagomarsino y César Marcos.

 

–Raúl, hacete cargo vos –dijo por sobre su hombro John William Cooke cuando, unos días después, la policía se lo llevó preso.

 

Y Héctor Raúl Lagomarsino se hizo cargo, asumiendo por su cuenta y en ausencia de Juan Domingo Perón y de John William Cooke la conducción del Movimiento Peronista.

 

Lo primero que Héctor Raúl Lagomarsino hizo como conducción del Movimiento Peronista fue desconocer al doctor Alejandro Leloir, presidente del Partido Peronista, que trataba de negociar con el nuevo gobierno militar. El 12 de noviembre de 1955 Héctor Raúl Lagomarsino declaró ser la única autoridad que en ese momento regía en la intervención del partido.

 

–Ninguna declaración –estableció Lagomarsino–, debe ser considerada legítima si se aparta en lo más mínimo de la doctrina y la lealtad peronista intransigente.

 

Lo siguiente que hizo Lagomarsino, siempre en el ejercicio de la conducción del Movimiento Peronista, fue reclamar ante el ministro de Interior Eduardo Busso por el cierre de los locales partidarios.

 

La tercera medida de Lagomarsino fue pasar a la clandestinidad.

 

Cabe aclarar que si bien Héctor Raúl Lagomarsino se limitó a seguir las directivas de Cooke, lo hizo junto a su alter ego César Marcos, por lo que podría decirse que en esos confusos meses en que Perón trataba de acomodarse en Panamá y John William Cooke era enviado a prisión, la conducción del Movimiento Peronista fueron el odontólogo Héctor Raúl Lagomarsino y el ex suboficial ciclista César Francisco Marcos, quienes pronto encargaron a su amigo el empresario Osvaldo Morales viajar a Panamá para informar a Perón de todo cuanto hacían en el ejercicio –provisional, se entiende– de la conducción nacional del Movimiento Peronista.

 

Raúl Lagomarsino, César Marcos, Osvaldo Morales, Carlos Held y el joven Rodríguez Galvarini fueron sorprendidos el 3 de junio por la Policía Federal en una quinta de San Justo, donde dormían.

 

El operativo policial, llamado en código Operación Sol, era coordinado por el oficial principal Alfredo Benigno Castro, pero los detenidos fueron puestos a disposición de la Armada.

 

No era verdad, como se dijo, que la policía tuviera que recurrir a un archivista para ordenar las carpetas de Lagomarsino con los datos de todos los conspiradores. Nunca había existido ninguna carpeta, aunque Marcos había anotado en un cuaderno los nombres y números de documento de los integrantes del Comando Nacional, lo que si por un lado desconcertó a los investigadores, sorprendidos de que lo que creían el comando central de una vasta organización subversiva actuara en forma tan abierta, por el otro, permitió detener a Salvador Buceta, Héctor Saavedra y Antonio Viegas da Eiras, el camarada jefe de la Alianza Libertadora Nacionalista del barrio de Mataderos, quienes fueron llevados a la cárcel de Caseros.

 

Temores militares

Con las instalaciones de la Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras saturadas de peronistas, cientos de activistas y sospechosos colmaron la Prisión Nacional de la calle Caseros en los días previos al establecido para el estallido del movimiento revolucionario.

 

Los cientos de activistas y sospechosos hacinados en la cárcel de Caseros se preguntaban cómo los habían detenido tan rápido. Ante la incógnita, la versión de que Lagomarsino tenía en su poder un listado completo de los conjurados, corrió como reguero de pólvora.

 

El desdichado Héctor Raúl Lagomarsino no sabría cómo hacerle entender a los más de 1500 peronistas presos en Caseros que esas carpetas jamás habían existido y que a lo largo de su rumbosa vida profesional apenas si pudo archivar, y con la imprescindible ayuda de una secretaria especializada, las reglamentarias fichas dentales de sus pacientes.

 

El maniático del orden y la organización en el Comando Nacional era César Marcos, que no tenía carpetas de ninguna clase con los nombres de los 1500 peronistas presos en Caseros, los dos mil de la Penitenciaría y los miles más desparramados en diversas unidades penales del país, sino apenas un pequeño cuaderno en el que había anotado los datos de los integrantes del Comando Nacional.

 

Los integrantes del Comando Nacional lo querían agarrar a trompadas, pero a la vez sabían que las manías del archivista ciclista tal vez les habían salvado la vida: era imposible imaginar hasta dónde serían capaces de llegar los gorilas, y ser detenido sin que nadie se enterara o conociera su nombre, podría ser el inicio de un viaje sin retorno.

 

Los gorilas se sentían embargados de una sacrosanta ira, furia vindicadora, olímpica impunidad y, curiosamente, terror pánico.

 

El terror pánico de los antiperonistas provenía de la evocación de las escenas del 16 de junio del año anterior, pero contrariamente con lo que ocurriría con personas normales, su alarma no surgía del recuerdo de las diez toneladas de bombas de fragmentación que la aviación naval había descargado sobre el centro porteño, sino de la reacción popular.

 

La reacción popular ante el intento de matar a Perón con explosivos de fragmentación lanzados sobre la Casa de Gobierno, la Plaza de Mayo, el Departamento de Policía, las antenas de Radio del Estado, la curia metropolitana, la residencia presidencial y la carniceríaverdulería La Negra de Pueyrredón 2267, preocupaba tanto a los militares antiperonistas como a los peronistas.

 

También los militares peronistas tenían pánico a la reacción popular, a la indignada temeridad con que el año anterior la multitud había hecho frente a la lluvia de bombas y balas.

 

 

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