La leche de la clemencia IV

Los sucesos de junio de 1956 en fragmentos de la novela de Teodoro Boot, "Sin árbol sombra ni abrigo". Cuarta parte: Hagan fuego, señores..

En la madrugada del 10 de junio, cuando José Albino Irigoyen, Jorge Miguel Costales, Dante Hipólito Lugo, Clemente y Norberto Ross y Osvaldo Albedro eran fusilados en Lanús, un grupo de militares llegaba al Departamento de Policía a buscar a César Marcos y Raúl Lagomarsino con orden de trasladarlos a la Escuela de Mecánica del Ejército. Ahí se encontraban ya John William Cooke, Manuel Damiano, Enrique Oliva, el historiador José María Rosa, el abogado Fernando Torres y “El Prócer” Héctor Saavedra.

 

A la caída de la tarde del domingo 10, el general Arandía, cuartel maestre general del Ejército, el teniente coronel Quijano, el general Huergo y el coronel Pizarro Jones se constituyen como tribunal en la Escuela de Mecánica. Han tomado declaración a todos a los involucrados en el levantamiento cuando reciben la orden de aplicar la ley marcial a los cabecillas, que es objetada por el oficial auditor: los sublevados se han rendido mucho antes de que se declarara la Ley Marcial, razón por la que en ningún momento pudieron haberla violado.

 

No corresponde, sostiene el auditor, secundado por Arandía, Quijano y Pizarro Jones. Huergo coincide con la posición mayoritaria, pero hace una salvedad: es imprescindible hacer tronar el escarmiento si se quiere acabar de una vez por todas con la peste peronista.

 

El tribunal decide enviar al general Arandía a entrevistarse con el presidente Pedro Eugenio Aramburu. Luego de escucharlo, el presidente Pedro Eugenio Aramburu responde que, en salvaguarda de los ideales democráticos el Poder Ejecutivo ha decidido fusilar a los sublevados, estén o no encuadrados dentro de la ley marcial. La pena se llevará a cabo en la madrugada del día 11.

 

Hugo Eladio Quiroga, José Miguel Rodríguez, Miguel Angel Paolini y Ernesto Garecca enfrentan el pelotón de fusilamiento con asombrosa serenidad, rehusando ser vendados.

 

El pelotón no fue integrado por oficiales, suboficiales ni, mucho menos, por los miembros del tribunal ad hoc, el general Osorio Arana o el presidente Pedro Eugenio Aramburu, sino por los aspirantes de primer año de la escuela, de no más de 16 años de edad.

 

El sargento Garecca, todavía vestido con el mismo sobretodo negro, termina de fumar un cigarrillo. Sujeta el pucho entre el pulgar y el dedo medio de su mano derecha y lo arroja hacia delante, en dirección al aterrado pelotón. A continuación, se abre el sobretodo:

–¡Fuego! –ordena.

Varios aspirantes vomitan.

 

Precisas directivas

A las 3 de la madrugada, luego de recibir el decreto del poder ejecutivo imponiendo la Ley Marcial, el general Lorio convoca a un Consejo de Guerra Especial para juzgar a los insurrectos.

 

El general Lorio pasa por alto la irregularidad de la situación: la ley marcial, dictada a las 0.30, es posterior a los hechos que el consejo debe juzgar, por lo que no corresponde aplicarla. Al general Lorio no se le pasa por la cabeza que acabarán fusilando a alguien: ignora todo cuanto ha estado ocurriendo más allá de los límites de la guarnición Campo de Mayo.

 

Al constituirse, el consejo pide al coronel Cortines que designe un militar para que sea su abogado defensor.
–No daré ningún nombre para no comprometer a nadie –responde Cortines.

 

Siguiendo su ejemplo, los demás procesados se presentarán sin defensor.

 

Si bien, por rutina, el fiscal pedirá para los detenidos la pena de muerte, el tribunal resuelve no dar lugar al pedido y los remite a la justicia militar ordinaria.

 

Por la tarde el general Lorio es convocado de urgencia al Ministerio de Ejército y, sin conseguir salir del estupor, escucha al general Osorio Arana ordenarle fusilar a los prisioneros, siguiendo las precisas directivas impartidas por el gobierno.
–La sentencia del Consejo de Guerra me chupa un huevo –informa Osorio Arana ante la inicial resistencia de Lorio–. Los insurrectos van a ser fusilados por una orden del Poder Ejecutivo Nacional, no sé si me explico.
–Se explica, pero no estoy de acuerdo.
Al ministro, la opinión de Lorio le chupaba el otro huevo.
–Es una orden.
–La obedeceré sólo si la recibo por escrito –responde Lorio, obligando así al gobierno a dictar el insólito Decreto 10364 que ordena los fusilamientos porque sí.

 

Como perro

Bajo una persistente garúa, el automóvil de Cogorno y Abadie avanza por caminos de tierra sin destino preciso, pero en dirección a San Vicente. La herida de Abadie vuelve a sangrar, manchando el respaldo del asiento. Poco antes de llegar a Ranchos, se detienen en una estación de servicio. Ambos bajan del vehículo. Abadie va hacia el baño para cambiarse el vendaje y detener la hemorragia. Cogorno llama al playero y abre la tapa del tanque de nafta.

 

Otro automovilista, que ha llegado minutos antes, observa la mancha de sangre que crece en un costado del pecho de Abadie. Repara entonces en su compañero, un hombre alto, robusto, cubierto por un largo sobretodo marrón verdoso debajo del cual asoma un par de altas botas de montar. Sin decir palabra, sube al automóvil y a toda velocidad se dirige a la comisaría de Ranchos.

 

Poco después, avisado por sus colegas de Ranchos, personal de la comisaría de General Belgrano intercepta al automóvil de los prófugos atravesándose en el puente Villanueva, sobre el río Salado. Los prófugos no tienen otra opción que rendirse luego de que su automóvil queda encajado en el barro. Por la tarde, son trasladados en helicóptero hasta la ciudad de La Plata, donde Abadie, cuya herida sangra profusamente, es devuelto al Hospital Italiano.

 

Por su parte, la partida policial traslada a Cogorno a la Jefatura de Policía. En el edificio que sigue en pie gracias a su orden de no cañonearlo, lo interrogan el coronel Luis Leguizamón Martínez, el coronel Piñeiro, y el jefe de policía, teniente coronel Desiderio Fernández Suárez.

 

Son las 22 horas del día 10 de junio cuando recibe la condena: será fusilado en el Regimiento 7 por hallarse encuadrado dentro de los considerandos de la ley marcial. La pena se hace efectiva a las 0.15 del 11 de junio.

 

Horas después, al mediodía del martes 12 de junio, tras ser sometido a un absurdo interrogatorio por parte de Fernández Suárez, Alberto Juan Abadíe cae abatido en el campo de entrenamiento de perros de la policía.
–Perro, vas a morir esposado como tienen que morir todos los peronistas – escupió el capitán de corbeta Salvador Ambroggio, subjefe de la policía de la provincia de Buenos Aires.

 

Identifíquese

El general Lorio regresa apesadumbrado a Campo de Mayo y se reúne con el Consejo de Guerra. ¿Una orden puede obligar a los jueces a fusilar a los presos a los que acaban de absolver?

 

El tribunal se niega: la pena de muerte no corresponde.

 

¿Pero puedo desobedecer una orden directa?, se pregunta Lorio.
–Que el gobierno los condene –sugiere uno de los miembros del tribunal–, pero que acepte un pedido de clemencia del propio Consejo de Guerra y de los oficiales de Campo de Mayo.

 

A Lorio le parece bien: ninguno de los oficiales rehusará pedir clemencia para dos colegas de los méritos y el prestigio de Ibazeta y Cortines.

 

Todos los oficiales de la guarnición, incluido el mayor Dillon, a quien los insurrectos habían tenido prisionero, firman gustosos el pedido de clemencia.

 

Satisfecho, Lorio llama al Ministerio de Ejército.
–Esto no es asunto mío –responde Osorio Arana–. El poder de gracia lo tiene únicamente el Presidente de la Nación.
–Pero esto es muy irregular… imagínese.

 

Al general Osorio Arana le volvió a chupar un huevo la irregularidad y colgó el teléfono.
Lorio se pone entonces al habla con la residencia de Olivos.
–No puede hablar con el presidente –responde una voz del otro lado de la línea–. Su excelencia duerme y dio orden de no ser despertado por ninguna razón.
–¡Habla el jefe de Campo de Mayo! –ruge Lorio, arrebatado por la indignación y al borde de la apoplejía.
–Esta es la consigna, general: el presidente duerme. Si no le gusta, no es asunto mío.
–¿Quién habla? ¡Identifíquese!
El general queda escuchando el tono. Le han vuelto a cortar la comunicación.

 

No lo puedo creer

El general Domingo Quaranta era el jefe de la Secretaría de Informaciones del Estado que a la cabeza de un grupo armado unos días después irrumpiría en la embajada de Haití, en la localidad de Vicente López.

 

Vicente López era el nombre del autor del himno nacional argentino y no tenía la menor relación con Haití.
Dos años antes de que el general Quaranta descubriera que existía en Buenos Aires algo llamado embajada de Haití, el gobierno de ese país había decidido comprar una casa en la localidad de Vicente López.

 

El gobierno de Haití no se dedicaba a las operaciones inmobiliarias: necesitaba esa casa para residencia del nuevo embajador.
El embajador de Haití, el país más pobre de América, era el doctor Jean Brierre, quien se disponía a pasar una plácida temporada en la París del Plata, capital del que en 1954 era, indiscutiblemente, el más próspero país latinoamericano. El embajador estaba muy lejos de imaginar que dos años después daría asilo a siete de los conspiradores involucrados en el levantamiento dirigido por el general Valle.

 

Ocurrió así: a media tarde del lunes 11 de junio dos personas golpearon las puertas del chalet de Vicente López, aprovechando la distracción o el desinterés del policía de consigna en la vereda de la embajada. Eran el teniente coronel Alfredo Salinas y el gremialista Efraín García. Habían participado del levantamiento militar y solicitaban asilo político. El joven doctor Brierre se los otorgó de inmediato y sin necesidad de pensarlo mucho: el día anterior, en una comisaría de Lanús, habían sido ultimados el teniente coronel José Albino Irigoyen, el capitán Jorge Miguel Costales, Dante Hipólito Lugo, Clemente Braulio Ros, Norberto Ros y Osvaldo Alberto Albedro.

 

El Dr. Brierre no lo podía creer y así se lo había dicho a su esposa: “Therese, no lo puedo creer”, pero en francés.

 

Como para que el doctor Brierre terminara de creer lo que estaba ocurriendo, esa misma mañana del lunes 11 eran fusilados en Campo de Mayo los coroneles Eduardo Alcibíades Cortines y Ricardo Ibazeta, los capitanes Néstor Cano y Eloy Luis Caro, el teniente 1ro Jorge Leopoldo Noriega y el teniente músico Néstor Videla. Pronto le llegarían noticias del fusilamiento en la Penitenciaría Nacional del sargento músico Luciano Rojas, el sargento ayudante Isauro Costa y el sargento carpintero Luis Pugnatti.

 

¿Qué clase de régimen sería ese, capaz de fusilar músicos y carpinteros? se preguntaba el doctor Brierre, todavía sin conocer la verdadera cantidad de muertos, cuando a media tarde los dos aterrados conspiradores se presentaron en la puerta de su casa a solicitar asilo político.

 

Arturo Jauretche

 

Para permanecer peinado

El general Valle se paseaba por la sala de estar del poeta que había dado forma a la proclama revolucionaria. La habitación estaba en penumbras. Desde que ya durante el gobierno peronista había sido hostigado por los ministros Raúl Mendé y Méndez San Martín, el poeta corría las cortinas y bajaba las persianas de su departamento sobre la avenida Rivadavia.

 

El poeta estaba seguro de que Mendé lo detestaba por vivir en concubinato. Y Méndez San Martín por ser un católico convencido. O vaya uno a saber, porque también los masones y los católicos antiperonistas lo hostigaban, por vivir en concubinato o por profesar la fe católica o por ser peronista.

 

Todo esto era demasiado complicado y a la caída de Perón, el poeta había optado por considerarse también depuesto, bajar definitivamente las persianas y encerrarse en su departamento. Durante años, debido al temor a ser asesinado, su aislamiento se acentuaría, y hasta tal punto que, en 1965, cuando publicó la segunda de sus novelas, la mayor parte de quienes conocían su nombre pensaban que había muerto hacía años.

 

El poeta era algo aprensivo, pero su recelo y desconfianza tendrían razón de ser. Era verdad que los círculos católicos, chupacirios y mojigatos del Ministerio de Educación peronista, entre los que descollaba el propio ministro, un masón descreído y acusado de amoral, pero igualmente mojigato, lo habían hostigado y aislado debido a su capricho de vivir en concubinato, que los literatos democráticos lo despreciaban por peronista y que los liberales y progresistas lo odiaban por católico, pero el recelo y la desconfianza del poeta adquirirían razón y fundamento muy poco después.

 

En los últimos meses la introversión del poeta había sido alterada por visitas que, si en cualquier otro momento de su vida hubieran sido muy inusuales, lo eran más en éstos, cuando a los 56 años se sentía ya en los umbrales de la vejez y la muerte, solitario e ignorado, desconocido por las multitudes a las que había dedicado sus mayores afanes, pero siempre recordado por quienes jamás perdonarían su vocación popular, su pasión por los cualquiera y su explícito amor a esa, la detestada esposa del innombrable, a la que había tenido la desfachatez y la alcahuetería de comparar con la mismísima Antígona.

 

En los últimos meses ya no la introversión sino la vida misma del poeta se había visto alterada por algo así como un huracán que irrumpía en su vida corporizado en militares conspiradores, turbulentos dirigentes obreros y antiguas alumnas suyas armadas con revólveres y metidas a revolucionarias. Sin ir más lejos, en ese mismo momento, a través de la densa columna de humo salida de su pipa, veía pasearse por su pequeña sala de estar, la figura casi irreal del general Juan José Valle.

 

Al llegar junto a la ventana, Valle se detuvo, corrió apenas las cortinas y miró hacia el exterior, hacia el gris y frío atardecer de ese triste día de junio. Luego de unos segundos, se volvió.
–Framini, vamos a pelear a La Plata.

 

El poeta disimuló su sobresalto aspirando pausada y profundamente el humo de su pipa, que saliendo del costado de su boca y el orificio de su nariz lo envolvió en una bruma azulada y espesa, y miró hacia su izquierda. En el sillón que habitualmente ocupaba su discípulo José Luis –una de sus pocas visitas habituales antes de la llegada del huracán– el hombre moreno al que Valle se había dirigido se sacudió casi imperceptiblemente. Sus ojos eran invisibles detrás de los anteojos de vidrio verde oscuro, de grueso y negro marco, que, junto al prolijo bigote negro, le daban un extraño aire a gangster japonés o a empleado de casa de pompas fúnebres. De todas formas, el poeta pudo percibir su agitación.
–General, acaban de fusilar a Cogorno. ¿Qué carajo quiere hacer en La Plata?

 

La boca de Valle se torció hacia un lado. El mentón acompañó el movimiento dándole un cierto aire a marioneta de ventrílocuo. Fue sólo un segundo y se recompuso de inmediato.
–Tiene razón, pero tenemos que hacer algo para que no sigan matando gente.
El poeta expulsó una nueva bocanada de humo.
–Quédese acá, general. No vaya a salir que si lo agarran, lo van a matar a usted también.
–Yo no soy un revolucionario de café. No me voy a esconder mientras asesinan a mis hombres.
–Piénselo –dijo Andrés Framini–. La revolución está perdida. No hay nada que hacerle, nos entregaron. Estos hijos de puta nos dejaron hacer para darnos un escarmiento.
Valle asintió.
–Tiene razón, pero hay que parar los asesinatos. Y acá no me quedo.
–Se puede quedar todo lo que quiera –protestó el poeta–. Acá está seguro.

 

Valle lo miró preguntándose si ese hombre era tan ingenuo como en ese momento parecía. El desconcierto que el poeta provocaba en sus interlocutores y aun sus conocidos, era originado por su metafísico ir y venir entre el atorrantismo de un cuarteador barriobajero y la candidez de una carmelita descalza.
–Acá no estoy nada seguro –dijo–. Ni tampoco usted. Si me encuentran en su casa, son capaces de fusilarnos a los dos.
El poeta alzó las cejas, entre intrigado e interesado. Tal vez no fuera un mal final caer abatido ante un pelotón de fusilamiento. Dio una nueva y aun más profunda chupada a la pipa.
–¿Sabían ustedes –exhaló el humo y carraspeó– que durante las tormentas el león da la cara al viento para que su pelambre no se desordene? Yo hago lo mismo: doy la cara a todos los problemas. Es la mejor manera de permanecer peinado.

 

El general sonrió, a su pesar.
–Está bien, pero hasta que decida qué hacer, voy a ir a lo de Gabrielli.
–¿Está seguro? –preguntó Framini.
–Es conservador, pero es un amigo. Y, por lo menos, a él no lo van a matar.
Framini se puso de pie.
–Salgamos juntos –dijo.
El poeta les alcanzó los abrigos, siempre chupando su pipa, y ayudó al sindicalista a colocarse el sobretodo.
–En la eterna lucha entre el hombre y el sobretodo –comentó–, yo siempre estaré del lado del hombre.
–La historia nos va a dar la razón –dijo Framini, para consolar al general, al poeta o a sí mismo.
El poeta meneó la cabeza.
–Ay Framini, qué de ilusiones se hacen las personas con la historia… –miró de reojo a Valle y sonrió–. De los militares cualquiera lo espera: están intoxicados de ideas abstractas, voces de mando, sones marciales y frases rimbombantes, carentes de significado, pero un sindicalista, un hombre práctico como usted…
–Pero la historia…
–Desengáñese: la historia no es una ciencia, sino un arte…
–¡Por eso mismo!
–Sí, el arte de mostrar una cara limpia y esconder un culo siniestro –el poeta abrió la puerta del departamento y palmeó la espalda de Framini–. Vaya, Framini, vaya. Pero recuerde –agregó cuando el general y Framini ya avanzaban por el pasillo–: el pueblo siempre recoge las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio.

 

 

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