La leche de la clemencia V

Los sucesos de junio de 1956 en fragmentos de la novela de Teodoro Boot, "Sin árbol sombra ni abrigo". Quinta parte: Una habitación para El General.

–Dice el almirante que si se entrega, se le va a respetar la vida.
El mendocino Andrés Gabrielli miró a los ojos de ese marino prematuramente calvo, de facciones talladas a hachazos que mostraban una inconmovible expresión de desconsuelo. Las pupilas del capitán de navío Francisco Manrique eran dos opacas e inexpresivas bolitas marrones a las que Gabrielli resultó incapaz de penetrar.
Francisco Manrique había sido arrestado y condenado por su participación en el sangriento atentado contra Perón que, hacía casi exactamente un año, había provocado la muerte de trescientas sesenta y cuatro personas, hiriendo gravemente a otras ochocientas. Comandante de la fragata Hércules, pretendió sublevar a la flota de mar anclada en Puerto Belgrano y, junto a Raúl Lamuraglia, Alberto Gainza Paz, Manuel Ordóñez y Eduardo Augusto García, era, además, integrante del Grupo Braden, que debía su nombre al apellido de un entrometido embajador norteamericano.
–¿Usted qué piensa? –preguntó Valle, al regreso de su amigo luego de la conversación con Manrique.
–Me dio su palabra, pero…
–A estos tipos no se les puede creer nada –lo interrumpió Valle–, pero si la condición para acabar con esta matanza es que yo me entregue, lo voy a hacer sin dudarlo un instante, aunque después me fusilen.
Valle se colocó el sobretodo que le había prestado don Carlos Rovira, en cuya casa de Avellaneda se había refugiado las semanas anteriores para preparar la sublevación.
–Vamos, acompáñeme.
Valle y Gabrielli tomaron un taxi y se dirigieron a Palermo, donde el general se presentó detenido en la guardia del Regimiento 1.
Era media mañana del día 12 de junio. A partir de ese momento el general Raúl Tanco se transformó en la principal obsesión del coronel Desiderio Fernández Suárez, del almirante Isaac Rojas, de los comandos de la Marina y, muy especialmente, del general Quaranta, jefe de la Secretaría de Informaciones del Estado.

 

Picha y Canela

El coronel Alfredo Salinas y el gremialista Efraín García fueron alojados en las habitaciones de la embajada de Haití. Una vez instalados, y mientras llegaban noticias de los fusilamientos en la Escuela de Mecánica del Ejército, Therese Brierre les facilitó el teléfono: le costaba poco imaginar el nerviosismo y desesperación de sus familiares.
Salinas se comunicó con su esposa informándole de la novedad. Rápidamente, la esposa de Salinas habló con las esposas de otros implicados y, esa misma noche, se fueron presentando en la embajada los coroneles Fernando González y Agustín Arturo Digier, el capitán Néstor Bruno, y el suboficial mayor Andrés López.
El suboficial mayor Andrés López tampoco tenía la menor relación con Vicente López. Eso era lo que le explicaba al doctor Brierre:
–Soy suboficial mayor del glorioso ejército argentino. Presté servicios a órdenes directas del general Perón como encargado del destacamento militar de la residencia presidencial.
–Sí, sí –asintió el doctor Brierre–, pero ¿esto?
–Ah –exclamó López dando un tirón a las correas con las que sujetaba a dos pequeños e inquietos caniches–. Son Picha y Canela. El General los debe estar extrañando un montón.
El doctor Brierre no entendía qué debía hacer con los perros.
–Ellos también tienen derecho al asilo político –insistió López.
–Mi país le puede dar asilo político –atinó a decir el doctor Brierre mientras en el rostro de López se dibujaba una sonrisa de alivio–… a usted, pero los perros…
–¿Usted no tiene chicos? –preguntó sorpresivamente el suboficial mayor López.
–¿Chicos?
–Sí, hijos chicos.
–Ah –comprendió el embajador Brierre–. Sí, tres.
–Son unos perritos macanudos, ideales para que jueguen los chicos –dijo López con aire de vendedor de tienda–. Además, están muy bien educados. Imagínese, si los enseñó el General…
–Pero el derecho de asilo…
–¡Son los caniches del General! –exclamó López–. ¡Si los descubren los gorilas, seguro que los fusilan!
El embajador se detuvo, sorprendido. Ese hombre debía estar en lo cierto: un gobierno que fusilaba músicos, carpinteros y electricistas, era perfectamente capaz de fusilar perros.
–Pase, que le voy a tomar los datos –dijo. Y ante la mirada interrogativa de López, agregó–: Ellos también.
–Fenómeno, ésta es Picha, y éste, Canela. Pero se los entrego con una condición –repuso López ante el boquiabierto embajador, sorprendido de que el refugiado le pusiera condiciones–: que sus pibes los tengan y jueguen todo lo que quieran, pero en cuanto sea posible, usted me garantice que se los llevará al General.
El embajador asintió.
–Los quiere con locura –añadió López.
Al día siguiente el doctor Brierre se trasladó a la Cancillería a informar formalmente el otorgamiento de asilo a los refugiados en la embajada, aunque absteniéndose de mencionar a Picha y Canela. De regreso, comunicó a los asilados el resultado de sus gestiones: “Habrá que esperar el salvoconducto para que les permitan salir del país”, dijo.
Todos respiraron aliviados, incluido el embajador, quien pronto se enterará de que a las 22.20, después de entregarse para detener la ola de asesinatos, el general Juan José Valle había sido fusilado en la Penitenciaría de Las Heras. Todo terminó, se dijo.
Pero no todo había terminado: quince días después, el 28 de junio, el integrante del comando L113 Aldo Emil Jofré aparecerá ahorcado en la celda de la Unidad Regional Lanús en la que estaba detenido desde la noche del 9 de junio.

 

Una habitación para el general

Al comprobar que el movimiento revolucionario había fracasado, mientras Valle se refugiaba en el domicilio de su amigo Andrés Gabrielli, en pleno centro porteño, Tanco se había dirigido a Berisso, a casa de Alberto Prodia, quien coordinaba en esa ciudad los grupos civiles de apoyo a la sublevación. Ahí, por boca de Prodia, se enteró de los primeros fusilamientos.
¿Y ahora qué mierda hago?, se preguntó Raúl Demetrio Tanco, solo y aislado en la barriada obrera, donde había conseguido cobijo y comida pero donde también sería descubierto en muy poco tiempo. Poco le costó comprobar cuál era el destino que le tenían reservado sus ex compañeros de armas.
¿Y ahora qué mierda hago?, se repetía el general.
El que sabía qué hacer era un periodista, escritor y viejo agitador político exiliado en Uruguay. Se presentó en el hotel Bristol de Montevideo con un acompañante.
–Vengo a reservar una habitación –dijo–. Para mí y para el general Tanco.
–¿Su nombre?
–Soy el doctor Arturo Jauretche. Y el señor es el general Raúl Tanco –insistió–. De nacionalidad argentina.
La noticia de que Tanco había conseguido escapar al Uruguay y se alojaba en el hotel Bristol de Montevideo desconcertó a los organismos encargados de capturar al escurridizo general.
Excepto la Dirección General Impositiva, los organismos abocados a capturar al escurridizo general eran casi todos, empezando por la Secretaría de Informaciones del Estado.

 

Las ocupaciones del doctor Brierre

No es sencillo imaginar cuáles podrían ser las ocupaciones habituales de un embajador, pero sí las del doctor Bierre: a sus 47 años JeanFernand Brierre era un veterano poeta y militante anticolonialista que con su obra celebraba el color de su piel y denunciaba la injerencia norteamericana en Haití.
Ni Salinas, ni García, ni González, Digier, Bruno o López, ni tampoco el canciller Podestá Costa, ni el general Aramburu ni, mucho menos, el general Quaranta, tenían la menor idea de que el embajador de Haití, así como lo ven, era, junto a Nicolás Guillén y Aimé Césaire, uno de los grandes poetas caribeños que, reivindicando su herencia africana, se proponían recuperar la dignidad escamoteada a los afrodescendientes, sometidos durante cuatro siglos a la esclavitud, el desprecio y la discriminación. Autor de Chansons Secrètes, Black Soul y Les Aïeules, en tanto los refugiados se distraían con incesantes partidas de truco, en su amplio despacho JeanFernand Brierre corregía las pruebas de galera de La Source, que sería publicado ese mismo año y es considerada una de las más altas expresiones de la poesía del Caribe.
Fue así que mientras el doctor Brierre corregía las pruebas de galera de La Source, y los asilados llevaban ya dos días jugando al truco y se interrogaban sobre su futuro, en la madrugada del jueves llegó a las puertas de la embajada un hombre de aspecto fatigado, mediana edad y mediana estatura, enfundado en un sobretodo gris. Tras saludar al todavía solitario vigilante de consigna, tocó el timbre del chalet de Vicente López.
Cuando en la madrugada del jueves 14 se presentó en las puertas de la embajada de Haití un hombre de mediana estatura y aspecto cansado, al agente de facción ni se le ocurrió imaginar que se trataba de Raúl Demetrio Tanco. El general liberticida había esquivado casi milagrosamente el cerco de las fuerzas desplegadas por el gobierno para detenerlo. Era, en ese momento, el insurrecto más buscado del país.

 

Sin inconvenientes

Los agentes de la SIDE, que habían tenido el infortunio de estar presentes, soportaban el estallido de ira del general Quaranta al enterarse de que Tanco se había alojado en el hotel Bristol de Montevideo. Eran poco más de las 22 horas y en el patio de la Penitenciaría Nacional, el general Valle caía abatido por las balas del pelotón de descompuestos infantes de Marina encargados de fusilarlo. Había rechazado con desprecio el capote militar que le ofrecieron y enfrentó al pelotón cubierto por el sobretodo de su amigo Carlos Rovira.
El general Tanco había podido llegar sin inconvenientes a Constitución, donde tomó el colectivo 60 que lo llevaría a Vicente López. En la madrugada del jueves, tras caminar desde la avenida Maipú, se presentó en las puertas de la embajada de Haití.
Raúl Tanco sabía tan poco de Haití y de su embajador como cualquier otro, y si se arriesgó a viajar desde La Plata, atravesando después toda la ciudad, esperanzado en encontrar refugio en la embajada de ese pequeño país, fue porque también él estaba en contacto con las aterradas esposas y familiares de los demás refugiados.
Poco después de que Tanco ingresara a la residencia del embajador, la embajada fue rodeada por fuerzas policiales que impedían el paso de vehículos y peatones. En su estudio, el doctor Jean Fernand Brierre era continuamente sobresaltado por el teléfono, que no dejaba de sonar. Una y otra vez, del otro lado de la línea, una voz amenazante preguntaba por el hijo de puta de Tanco, así, como lo oyen.
Por la tarde, Brierre pidió a su chofer que preparara el automóvil para llevarlo hacia la Capital Federal. Debía presentarse en la Cancillería para agregar el nombre de Raúl Tanco a la lista de asilados políticos.
– Tanco. Nada menos, se dijo el embajador Brierre.
Apenas traspuso las rejas que franqueaban el amplio jardín, advirtió que las fuerzas policiales habían desaparecido. Lejos de tranquilizarlo, el descubrimiento lo llenó de inquietud: también había desaparecido la custodia habitual.

 

Una negra de mierda

–¡Tanco! ¡Nada menos! –exclamó el general Quaranta.
El general Domingo Quaranta tenía un cerebro de peso standard y volumen aparentemente normal, que no funcionaba con normalidad. Convocó a un grupo de sus hombres e irrumpió en la legación diplomática de Haití en momentos en que, en el Palacio San Martín, el embajador comunicaba que también el señor Raúl Demetrio Tanco se encontraba bajo la protección de la República de Haití.
El grupo de agentes de la SIDE sacó violentamente a los refugiados de las habitaciones que ocupaban. Las barajas quedaron desparramadas por el piso.
–Pero la puta que lo parió –bufó García.
A los empujones, el contrariado García, los coroneles Salinas, González y Digier, el capitán Bruno, el suboficial López y el general Raúl Tanco fueron llevados hasta la calle y alineados en la vereda, de espaldas al muro de ladrillos de la embajada, y obligados a colocar las manos en sus nucas. Tres de los veinte hombres con que Quaranta había realizado el inusual procedimiento se apostaban en medio de la vereda, con sus metralletas en la cintura, listos a descargar sus ráfagas sobre los detenidos.
–Tanco –murmuraba un sonriente general Quaranta–. Ahora vas a ir a hacerle revoluciones a san Pedro.
Su deficiente cerebro estaba enviado señales eléctricas al general Domingo Quaranta.
Las señales decían: “No sea menos que nadie y fusílelos acá mismo”.
Acá mismo era la embajada de Haití.
Los agentes de la SIDE apuntaron sus metralletas, pero Therese Brierre, esposa del embajador, a los gritos, trató de librar a Domingo Quaranta de las perniciosas señales eléctricas de su averiado cerebro.
–Antes tendrán que matarme a mí –exclamó la mujer interponiéndose entre los refugiados y las bocas de las metralletas.
El general Domingo Quaranta la apartó de un empujón.
–¡Callate, negra hija de puta! –dijo.
Si la Revolución Libertadora había sido hecha para que el hijo del barrendero fuera barrendero y los suboficiales siguieran siendo suboficiales y no pretendieran dar órdenes a los oficiales, era de sentido común que también los negros debían seguir siendo negros, y no embajadores. Y de las negras, ni hablar.
El tumulto llamó la atención de transeúntes y vecinos.
–Vamos a la esquina –ordenó Quaranta.
Con las manos entrelazadas detrás de la nuca, los detenidos caminaron en fila india hacia la esquina de Monasterio y San Martín, rodeados de los agentes y ante las miradas de vecinos y curiosos. De haber conocido el barrio, Quaranta hubiera llevado a los hombres hacia la mucho menos transitada esquina de Arenales, donde podría haberlos ametrallado con comodidad, pero nadie puede saberlo todo, y menos que nadie, el jefe de la Secretaría de Informaciones del Estado.

Apenas llegados a la calle San Martín, Quaranta ordenó a los detenidos colocarse contra la ochava. Un par de ráfagas, y listo el pollo, se dijo, cuando un colectivo se detuvo en medio de la calle. El chofer no podía apartar su vista de las ametralladoras de los agentes de la SIDE, de la hilera de hombres con las manos sobre sus cabezas y del grupo de vecinos que aguardaba a prudente distancia, sobre la calle Monasterio.

El chofer no podía ver el chisporroteo que sus deterioradas terminales nerviosas provocaban en el cerebro del general Quaranta, pero sí podía ver al general, forcejeando en la vereda con una mujer negra.

El general Quaranta no llevaba uniforme, por lo que el chofer no podía saber que se trataba de un general ni, mucho menos conocer su nombre, pero Therese Brierre era ostensiblemente negra. Una mujer negra, alta y elegante, forcejeando en la vereda con un hombre de aspecto desquiciado ante un público compuesto de vecinos, transeúntes muy atildados y hombres armados, tenía que llamar la atención de cualquiera.

Curiosamente, pensó el chofer, los siete hombres alineados sobre la ochava parecían indiferentes al tumulto y permanecían con las manos sobre sus cabezas.

Demoró pocos segundos en asociar esa imagen con los fusilamientos que se habían sucedido en los días anteriores.
–Los van a fusilar –gritó, sorprendido y a la vez excitado. No todos los días era posible ver un fusilamiento.
–La puta que lo parió –seguía bufando García–. Tenía 32 de mano.
A su lado, López sonrió:
–Te salvaste. Yo ligué un siete y un seis de espadas.
–Siempre el mismo mentiroso.
–¡Cállense! –gritó Quaranta, apartando una vez más de su lado a Therese Brierre. Al hacerlo, giró a medias y su mirada se cruzó con la del boquiabierto chofer del colectivo. Sobresaltado por el brillo enloquecido de los ojos de Quaranta, el chofer colocó primera. Quaranta lo encañonó con su pistola reglamentaria.
–¡Alto! –gritó. Y rápidamente agregó, dirigiéndose a uno de sus agentes–: Incaute ya mismo ese colectivo. Nos llevamos a los insurrectos a otro lado.
Sin contemplaciones, algunos agentes bajaron a los pasajeros mientras los detenidos, encañonados por las ametralladoras, subían por la puerta delantera.
El grupo de vecinos se acercaba más y más. Su presencia intimidaba a Quaranta, quien, en prueba de que no había perdido del todo la cordura, creía contraproducente fusilar a los insurrectos en plena calle y ante tantos testigos.
–Vamos –ordenó Quaranta.
Los hombres y en especial las mujeres del vecindario habían rodeado el colectivo, al que golpeaban con furia.
El rostro de Bruno se ensombreció. Estaba sentado junto a una ventanilla, a la que había abierto apenas, para dejar entrar un poco de aire.
–¿Qué gritan? –preguntó Salinas, a su lado.
–Quieren que nos maten –susurró Bruno.
Ajeno a la popularidad que hubiera tenido en el aristocrático vecindario el ametrallamiento de los detenidos, prueba de que las gentes distinguidas sí habían perdido completamente la cordura, Quaranta urgía al chofer a alejarse del lugar.
–Vamos, siga para allá.
Varios asientos más atrás, López murmuró.
–Nos llevan para el río. Estos hijos de puta nos van a fusilar en la costa.
García cerró los ojos y suspiró.
–Está cortada en Libertador –dijo el chofer que, como López, parecía leer la mente del general Quaranta.
Todo parecía planeado por el mismo diablo peronista para que Quaranta no pudiera cumplir su cometido.
–Vuelva atrás –ordenó al chofer–. Vamos a la capital.
Al llegar a Madero, el colectivo dobló a la izquierda, volvió a doblar en Arenales y subió hacia Maipú.
Al llegar a Monasterio pudieron observar que en la vereda de la embajada, Therese Brierre continuaba gritando, rodeada por los vecinos.
–¡Les salauds! ¡Se los llevan para matarlos! –exclamó antes de entrar corriendo en la residencia, desde donde se comunicaría con el Ministerio de Relaciones Exteriores de su país y con denunciará la violación a la soberanía de Haití a las agencias periodísticas internacionales.
–Negra de mierda –gritaban los elegantes y educados vecinos y vecinas de Vicente López.

 

 

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