La construcción de un enemigo

Guerrilleros, narcos, fronteras permeables, secesión: el caso Santiago Maldonado y el viejo anhelo argentino de ‘ingresar al mundo’ por la puerta represiva.

Un fantasma recorre la Argentina, es el fantasma del terrorismo. El gobierno y los medios hegemónicos dicen, muestran, extrapolan, mezclan, construyen: un grupo de violentos encapuchados corta la 9 de Julio para sembrar el caos; una desconocida organización anarquista carga bidones de nafta (“¡Molotov, molotov!”), prende fuego en las narices del Ministerio de Seguridad bonaerense y burla a un –inexistente– operativo policial que no captura a nadie; en el norte, un movimiento social lleno de indígenas pone en jaque al Estado para mantener las prebendas obtenidas mediante la corrupción y, quizás, el tráfico de drogas; en la Patagonia, una fuerza guerrillera mapuche, donde hay un ideólogo blanco y quizás algún extremista kurdo, ataca a tres escuadrones de la Gendarmería Nacional con un arsenal de piedras, boleadoras, martillos, serruchos oxidados y una hoz; de buena fuente se descubre que existe una fuerza separatista mapuche, diseminada por el sur, que busca la creación de una nación independiente en un territorio que abarca ambos lados de la Cordillera. La Argentina –que es un país de gente de bien, gente como uno– está en peligro, amenazada por fuerzas extrañas que ponen en jaque nuestro way of life.

 

Desde sus primeros días en el gobierno, el macrismo desarrolla un ininterrumpido trabajo de construcción de un enemigo que le permita criminalizar las protestas sociales y justificar la escalada de violencia represiva que necesita para sostener un modelo económico que genera un crecimiento sideral de la desigualdad, la pobreza y la exclusión.

 

Por supuesto, no se trata de una invención propia, aunque aquí alcance ribetes trágicamente burdos, sino de una estrategia del capitalismo financiero global. En la Argentina se sostiene discursivamente con tres caballitos de batalla: la corrupción, el narcotráfico y, ahora, un terrorismo autóctono con vinculación internacional. Eso es lo que justifica las “respuestas” del Estado, que también son tres: represión, judicialización y suspensión de derechos.

 

En un libro excelente (Violencias de Estado. La guerra antiterrorista y la guerra contra el crimen como medios de control global), la politóloga Pilar Calveiro describe el mecanismo con prístina claridad: “La figura del terrorismo es funcional para sancionar casi cualquier práctica de oposición al sistema social, económico o político, castigando a los responsables con penas especialmente duras en el marco de una legislación de excepción –dice–. Para llegar a ello se siguen distintos pasos. Primero se criminaliza la protesta, despolitizándola; luego se asimilan protesta y violencia, tratando de deslegitimar cualquier recurso a la fuerza que no sea exclusivamente estatal; por fin, toda violencia contra el sistema y la democracia procedimental, en tanto desestabilizadora y violenta, se considera terrorista, De este modo desaparece el delito de rebelión –asimilado al terrorismo– y con él, el derecho de rebelión –reconocido incluso por la doctrina liberal– ante la transgresión del pacto por el gobierno. Se pretende así deslegitimar –y colocar en el lugar de la excepción, fuera de las protecciones de la ley– toda forma de insurgencia; vale decir, crear un ‘sistema sin oposición’. Lo más alarmante de este combate contra el terrorismo no es tanto la dureza de las penas sino la suspensión del derecho ordinario y la consecuente excepcionalidad de los castigos”.

 

Las tres patas

Criminalización, represión y bombardeo mediático son las patas del trípode. Cada una de ellas refuerza a las otras en un juego de retroalimentación que se traduce en una espiral de violencia estatal.

 

La detención arbitraria de Milagro Sala, pocos días después del cambio de gobierno, es sin duda –por su relevancia nacional e internacional–, el caso más resonante de criminalización de la disidencia que haya perpetrado el macrismo. Sin embargo, es apenas la punta del iceberg; ocurre de manera menos visible en todo el territorio nacional.

 

La detención por un corte de ruta del wichí Agustín Santillán, en Formosa, es otro caso y refleja un modus operandi. “El gobierno utiliza el mecanismo de judicializarlos. Entonces, los toman porque estuvieron en un corte y les arman causas. A cada uno le hacen ocho, diez, doce causas. Los acusan de lucha en banda, con armas, por desacato a la autoridad, y cada una de esas causas tiene su ley. Algunas son excarcelables, otras no. Con eso los obligan a ir a tribunales, hacen que vaya a buscarlos la policía. Con eso quieren meterles miedo”, le dijo al autor de esta nota el cura Francisco Nazar, encargado de las relaciones con las comunidades indígenas del obispado formoseño.

 

No se trata de la denuncia aislada de un cura sensibilizado por la situación de los indígenas. El propio jefe de gabinete del ministerio de Seguridad, Pablo Noceti –hoy comprometido hasta las manos por la desaparición de Santiago Maldonado–, lo describió sin eufemismos cuando adelantó su estrategia para evitar las protestas mapuches: “A partir de ahora, ante cualquier tipo de actividad pública que haga el RAM (Resistencia Ancestral Mapuche) van a ser detenidos y llevados a juicio todos, por cada uno de los hechos que cometan. Cuando corten la ruta 40 los vamos a detener”.

“Los ejemplos son inabarcables y, vale la pena repetirlo, serían risibles si entre las consecuencias de esta escalada de falsedades no se contara ya un desaparecido”

Que se reprima y judicialice “cualquier tipo de actividad pública” de la RAM no tiene justificación legal, pero eso no importa, porque se trata de “terroristas”, como dijo, en sintonía con Noceti, el candidato a diputado por el PRO de Bariloche, Sergio Capozzi: “Así empezaron las FARC y terminaron dividiendo a Colombia en dos. Yo no quiero eso (…) Qué casualidad que, al igual que en Colombia, el RAM esté en una misma zona de frontera montañosa. Atrás (del RAM) está el narcotráfico”. Guerrilleros, narcos, fronteras permeables, secesión, un cóctel que tiene de todo y puede explotar en cualquier momento.

 

Mientras tanto, los medios hegemónicos no descansan en la construcción del enemigo necesario. Y sus construcciones podrían provocar risa sino tuvieran consecuencias trágicas. Luis Majul “revela” desde la pantalla del televisor, señora, y sin ponerse colorado, la existencia de un “manual de micro-resistencia” al gobierno que incluye actividades subversivas tales como pedirle a los encargados de los bares que cambien de canal cuando tienen sintinozado a TN; el indescriptible Federico Andahazi le cuenta a un escandalizado Alfredo Leuco que existe una conspiración de psicoanalistas kirchneristas que manipulan a sus pacientes y que, si siguen mostrando simpatía por el gobierno, los echan de sus consultorios; en Clarín y La Nación, Santiago Maldonado es tatuador, artesano, quizás guerrillero entrenado por las FARC y/o los kurdos, ideólogo de una rebelión mapuche y muchas cosas más. Y tiene la virtud de estar en todas partes: en un pueblo donde todos se le parecen, a bordo de un camión en Entre Ríos, escondido ilegalmente en Chile, oculto en la provincia de Salta. En todas partes menos en poder de la Gendarmería que se lo llevó de la Lof de Cushamen.

 

En su columna del domingo en Clarín, Jorge Lanata hizo una ensalada con todos los ingredientes y enumeró: “setentistas que creen que la guerra sigue, un viejo proyecto K de entregar parques nacionales a los indios, mapuches que debaten su pasaporte entre Argentina y Chile, aparición de nuevos corredores de droga en la Cordillera. Y el público: un encantador grupo de militantes sensibles de pelo enrulado que luchan para declarar Mapucheland como estado independiente y volver a vivir como en el siglo XVIII”. Acto seguido –o líneas después– mostró las terribles consecuencias de todo eso: “Desde 2013 hubo 77 atentados de la RAM, Resistencia Ancestral Mapuche, en Río Negro, Chubut y Neuquén: incendios, amenazas, secuestros, abigeato, destrucción de maquinarias, etc.”. En otras palabras, si los mapuches no son terroristas, los terroristas dónde están.

 

Los ejemplos son inabarcables y, vale la pena repetirlo, serían risibles si entre las consecuencias de esta escalada de falsedades no se contara ya un desaparecido.

 

Casi el túnel del tiempo

El domingo a la noche, en la mesaza de Mirtha Legrand, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, volvió a esquivar toda responsabilidad del Estado en la desaparición de Santiago Maldonado pero no perdió la ocasión de despacharse con una perlita que resignificó –contra toda verdad histórica– el plan genocida que se perpetró en la Argentina en la década de los ’70. “Ni los demonios eran tan demonios, ni los ángeles, tan ángeles”, sentenció.

 

El retorno de la teoría de los dos demonios y la negación encubierta del genocidio vienen pisando fuerte desde la llegada de Mauricio Macri a la Casa Rosada: funcionarios que ponen en duda el número de desaparecidos, una Corte Suprema que intenta beneficiar con el 2×1 a los represores, desestimación del gobierno a seguir siendo querellante en causas por delitos de lesa humanidad, campañas mediáticas –encabezadas por el diario La Nación– para la liberación de genocidas devenidos en pobres viejitos enfermos. Son pasos necesarios para construir un nuevo enemigo y habilitar que no habrá persecución judicial para quiénes se presten a destruirlo. En esa línea, el domingo altos funcionarios del gobierno nacional dijeron que se evalúa otorgar “un nuevo y moderno rol” a las Fuerzas Armadas: que trabajen conjuntamente con la Policía Federal, la Gendarmería y la Prefectura en la lucha contra el narcotráfico.

“Criminalización, represión y bombardeo mediático son las patas del trípode. Cada una de ellas refuerza a las otras en un juego de retroalimentación que se traduce en una espiral de violencia estatal”

Sin caer en una extrapolación histórica, el discurso suena repetido. En Un enemigo para la nación: orden interno, violencia y “subversión”, 1973-1976, la historiadora Marina Franco revisa el proceso de construcción de la figura del “subversivo” durante los gobiernos de Raúl Lastiri, Juan Domingo Perón e Isabel Martínez de Perón hasta llegar al golpe cívico militar del 24 de marzo de 1976.

 

Por un lado, a partir de hechos concretos, documentos reservados y discursos públicos, Franco reconstruye como durante esos gobiernos se fue aplicando y justificando una escalada represiva con el objetivo, en primera instancia, de acallar la protesta social y, después, de aniquilar al “enemigo interior”, término difuso que englobaba a opositores políticos, integrantes de organizaciones revolucionarias, estudiantes politizados, comisiones internas antiburocráticas e intelectuales críticos. Por el otro, la historiadora investiga el papel de la prensa para instalar la idea de que la Argentina vive en una situación de caos nacional provocada por ese “enemigo interno” (la subversión), instrumentado por enemigos externos (la subversión internacional y, por lo tanto, apátrida), y así inscribir en el imaginario de gran parte de la sociedad la necesidad de reprimir sin reparar en medios ni leyes y, finalmente, lograr apoyo civil para la anulación de cualquier garantía democrática.

 

Ayer y hoy se trata de lo mismo: la necesidad de construir un enemigo que justifique el autoritarismo y la criminalización, la violación de las leyes y la suspensión de los derechos. La represión, a como dé lugar, de la disidencia política y la protesta social. Porque, como se sabe, para el enemigo ni justicia.

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