El 23 de mayo se celebra en Argentina el Día del Cine Nacional. La fecha recuerda el estreno de La Revolución de Mayo (1909), de Mario Gallo, la primera película argumental nacional, sin sonido, en blanco y negro. También para recordar a los trabajadores y las trabajadoras del cine que han contribuido al desarrollo de esta industria cultural. Dos días después, el 25 de mayo, conmemoramos en nuestro país la formación del primer gobierno patrio. Entre ambas efemérides hay una conexión que va más allá de lo cronológico. Lo que las une es la comunidad movilizada. El pueblo como actor histórico, en la calle, enfrentando fuerzas que lo superan, pero que no lo vencen.
El cine nacional, desde sus orígenes, quiso dar cuenta de la historia de un pueblo que no deja de buscarse. De Gallo a Favio, de Birri a Pino Solanas, de María Luisa Bemberg a Lucrecia Martel, el cine argentino ha sido refugio y fusil. La comunidad es el núcleo más persistente de nuestras narrativas. Es en este terreno que se volvió necesario recuperar una historieta que ha atravesado la conciencia colectiva argentina como pocas: El Eternauta.
Escrita por Héctor Germán Oesterheld y dibujada por Francisco Solano López, El Eternauta apareció por primera vez en 1957, en la revista Hora Cero. Una nevada mortal cae sobre Buenos Aires. Los protagonistas, un grupo de vecinos de Vicente López, se organizan para sobrevivir. Lo que parecía un fenómeno natural se revela como una invasión alienígena. El mal es difuso, lejano, inasible: llega desde el cielo, pero opera mediante capas de mediación —los Ellos, los Gurbos, los Cascarudos, los Manos—. La resistencia es fragmentaria, sin embargo, persiste.
Una frase se vuelve mantra en medio del caos: “Nadie se salva solo”. Máxima que funciona como advertencia y como horizonte ético en nuestro país. Cuando la patria fue más que una abstracción —cuando fue gesto, cuerpo, comunidad— fue porque supimos actuar en conjunto. La Revolución de Mayo, lejos de ser un acto administrativo, se consolidó como una irrupción popular. No fue un movimiento ordenado ni unívoco, sino un torrente de contradicciones, intereses y esperanzas. Como El Eternauta, la Revolución de 1810 presentó una respuesta colectiva a un sistema que se caía a pedazos.
Hoy, bajo el gobierno de La Libertad Avanza, ese entramado comunitario vuelve a estar en riesgo. La fragmentación social, el individualismo meritocrático, el vaciamiento del Estado, la demonización de la organización popular, son síntomas de una ofensiva que —aunque se presenta como nueva— tiene raíces antiguas. Es una ofensiva que quiere arrasar con derechos y sentidos: con la posibilidad misma de reconocernos en un otro. Como escribió Oesterheld en su prólogo de 1969 a la segunda versión de El Eternauta: “la verdadera lucha no es entre naciones o clases: es entre los que aman y los que odian, entre los que construyen y los que destruyen”.
En esta ofensiva actual, el cine también está bajo amenaza. El desfinanciamiento del INCAA, el vaciamiento de los programas de fomento a la producción nacional, el ataque a sus trabajadores. No se trata de un recorte presupuestario. Pensarlo de esta manera sería reproducir las miradas simplistas del gobierno actual. Es un gesto político: busca callar voces, borrar memorias, impedir futuros. No es casual que las películas que más han incomodado a los poderes de turno hayan sido aquellas que narraron lo común, lo colectivo, lo popular.
Como en El Eternauta, el enemigo no siempre da la cara, pero sus efectos se sienten: tarifas impagables, comedores cerrados, universidades en crisis, violencia policial, medios perseguidos, cultura despreciada. Ante esto, hay que volver a armar la resistencia. No desde el heroísmo individual, sino desde la trama solidaria de la comunidad. Recuperar el gesto de nuestro héroe: armarse un traje con lo que se tiene a mano, salir a la calle con otros, buscar refugio y, sobre todo, no ceder en la esperanza. Porque, como bien sabemos los que crecimos con historietas, con películas, con historia, nada está del todo perdido mientras exista alguien que cuente. Mientras haya quien diga “acá estamos”. Hay algo del 25 de mayo —y del cine nacional— que no se puede privatizar ni ajustar: la necesidad de un futuro común.
La reciente serie de Netflix basada en El Eternauta, dirigida por Bruno Stagnaro, recupera con una potencia visual e interpretativa ese espíritu colectivo. La producción, íntegramente realizada en Argentina, con talentos técnicos y artísticos nacionales, volvió a poner a la historieta en el centro del debate cultural. En X(ex Twitter), durante días, los trending topics giraron en torno a Juan Salvo, a la niebla que todo lo cubre, a la traición y a la organización barrial. Se habló de los efectos especiales, de la dirección, pero también del mensaje político que trasciende el relato.
La recepción masiva no debe ser subestimada. En un momento donde el gobierno arremete contra toda forma de expresión crítica, que una producción nacional ponga en circulación masiva ideas sobre la solidaridad, la comunidad y la defensa de lo común es, en sí, un acto político.
Eduardo Galeano, en su célebre Patas arriba: la escuela del mundo al revés decía que “la patria no es la bandera ni el escudo ni el himno; la patria es la gente”. Y si la patria es la gente, entonces tenemos que hacernos cargo de cómo nos estamos tratando entre nosotros. El enemigo tiene su parte, sí. Pero no alcanza con señalarlo. También hay que mirarnos. ¿Qué hicimos, qué hacemos, para sostener ese entramado que decimos defender?
Es momento de una autocrítica. De reconocer que, a veces, reproducimos lógicas elitistas incluso desde discursos emancipadores. Que dejamos caer las redes territoriales mientras discutimos en abstracto. Que confiamos demasiado en lo simbólico y muy poco en lo concreto. Que muchas veces nos faltó calle, oído, cuerpo. Que nos ganó el confort de la indignación digital.
“Nadie se salva solo” es un desafío. ¿Estamos dispuestos a hacer el trabajo duro, imperfecto, contradictorio, de salvarnos juntos? ¿O preferimos seguir narrándonos como los buenos de la película mientras el enemigo avanza?
El final de El Eternauta no es un cierre heroico. Juan Salvo, el protagonista, sobrevive, sí, pero lo hace en soledad, atrapado en una deriva temporal infinita, condenado a buscar eternamente a los suyos sin lograr reencontrarse. Lo que empezó como una resistencia colectiva —con vecinos que se organizan y pelean juntos— se diluye hasta volverse una odisea individual marcada por la pérdida. Las versiones posteriores de Oesterheld profundizan ese desencanto: Salvo termina siendo manipulado por el enemigo, convertido en instrumento de lo que combatía. Es una advertencia amarga: sin comunidad, sin organización, no hay victoria posible. Solo deriva, solo errancia.
Algo similar podríamos decir de la Revolución de Mayo. Aunque fue un acto fundacional, impulsado por sectores populares y por una voluntad de transformación, no tardó en ser apropiada por intereses que la desnaturalizaron. El proyecto colectivo fue reemplazado por disputas de poder, exclusión de las mayorías y pactos con élites que aseguraron continuidad a las lógicas coloniales bajo nuevas banderas. La patria naciente también fue testigo de cómo se traicionaban sus promesas fundacionales en nombre del orden, del progreso o del mercado. Lo sigue siendo.

Y aunque el embudo cultural argentino suele llevar su caudalosa producción a la Ilustrada Buenos Aires, me permito mencionar que el cine tucumano hizo valiosos aportes a esa industria. El rigor del destino (1985), La redada (1991), Yocavil, los pueblos olvidados (2001), La hermandad (2019), Gato negro (2014), Los dueños (2013), El diablo blanco (2024). El rigor del destino, escrita y dirigida por Gerardo Vallejo, galardonada con el Premio Colón de Oro en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, narra el reencuentro de un niño de Tucumán con su abuelo, que lo lleva a recuperar la historia de su padre, un destacado abogado de trabajadores y luchador por la justicia social. Los ingenios azucareros, la resistencia obrera a su cierre. El pueblo en la calle.
Historias todas que cuentan nuestra historia. Y que, como la de El Eternauta y La Revolución de Mayo, deberían servirnos, al menos, para no mentirnos. Para entender que, sin sostener una práctica comunitaria real, sin asumir también nuestros errores, no hay porvenir. Solo historia repetida.