“La batalla no es solamente política, también es cultural”

Una charla con Omar Gasparini, viejo prócer del Grupo de Teatro Catalinas Sur, sobre el arte, sus relaciones con la política, el papel de lo popular y La Boca.
Foto: Georgina García | Zoom

El Grupo de Teatro Catalinas Sur empezó su aventura en el alba dudosa de un tiempo democrático que todavía crujía con la sombra impiadosa del genocidio. Y lo hizo en una plaza, convocando duendes y ahuyentando fantasmas de la mano de una construcción comunitaria que aún hoy es su marca destacada. Empezaba a recuperarse –allí y en otros sitios– de la mano de “pequeños pedacitos de arte” la alegría invencible de las “fiestas populares”. Vecinos del barrio –y de otros barrios– tejían una nueva red de comunicación comunitaria, colectiva, con la que ahuyentaban años de tristeza y desesperanza. Hombres y mujeres. Un barrio. Una forma de ser y de estar, de la mano de la herramienta fundamental de los oficios: la esperanza. Entre otros, allí estaba Omar Gasparini. Es decir: La Boca del Riachuelo.

 

Omar se asoma a uno de los ventanales de la calle Caboto, con medio cuerpo afuera, y nos señala la puerta por la que debemos entrar. En el silencio de la tarde (lo sepamos o no) se escuchan operetas, zarzuelas, desfilan los personajes del circo anunciando el surgimiento del teatro nacional, vuelve un sainete de la mano de tías y de abuelas, estallan la murga, el candombe, volvemos a ser niños con la magia de los titiriteros: La Boca, barrio y república del arte popular.

 

Omar Gasparini es, en todos los sentidos de esa hermosa palabra, un artista. Ceramista, lutier, restaurador de muebles y objetos, realizador cinematográfico, escultor, ilustrador. La Boca es un territorio desconocido si no se conoce a Omar. Esta conversación se propone como una pista, una huella, para seguir tejiendo una trama indispensable: la del arte que se hace en la calle, la de la calle que se hace arte.

 

Me resulta casi inevitable, Omar, el intento de empezar por el principio. ¿Cómo recordás el comienzo de tu inclinación artística en la ciudad de Azul?

Desde niño me gustó andar con el barro. En los veranos íbamos al campo de unos parientes y ahí daba rienda suelta a toda mi imaginación y mi locura con respecto a la creatividad; con paja, con troncos, con lo que hubiera que casi siempre era poco material, ¿no? Y de color, ni hablar. Pero siempre tuve esa inquietud. Cuando empecé el secundario, en segundo año, no daba pie con bola, me aburría. Excepto Geografía o Historia, todo me aburría enormemente. Pero tuve un “pedo histórico”: apareció en Azul una Escuela Nacional de Bellas Artes que se hizo ahí porque Amalita Fortabat –que tenía la cantera– donó una casa. En cuanto vi que se abría me tiré de cabeza e hice hasta tercer año las dos cosas, tercero de secundario y primero de Bellas Artes. Con los límites que tiene una ciudad chica del interior, pero te imaginás el descubrimiento que era hacer algo con las manos y poder expresarme. Cuando termino mi formación en la [Escuela] Rogelio Yrurtia, de Azul, me vengo a Buenos Aires, porque me toca la colimba, pero podía estudiar a la noche.

 

Eso fue a fines de los años 60, ¿no?

Sí, 69 más o menos. Como todos los que se escolarizan en Bellas Artes, yo también venía con una mirada y un abrazo a lo europeo digamos, a lo extranjerizante, siempre mirando para el norte: “¡Oh! qué maravilla”. Hasta que tuve el segundo “pedo histórico” que fue tener un profesor de Historia de la Cultura que se llamaba Rodolfo Kusch, que nos dio vuelta la cabeza. No sólo me hizo peronista, sino que empecé a amar todo Latinoamérica, lo precolombino. Aquel era una bestia, nos llevaba a su casa los sábados. Era un fuera de serie, su mujer también. De suerte que siempre hice mía una mirada que no se corresponde con lo clásico, o lo aceptado, sin darle pelota al poder central digamos, que es el que manda en la cultura. Siempre hice lo que se me cantaba; en algunos casos me dieron bolilla, en otros, no. Hicimos murales en Italia, en Portugal, es decir, no me arrepiento para nada de lo que he podido construir hasta ahora, aunque, claro, nunca me lo van a premiar (risas).

 

Pienso en los muralistas mexicanos, “saquemos el arte de los cuartos y del caballete y llevémoslo a la calle”. ¿En vos es una reflexión cuyas raíces podemos encontrar ahí o, más profundamente, es un “encuentro”? El de aquel pibe que moldeaba figuras en el barro con estas otras corrientes artísticas que también intentaban quitarle la solemnidad al arte.
Foto: Georgina García | Zoom

Puede ser. A mí me gusta mucho trabajar comunitariamente. Esto es un teatro comunitario, y cuando hice teatro lo hice a nivel comunitario, y me gusta hacer plástica comunitariamente. Así que cuando hacemos un mural participan todos, acá mete la mano todo el mundo, lo harán más lindo o más feo, pero meten la mano. Nos ocupamos, sí, de que tenga un estilo, que no se mezclen los conceptos estéticos, pero me gusta que trabajemos todos, odio la solemnidad del caballete. Si bien pinto y hago cosas, me aburre. Y me aburre trabajar en soledad. Prefiero la reflexión conjunta, el ida y vuelta, aprender del otro, todo eso me llena mucho.

 

Pienso en esa conversación indispensable entre arte y política, motivado por esto que decís, y por la importancia que le asignás al encuentro con Kusch.

La política está para siempre metida en uno y es al pepe que la queramos separar. Lo que no quiere decir –no es mi búsqueda– pensar en un arte panfletario. Lo popular no es un panfleto, es el registro de que hay otra historia, que las cosas bellas no son sólo las del Barrio Norte, las de la estética oficial. Se puede hacer belleza a partir de las cosas cotidianas, de lo que le pasa a la gente.

 

Me interesa tu opinión respecto de cómo se han tejido y se tejen el arte callejero, el carnaval, la inmigración, el teatro. Es decir, ese poderoso encuentro cultural.

Si algo caracteriza a la actual política cultural –si se puede decir que hay política cultural– es el intento de ponerle un paño de olvido a todo el pasado, incluida la inmigración. Al menos, seguro, a la inmigración que nos dio las huelgas, que contribuyó a forjar una conciencia obrera, una fuerza que terminó en el fuerte movimiento obrero que hemos tenido. Bueno, que tenemos.

 

¿Cómo ves La Boca en estos últimos años?

Si la miramos desde ese emblema que es el fútbol, desde que está Angelici, el club Boca Juniors dejó de ser nuestro, como expresión popular, ¿no? Además de no haber ninguna participación de las instituciones, tampoco hay un concepto territorial; es un concepto totalmente empresarial. La Boca ha cambiado muchísimo en estos años en que está gobernando el PRO. La única aspiración auténtica parece ser “a ver con qué terreno nos quedamos”. Por eso hay tantos incendios; parece que es cuestión de rajar a todos los que puedan. No te olvides que estamos a cinco o diez minutos del Obelisco y de Puerto Madero. Son lugares muy apetecibles y a partir de la Usina del Arte se ha convertido todo en un engendro culturoso que no tiene nada que ver con La Boca. Habrás visto que hay murales en los que se ven vaqueros del lejano oeste estadounidense, chinos, tipos que vinieron de Europa no sé de dónde. Cobraron su guita hicieron lo suyo. No estoy en contra de esto, pero no tiene nada que ver con la construcción cultural. La Boca ha cambiado, el paradigma de la solidaridad se ha perdido, los vínculos entre las instituciones también, y el bien común…

“La política está para siempre metida en uno y es al pepe que la queramos separar. Lo que no quiere decir –no es mi búsqueda– pensar en un arte panfletario”

Deberíamos poder trascender (aun cuando es en cierto modo inevitable) una mirada nostálgica y recuperar una conversación entre arte y política. ¿No crees?

Milito y sigo militando porque a esta película hay que darla vuelta. Debemos remar contra el “derpo” real, que tiene desde el Estado hasta la prensa. Hay que dar vuelta la historia política para reconstruir todo lo perdido.

 

¿Cuál pensás que tiene que ser la actitud de la política, de la construcción política respecto del arte? Pienso, por ejemplo, en el lanzamiento del Manifiesto del Grupo Territorio y Tiempo, en Caras y Caretas, como una pista posible.

Me parece una iniciativa válida. Aunque es cierto que a los artistas siempre nos convocaron para salir en las fotos, y no nos dieron mucha pelota en los planes. Es como si no hubiera la suficiente conciencia de que la pelea, la batalla, es cultural, no es solamente política pura. Es político-cultural. El portero de enfrente vota al PRO: eso es cultural. Entonces creo que los artistas tendríamos que intervenir, meternos más y no mirarla de afuera o pedirles a los políticos que actúen por nosotros. Creo que la lucha es que nosotros hagamos política y demostremos que tenemos con qué.

 

La experiencia del Grupo de Teatro Catalinas, ¿no va en ese sentido? Es una experiencia de construcción, de organización, de reafirmación de la identidad, del origen cultural. La escenografía, el arte, la plástica, la dramaturgia. ¿No hay una militancia desde el arte también? ¿No es una muestra de eso también la experiencia de Catalinas?

Hacer teatro es militancia. Acá los compañeros tienen que venir sábado o domingo sin un mango y algún día de semana a ensayar, todo gratis. Son todos vecinos. Tipos que no son profesionales, que tienen sus laburos. Eso es una militancia que se ofrenda al espectador: uno hace historietas, otro puede hacer un libro, el otro tiene una radio y trasmite ideas. Creo que el teatro, la plástica dicen cosas, cuentan cosas, entre líneas están diciendo cosas. Por ejemplo, cómo nos gustaría que fuera la realidad. La construcción cultural de este teatro ha dejado un aprendizaje de consistencia orgánica.

 

Aunque hay siempre una tensión, ¿no? Las expresiones auténticamente populares suelen resistirse a ser contenidas en un espacio institucional. Y eso no está del todo mal.
Foto: Georgina García | Zoom

Siempre tenemos que poder decir lo que se nos cante. Tiene que ser la gente la que se exprese sobre lo que realmente siente por cultura o qué es lo que interpreta que es la cultura. No creo que sólo quiera ver a Tinelli por televisión. Cuando apareció Paka Paka los niños se volcaron masivamente y hasta ahí estaban mirando Walt Disney. Reírse de un enano o mostrar tetas no creo que sea una construcción popular. Y estoy lejos de ponerme en purista, pero eso no es la cultura. ¡Además nadie baila de esa forma! Creo que la construcción popular es otra película. El tema está en la voluntad política y el dinero para realizarlas. Nosotros en una época, antes de la dictadura, en el 73, con otro compañero, también de Bellas Artes, queríamos con nuestras herramientas, o sea, el dibujo, porque los dos militábamos, hacer algo que tuviera que ver con lo popular, que fuera de la gente. Y tuvimos la posibilidad de hacer una revistita de historietas que se llamó Doña Robustiana. Era una señora de barrio con ruleros que contaba los problemas que tenía, la inflación, la educación, la salud y, a partir de todo un desarrollo y un argumento, íbamos diciéndole a la gente lo que le pasaba a ella cuando iba a un hospital, con mucho humor, y la gente participaba mucho. Eso desencadenó que nos llamaran desde el gobierno –antes de la dictadura cívico-militar–. Estaban armando una “Campaña del Adulto”, y nos convocaron para hacer las láminas que se difundieron a nivel nacional. Fue una experiencia maravillosa porque lo vio todo el mundo, se armó un ida y vuelta a partir de una creación nuestra dislocada. Fue un placer muy grande.

 

¿Cómo vivís esos intereses tan diversos que te habitan como artista? Ceramista, lutier, restaurador de muebles y objetos, realizador cinematográfico, escultor, ilustrador…

Puede ser porque nunca estuve satisfecho en una sola historia y siempre estuve en la búsqueda de otra. Todas me salieron más o menos, eso sí (risas). Antes del genocidio “nos comíamos los chicos crudos”, creíamos que podíamos con todo, ¿no? Después te vas dando cuenta de que tenés que ir enfocando y poniendo un embudo en realizaciones más acotadas. Y también la vida me fue llevando un poco a eso. El cine lo hice un poco por necesidad, pagaban muy bien, igual que la publicidad. Lo de lutier salió porque me puse a fabricar, a “hacer antigüedades”. Me iba al río, buscaba madera podrida, y tallaba imágenes jesuíticas. Cuando las terminaba las subía a una terracita. Tenía una escopeta calibre 12, la cargaba con la munición más finita y le pegaba un tiro a la obra: esa era la polilla. Luego, dentro de cada agujerito le ponía cola y aserrín. Cuando las movía caía el aserrín como recién apolillada. Las vendía en San Telmo, carísimas. Tiempo después supe por qué hacía eso: para cagar a la burguesía (risas). Te lo juro. También hice charangos, con un boliviano que era amigo de Jaime Torres, para vender al turismo. Como yo no sabía bien la digitación, tallaba la forma de atrás, una mulita, todos animales, y las vendíamos carísimas también, en Caminito. Ese era otro disfrute. Sonaban para el carajo (risas) pero eran muy lindos.

“Siempre tenemos que poder decir lo que se nos cante. Tiene que ser la gente la que se exprese sobre lo que realmente siente por cultura o qué es lo que interpreta que es la cultura”

¿Y el Gasparini actor?

Resulta que en la dictadura, además de no poder hacer un carajo y estar sumergidos en el ostracismo, cuando vino el 82 estaba desesperado por hacer de todo, porque si vos vieras, si te muestro las pinturas de la dictadura. Un nubarrón todo oscuro, un desastre. Era lo que nos estaba pasando. Y antes, en el 74, nosotros acá habíamos hecho experiencias de cine, de pasar cine al barrio, exposiciones, o sea que el grupo humano estaba y en el 82, cuando todo empezó a latir, volvió la necesidad de hacer cosas juntos. Y todo callejero, porque no teníamos lugar, lo hacíamos en la plaza, alquilamos un conventillo para guardar los bombos, los cachivaches y actuábamos en la plaza, con mucho, mucho placer, porque la gente se prendía muchísimo y fue muy divertida toda la experiencia.

 

¿Cuál fue la primera obra que hicieron?

El herrero y la muerte. No eran inventadas, las sacábamos de la reserva de obras populares. Después hubo miles de ensayos hasta que dimos con El fulgor, con actuaciones colectivas, el rejunte de experiencias contadas. Después todo eso lo agarra Adhemar Bianchi y le da una impronta común, pero bueno tenemos experiencias comunitarias preciosas acá. Nosotros llegamos a tener una red de instituciones intermedias, con los bomberos y el Hospital Argerich, con las asistentes sociales, la dirección y el jefe de los bomberos, había una mancomunión, un trabajo de conjunto que hoy por hoy está roto, está totalmente disgregado. Pero están esas huellas, ¿no? Venimos de muy lejos, que sigue siendo un suceso y ahora es película. Tantas cosas…

 

Aun cuando muchas de las experiencias dinámicas de mediados de los 80, etc., se habían retraído en los 90, en el comienzo de este siglo, con una crisis brutal como marco, hubo un rencuentro de lo comunitario, ¿no?
Foto: Georgina García | Zoom

Totalmente. Nosotros a partir de la red teníamos un lugar que eran muchas viviendas y un galpón enorme en el que no había nada. Ahí hicimos un enorme horno de barro, y entre los compañeros había un cocinero de a bordo y hacíamos pan casero para todos los comedores. ¡Después se querían contratar todas las instituciones para hacer un horno de barro!

 

No es nada fácil hacerlo.

Teníamos todo escrito cómo se debía hacer y resulta que para la argamasa se necesita bosta de vaca o de caballo porque es la que une el barro. Y acá, en La Boca, ¿dónde íbamos a sacar bosta de vaca o de caballo? (risas). Hasta que recordamos que había un circo en Casa Amarilla (ahora no los dejan más) y nos fuimos de cabeza a buscar bosta de caballo. Nos recibe el dueño y muy amablemente nos dice: “Miren, bosta de caballo no tengo, porque no tengo ni un solo caballo, pero tengo bosta de elefante… bastante”. Bostones así (hace referencia al tamaño con sus manos) eran bárbaros, entonces después en joda cuando hacíamos la receta, poníamos: “…y bosta de elefante”.

 

En la experiencia del horno habría alguien del interior, ¿no?

El que lo construyó era un santiagueño que hizo la cama del horno con sal gruesa que se convierte en material refractario, con lo cual, cada vez que tomaba temperatura, a ese horno no lo apagaba ni Cristo. Nosotros habíamos hecho las palas y todo, participaba todo el mundo, las viejitas, las señoras; cuando hacíamos bailes populares o cosas así, se imponían las empanadas en el horno.

 

Son historias que hay que recuperarlas, porque son grandes experiencias culturales, y contagian. Quizá nosotros las pensamos con un poco de nostalgia, pero reconstruidas como historias de la argamasa popular son muy fuertes: el latido mismo de la construcción comunitaria.

Sí. Estos trabajos que ves vos lo están haciendo los chicos [se refiere al que llevan a cabo en el Catalinas]. Van a ir pegados, por eso tiene que ser de un material perenne a la lluvia, al sol, a todo, pero a su vez estos mismos trabajos los vamos a exhibir en el Centro Cultural Borges, con una puesta en escena de La Boca. Luego de exhibirlos los vamos a pegar acá en el frente. Un mural colectivo.

 

¿Cómo te sentís hoy como artista? ¿Qué te gustaría todavía realizar?

Mirá, “el Viejo” decía: “Nadie se realiza en una comunidad que no se realiza”, así que hasta que esto no aclare voy a ser un infeliz. Estoy muy triste por lo que va a pasar, porque sé lo que va a pasar, sé la que se va a venir, lo veo despacito, pero lo estoy viendo. Veo el gran endeudamiento; vamos a hipotecar a nuestros hijos, abuelos, nietos y demás. Si uno mirara sólo las elecciones se pegaría un tiro o se metería debajo de una cama. Pero creo que esto se va a dar vuelta, lo vamos a dar vuelta, lo tenemos que dar vuelta. Mi vieja me solía contar una historia. En las Navidades, venía toda la gente de campo a nuestra casa, mis parientes que eran como 40 o 50, traían pavo, pollo, todo eso, y para la mayonesa no ibas al supermercado, a los chinos, no. La mayonesa se hacía en casa. Te imaginás, en diciembre… hacía un calor… Mi madre agarraba un bol, enorme, se lo apoyaba en su regazo y se ponía a hacer la mayonesa que, claro, se le cortaba por el calor insoportable. La familia protestaba ¡porque no había mayonesa! Mi vieja era la única que mantenía la calma, ni se mosqueaba; agarraba el bol de loza, una espatulita de madera, y se calzaba una botella de aceite debajo del otro brazo. Tiraba una gotita al centro del preparado e iba uniendo la mayonesa que se había cortado. Uno veía caer esa gotita de aceite, en un núcleo chiquitito, y cómo con paciencia amorosa la iba uniendo, uniendo hasta que volvíamos a tener mayonesa. Así que, cuando una sociedad se resquebraja, se rompe, cuando parece que está sola, a la intemperie, desamparada, pienso que con aceite y mucha paciencia la vamos a componer. Esa es ahora nuestra tarea.

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