Jerusalén, historia de dos ciudades

La decisión de Trump: una sorpresa que no modifica demasiado. Vida cotidiana de los palestinos, la apuesta sunnita de Israel y la iglesia evangélica en la Casa Blanca.

La decisión de Donald Trump de reconocer a Jerusalén como la capital israelí no cambia la vida cotidiana de los que viven en esa ciudad, controlada completamente por Israel desde hace medio siglo, pese al derecho internacional y las denuncias de la ONU. La decisión de Trump tampoco interrumpe o mata un diálogo, porque la última vez que ambas partes se reconocieron dentro de un proceso de paz y firmaron un acuerdo con consecuencias reales fue en los años noventa. Entonces, ¿por qué el giro del presidente estadounidense desató la furia de los palestinos y de miles de árabes y musulmanes en Medio Oriente y el rechazo de los propios aliados de la Casa Blanca en Europa?

 

En los noventa, cuando un primer ministro israelí y un líder palestino –Yitzhak Rabin y Yasser Arafat– se sentaron en una misma mesa y firmaron los únicos acuerdos que hasta ahora tuvieron efectos concretos sobre la realidad de los territorios palestinos, el mediador fue Estados Unidos, representado por el entonces presidente Bill Clinton. Desde hacía rato y hasta la semana pasada, la Casa Blanca se presentaba como el mediador natural del conflicto y ninguna de las partes cuestionó este papel.

 

A través de las décadas, los sucesivos gobiernos estadounidenses hicieron un imposible equilibrio entre identificarse como el mayor aliado de Israel –una fórmula repetida por muchos presidentes y demostrada con los vetos a todas las resoluciones contra Tel Aviv en el Consejo de Seguridad de la ONU– y, a la vez, actuar como un mediador necesario para los palestinos, ya que ningún otro país tiene el poder político, económico y militar suficientes para presionar a Israel a, aunque sea, moderar en ocasiones sus políticas de colonización sobre los territorios palestinos.

 

Vida cotidiana y segregación

Dentro de ese equilibrio poco equilibrado, Estados Unidos nunca había reconocido a Jerusalén –una ciudad reclamada como capital por israelíes y palestinos– para una de las partes ni había establecido allí una de sus embajadas. Es decir, no reconoció la anexión israelí de 1980 de la parte oriental de la ciudad –la mitad internacionalmente identificada como palestina–, ni su gradual colonización a través de la destrucción, la toma y la compra de viviendas.

 

Bajo la mirada selectiva y la tolerancia infinita de Estados Unidos –y Europa y la ONU, y la lista recorre casi todo el globo–, Israel anexó la parte oriental de Jerusalén y comenzó una política de segregación cada vez más evidente. Prácticamente todos los palestinos que viven allí carecen de ciudadanía israelí, son sólo residentes permanentes y únicamente pueden votar en las elecciones locales. Además, muchos de ellos quedaron separados de sus familiares, amigos y hasta vecinos, con la construcción de un muro de concreto –declarado ilegal por la Corte Internacional de Justicia– que supuestamente divide Israel y Cisjordania, pero que en realidad serpentea dentro de los territorios palestinos, anexando de hecho más espacio.

 

Mientras en Cisjordania Israel impone una ocupación militar y una segregación explícitas, en Jerusalén este los dos sistemas son apenas un poco más flexibles. Los palestinos de la parte oriental de la ciudad pueden circular por los barrios occidentales y por el territorio israelí y tienen muchas más facilidades para salir del país, pero son más pobres y viven en peores condiciones que sus supuestos vecinos. El 76% de los habitantes de Jerusalén este viven debajo de la línea de pobreza –el promedio nacional israelí es de menos de 22%– y menos del 60% están conectados legalmente al sistema de agua, algo vital en esa zona desértica y de altas temperaturas, según la ONG israelí ACRI.

«Mientras en Cisjordania Israel impone una ocupación militar y una segregación explícitas, en Jerusalén este los dos sistemas son apenas un poco más flexibles»

Israel reivindica a toda Jerusalén como propia y la controla de hecho desde hace 50 años; sin embargo y pese a que alrededor del 35% de la población de la ciudad vive en la parte oriental, ésta apenas recibe una ínfima parte de los recursos de la municipalidad, lo que se ve a simple vista en la infraestructura, medios de transporte, espacios verdes y estado edilicio.

 

Al mismo tiempo, el Estado israelí ha desarrollado hasta la excelencia sus estrategias para acosar a los habitantes palestinos y dificultarles cualquier progreso posible. Impone reglas e impuestos que hacen imposible construir legalmente en sus tierras y cuando las familias palestinas terminan levantando sus hogares sin permisos oficiales, reciben casi de inmediato órdenes de demolición sin fecha de vencimiento. Viven con el temor constante a perder sus casas por las ya famosas topadoras o a manos de colonos ultranacionalistas que están siempre a la caza de una vivienda palestina para ocupar y plantar la bandera israelí.

 

Según un relevamiento hecho por la oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios y la cadena de noticias Al Jazeera, entre 2009 y el año pasado, 2016 fue el año con más demoliciones de viviendas palestinas en Jerusalén este. La mayoría de las familias afectadas, además, tuvo que destruir su propia casa para evitar pagar los abultados costos que la municipalidad reclama si lo hacen sus topadoras.

 

La declaración de Trump no cambiará ni busca cambiar esta Jerusalén. No fue ese su objetivo.

 

El poder evangélico

El mandatario estadounidense buscó satisfacer uno de los principales pedidos de un grupo muy influyente de su base electoral, las comunidades evangélicas más conservadoras y, en algunos casos radicales, las mismas que el año votaron en un 81% a Trump –un apoyo récord– y que según Bloomberg, este año inyectaron en Israel más de 500.000 millones de dólares en turismo y “caridad”.

 

“Una vez más, el presidente Trump le demostró al mundo lo yo que siempre supe: es un líder dispuesto a hacer lo correcto por muy fuertes que sean las voces de escépticos y críticos. Los evangélicos están extasiados, porque Israel es para nosotros un lugar sagrado y el pueblo judío son nuestro amigo más querido», celebró después del anuncio presidencial Paula White, una pastora evangélica de Florida a la que The Washington Post calificó como “lo más cercano a un consejo espiritual que tiene Trump”.

 

La alianza del mandatario con estos grupos religiosos no es nueva ni desconocida.

«El mandatario estadounidense buscó satisfacer uno de los principales pedidos de un grupo muy influyente de su base electoral, las comunidades evangélicas más conservadoras»

Cuando Trump limitó la financiación de ONGs que asesoran o apoyan el aborto legal –un derecho que hace décadas ratificó la Corte Suprema– o cuando prohibió el ingreso de personas trans a las Fuerzas Armadas –una iniciativa que frenó la Justicia– respondía a las demandas de estas comunidades religiosas, a las que pertenecen, desde su vicepresidente, Mike Pence, hasta el padre de su vocera, el ex gobernador de Arkansas y ex precandidato presidencial, Mike Huckabee.

 

Está claro que con su reconocimiento a Jerusalén como capital de Israel, Trump ratificó su alianza con los evangélicos y con un sector importante del lobby israelí en Washington, personificado en su propio yerno, Jared Kushner, a quien eligió para impulsar un diálogo de paz entre israelíes y palestinos. Lo que no está tan claro es cuáles serán las consecuencias que esta medida tendrá una vez que la furia y la bronca inicial de miles de palestinos, árabes y musulmanes de Medio Oriente se aplaque.

 

Alianzas

Ya pasó más de una semana del anuncio de Trump y las protestas en Palestina y en la región no se convirtieron en la tercera intifada –como se conoce a los levantamientos populares palestinos de fines de los 80s y de la década del 2000– o terminaron con batallas campales frente a las embajadas estadounidenses en Medio Oriente, como muchos temían.

 

En parte, esto podría demostrar que Estados Unidos sólo blanqueó una parcialidad que todos ya conocían. También podría ser resultado de las ausencias de liderazgos con capacidad de movilización en la región, o podría reflejar que la creciente polarización de Medio Oriente ya no se da a través del eje del conflicto israelí-palestino, sino entre las dos principales ramas del islam, chiitas y sunnitas. A diferencia de lo que pasó en la última mitad del siglo, cuando era Israel contra todos los países musulmanes vecinos, ahora Israel es parte –aunque no declarada– de la alianza sunnita liderada por Arabia Saudita y Egipto contra Irán, la potencia chiita.

 

Aún es pronto para hablar de cambios reales o para hacer un análisis definitivo, pero ya hubo dos gestos que podrían marcar giros en la batalla discursiva que dan israelíes, palestinos y la comunidad internacional para definir al conflicto.

«Ya pasó más de una semana del anuncio de Trump y las protestas en Palestina y en la región no se convirtieron en la tercera intifada»

El primero lo hizo el secretario general de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y ex negociador del gobierno palestino, Saeb Erekat, cuando afirmó: “La solución de dos Estados para dos pueblos terminó. Es hora de lucha por un sólo Estado con los mismos derechos para todos los que viven en la Palestina histórica, entre el río Jordán y el mar. (…) No nos dejaron otra opción. Esta es la realidad. Vivimos aquí. Nuestra lucha ahora debe enfocarse en una sola cosa: igualdad de derechos”.

 

Desde los acuerdos firmados en los años noventa, los gobiernos de la Autoridad Nacional Palestina y la cúpula de la OLP defendieron y pelearon por un objetivo central: la creación de un Estado palestino que conviva pacíficamente con el Estado israelí, según las fronteras previas a la guerra regional de 1967, es decir, antes de la ocupación militar israelí de Jerusalén este, Cisjordania y la Franja de Gaza.

 

Esto podría cambiar ahora que ya no tienen un mediador que pueda llevar a Israel a la mesa de negociación.

 

El otro gesto lo hizo esta semana el presidente ruso, Vladimir Putin, con una gira express de 24 horas por Siria, Egipto y Turquía, tres países que son o fueron potencias regionales. Moscú no tiene la influencia ni la presencia de Estados Unidos en Medio Oriente, pero después de convertirse en la fuerza militar que inclinó la balanza a favor del gobierno de Bashar al Assad en la guerra siria, quiere avanzar sobre cada espacio y cada rol estratégico que Trump abandona.

 

Los socios europeos de Estados Unidos ya advirtieron sobre estos movimientos, pero el presidente norteamericano demostró una vez más que está jugando otro juego.

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