Marzo negro

El 11 de Marzo de 1976 fue secuestrado Miguel Ragone, el "médico del pueblo" que gobernó Salta, y cuya desaparición anticipó el horror. La sopa peronista que se quemó en su hervor.

“Desde fines de 1955, con un pueblo en derrota y un líder ausente,

soy un desterrado corporal e intelectual”

Leopoldo Marechal, Megafón o la guerra, 1970.

 

El 11 de marzo de 1973 parecían llegar a su fin 18 años de persecución, proscripción injuria y exclusión de la vida política de la mayoría de los ciudadanos argentinos. Habían sido años difíciles, en los que la violencia iba en aumento al tiempo que el pueblo perdía derechos, los lazos de la dependencia nacional adquirían mayor firmeza y multiplicidad, y la sociedad se tornaba más diversa, compleja, cruzada por nuevos conflictos, inquietudes y aspiraciones.

La “revolución” había llegado para quedarse y teñía todos los aspectos de la vida cotidiana, desde la liberación femenina, el amor libre, la perduración de la revolución cubana con su aire en apariencia descontracturado y juvenil, la renovación católica de Juan XXIII, Paulo VI, el Concilio Vaticano II y los Sacerdotes para el Tercer Mundo, la lucha del Frente de Liberación Nacional de Argelia, cuya profundidad llegaba al conocimiento general a través de los inspirados ensayos de Franz Fanon, la revolución nacionalista y libertaria de los militares peruanos, la audacia y el espíritu robinhoodiano de los Tupamaros, la asombrosa resistencia vietnamita, la supuesta vía pacífica chilena hacia el socialismo, el resurgimiento del nacionalismo revolucionario boliviano de la mano de los generales Ovando Candia y Juan José Torres, y la aparición de la “juventud” como categoría social y cultural, casi ontológica, enfrentada a un “orden establecido” caduco y oloroso a naftalina, en abierta rebelión contra “la muerte climatizada que se quiere ofrecer como porvenir”, según parafrasearía el líder ausente –que no se privaba de nada– una consigna del mayo francés.

Ese ausente, por quien siete años antes nadie daba un centavo, conseguía lo imposible y volvía en triunfo luego de una serie casi interminable de derrotas: el golpe de Estado de 1955 (del que, como suele ocurrir, fue casi su principal, obviamente involuntario, artífice), la anulación por decreto de la Constitución del 49, la previsible traición de Frondizi (debida a la vez a su propia duplicidad y a su objetiva impotencia), la derrota y desarticulación de la Resistencia Peronista a manos de la inteligencia militar auxiliada por los “asesores” franceses, el surgimiento de los neoperonismos (originados en la descabellada prolongación de una proscripción que sonaba a perpetua), las necesidades propias de las estructura sindicales (componentes de un movimiento obrero nacionalista y revolucionario y a la vez instituciones del sistema legal defensoras de los intereses concretos de trabajadores concretos), el abierto desafío de un nuevo proyecto sindical-laborista que, ante una enésima proscripción, saboteó la orden de votar en blanco en las elecciones de 1963, la impericia, el desinterés, tal vez un nuevo abierto sabotaje de la dirigencia política y sindical al intento de retorno en 1964, su pírrica victoria sobre Augusto Vandor en las elecciones de Mendoza que, junto a la imposibilidad de prolongar la proscripción por parte de un gobierno que presumía de democrático, precipitaron el golpe de Juan Carlos Onganía con el entusiasta apoyo de los dirigentes de los gremios más importantes y sus políticos satélites.

Es entonces que tiene lugar una auténtica obra maestra de la política (de la “conducción”, dirá el artista): la resucitación del muerto por medio del aliento a la iniciativa de los sindicatos combativos que, a la muerte de Amado Olmos, su principal y más lúcido dirigente, representados por un sindicalista naif de abierta y activa filiación católica, el aliento a los sectores medios decepcionados por las agachadas de Frondizi, las sucesivas claudicaciones del aprendiz de Generalísimo, la genuflexión de un partido comunista convertido en un club de amigos de la URSS, un socialismo cada vez más obsoleto y braguetero, a un catolicismo postconciliar en plena renovación y actualización, a la revitalización de los viejos cuadros combativos de la Resistencia y, principalmente, el empuje de la “juventud”, esa categoría cultural capaz de englobar a un tiempo al hippismo, la “nueva ola”, el rock, los cuadros y activistas de la primigenia juventud peronista, los nuevos activistas obreros, los de la acción católica, los social cristianos, los nacionalistas, los progresistas y los oriundos de la izquierda marxista (trotskista, maoísta, guevarista, antiestalinista y ex estalinista).

Todos estos ingredientes hierven en un caldo peronista en que la violencia producto de la agresión, la persecución, la proscripción y la impotencia se cocía a fuego lento a lo largo de una década larga: la toma por la fuerza de los sindicatos por comandos civiles socialistas, clericales y liberales, los miles de presos políticos de la dictadura libertadora y democrática, la campaña de sabotajes de la Resistencia, la toma del Frigorífico Lisandro de la Torre, los miles de presos CONINTES, la frustrada guerrilla de los Uturuncos, la desaparición de Felipe Vallese, la prisión y tortura de cientos de activistas políticos y sindicales, la rebelión de los cañeros tucumanos, la estrategia insurreccional del Movimiento Revolucionario Peronista, las primeras operaciones comando, el intento guerrillero de Taco Ralo, la aparición de las Fuerzas Armadas Peronistas… Si es verdad la afirmación de Bismark de que un hombre es tan grande como la ola que ruge bajo sus pies, debemos convenir que sobre esa cada vez más rugiente ola surfeaba ese ausente cuya presencia se hacía cada vez más necesaria, justamente, por ser el único que aparecía en condiciones de encauzar y conducir ese auténtico maremoto.

Es ese y no otro el caldo que permite, por fin, el tan ansiado como postergado retorno. Es esa juventud variopinta, contradictoria, audaz, inexperta, necia, arrogante y dispuesta a todo la que consigue lo imposible: en medio del escepticismo general, colaborar con el regreso a quien encarna la única solución posible para un país desquiciado, endeudado, dependiente, pero todavía entero.

El problema es que quien volvía no era el mismo que se había ido, ni el país ni su movimiento político eran iguales a cómo los había dejado.

La reconstrucción

Lo primero que debe tomarse en cuenta es que, luego del infarto sufrido a fines de 1972 y el progreso inevitable de su dolencia, el Perón que regresa en el 73 está físicamente enfermo y sumamente debilitado. Y regresa para hacerse gradualmente cargo de una tarea que lo debilitará aun más y cada vez más aceleradamente: nadie podía gobernar en su lugar y, al fin de cuentas, había sido el único proscrito en las elecciones del 11 de marzo.

Regresa como “prenda de paz”, dispuesto a llevar a cabo una inédita unidad nacional, para lo cual había empezado por sellar con un abrazo el reencuentro con su histórico opositor Ricardo Balbín, y deponer viejos enconos y enfrentamientos con la Iglesia Católica y los partidos de izquierda, y el centroizquierda.

No era suficiente con que la “unidad nacional” se expresara en los acuerdos políticos: resultaba imprescindible que fuera económica y social, a fin de promover un desarrollo armónico de las fuerzas productivas que permitiera ir recuperando los derechos sociales conculcados, para lo cual pone en marcha un “imposible” Pacto Social sostenido en tres pilares imprescindibles: su incuestionable autoridad política, la capacidad y representatividad del dirigente empresario y ministro de Economía José Ber Gelbard y la inquebrantable fidelidad de José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT.

Lo segundo a ser tomado en cuenta es el aislamiento internacional: entre los movimientos y gobiernos de liberación nacional latinoamericanos, tan sólo Velazco Alvarado, Fidel Castro y Omar Torrijos sobrevivirán a ese fatídico año 1973.

Y tan sólo Perón parece ser consciente –solitaria y dramáticamente consciente– de la necesidad de reconstruir no sólo la sociedad sino hasta al propio hombre argentino, desgarrado por la frustración, la impotencia, el egoísmo y el descreimiento.

Lo tercero, que el “Partido Militar”, instrumento de los intereses oligárquicos y fundamentalmente, trasnacionales, no estaba derrotado sino en repliegue. Y, ya antes de empezar, había preparado y puesto en marcha lo que sería su principal instrumento de desestabilización: los grupos clandestinos dedicados al terrorismo y el asesinato, que pronto articularán a diversas bandas de lumpenpolicías nucleadas por José López Rega (probablemente inspirado por el embajador estadunidense Robert Hill), conocidas genéricamente como Triple A.

El discurso revolucionario

Suele decirse, con singular inexactitud, que el exiliado no “conocía” el país al que regresaba. No es verdad: pocos dirigentes fueron capaces de palpar el estado de ánimo, las expectativas, las limitaciones y las posibilidades de la sociedad argentina de ese momento, una sociedad a la que la incesante combinación de golpes militares y gobiernos títeres había vuelto singularmente conservadora y autoritaria y al mismo tiempo ávida de cambios y novedades.

Lo que sí tal vez pueda decirse es que Perón desconocía o no alcanzaba a calibrar acabadamente el grado de complejidad, la naturaleza y el sesgo intemperante, sectario y violento que años de persecución habían impreso a su propio movimiento.

Quiere la teoría marxista que la historia sea producto de la lucha de clases, así como las religiones la consideran fruto de la Providencia. Tenemos la sospecha de que no es fruto de nada tan científico ni obra de voluntad tan excelsa, sino que es simplemente consecuencia de la aciaga combinación de inercia y estupidez: una cosa lleva a la otra y la necedad hace el resto.

El peronismo no era ya, efectivamente, el de “los años felices”, por un lado ese movimiento propio de una época signada por el verticalismo autoritario de las distintas variantes fascistas y estalinistas, y por el otro inusitadamente pacífico, heterogéneo, ecléctico, libertario, indisciplinado y, en cierto modo, ingenuo y pueblerino.

La juventud, esa juventud, formaba ya parte insustituible del movimiento peronista –la mayoría de sus activistas jamás había sido otra cosa– y, más allá de las diferencias internas, se sentía, con bastante justicia, artífice del tan postergado retorno: al fin de cuentas había puesto el cuerpo, el esfuerzo y la imaginación en una gesta en la que nadie más parecía haber creído.

Para los sindicatos, particularmente los más importantes, en los que Perón se apoyaba ahora, anteriormente alineados en el proyecto neolaborista y forjados en 18 años de resistencia y negociación, de acomodarse a los distintos gobiernos, de presionar, transigir y aprovechar, de tascar el freno y de corcovear ante los deseos del propio líder, esos jóvenes eran amenazantes usurpadores que pretendían desplazarlos de sus propios sindicatos.

Quienes habían sido efectivamente desplazados de los espacios de poder político eran los sindicatos combativos: de hecho, en el diseño pergeñado por Perón para integrar las fórmulas electorales provinciales, con un sindicalista acompañando a un político, el único dirigente sindical combativo en ser candidato a vicegobernador había sido Atilio López. Todos los demás respondían a las 62 organizaciones y la mayoría eran dirigentes metalúrgicos.

Si la rama femenina respondía mayoritariamente a los sindicatos tradicionales, los dirigentes “políticos”, los “doctores” de un movimiento polifacético y verticalista para el que el partido político no había sido más que un circunstancial instrumento electoral, pronto quedaron divididos entre los que abrevaban de las 62 organizaciones y los más estrictamente “políticos”, quienes –por más que en muchos casos pudieran preciarse de una trayectoria “combativa”, aun “revolucionaria”– se sentían identificados en un difuso “camporismo”, representados por un dirigente –a partir del 25 de mayo un Presidente– que tenía más de político pueblerino de talante conservador que de líder revolucionario ultraizquierdista.

Fiel a Perón hasta las últimas consecuencias, ese dentista conservador surgido de las páginas de la revista Rico Tipo, hizo suyo el “nuevo” discurso peronista: un campaña electoral hecha a pulmón, festiva y juvenil, consiguió despertar las esperanzas de un pueblo sumido en el escepticismo. El candidato prometía lo imposible, como la “drástica derogación de la legislación represiva, denuncia de la OEA por ser una estructuración dependiente del imperialismo norteamericano, restablecimiento de relaciones con Cuba. Creación de medidas encaminadas a impedir a las empresas tomar represalias contra los huelguistas, control obrero de las fuentes de producción, amnistía total de detenidos por causas políticas o sociales. Prohibición a las FFAA para actuar en la represión interna».

La demonización en la lucha por el poder

En este marco comienza a producirse, primero sordamente en el transcurso del año 72, y luego en forma cada vez más abierta, la puja por los espacios de poder. Quienes se enfrentan no son ya políticos ávidos de empleos –aunque los hubiera, y en cantidad– sino “sectores de poder” endurecidos tras casi dos décadas de violencia y animados de proyectos en apariencia diferentes y hasta antagónicos.

Pero ¿era realmente así o sería que la política había sido reemplazada por una versión bastarda de la religión, un ánimo inquisitorial necesitado de la demonización y en consecuencia de la eliminación del adversario y el diferente?

Si toda estructura jerárquica tiende a la autopreservación, particularmente en un peronismo ilegalizado y agredido, sus dirigentes tendían a eternizarse en espacios de conducción a los que no se solía llegar mediante una “compulsa democrática” o “elecciones internas”, sino a través de la lucha, el golpe de mano, el aprieto, el dedo y en el mejor de los casos “el consenso”. Es casi natural que en tales circunstancias, los núcleos dirigentes tiendan a la autopreservación, a poner por delante de los ideales y objetivos colectivos, de “los fines del movimiento”, la preocupación casi excluyente de fortalecer la organización y, principalmente, su propio lugar en ella.

En la lucha por los espacios de poder, quienes no lo ejercen tratarán de ocuparlo, lo cual es lógico, natural y hasta saludable, excepto cuando se deposita en el otro la representación de todo lo malo y dañino, cuando la política se transforma en caza de brujas.

Es así que mientras para la llamada “dirigencia tradicional” esos jóvenes que pretendían llevarse el mundo por delante y no se mostraban dispuestos a acatar ninguna autoridad ajena a ellos mismos, esos amenazantes usurpadores, fueron inmediatamente acusados de “infiltrados”. Mientras para los jóvenes que se sentían depositarios de lo verdaderos ideales del peronismo esos dirigentes “tradicionales” del partido y el sindicalismo, mañeros y taimados, sin los que nadie podía intentar seriamente gobernar, fueron inmediatamente identificados como “traidores”.

Entre “infiltrados” y “traidores” no hay diálogo posible: sólo queda la eliminación, en el más pacífico de los casos, la exclusión.

Los “fines del movimiento”

Los “fines del movimiento” estaban en el pasado, no eran un ideal sino que habían sido una “realidad efectiva”, una larga lista de realizaciones peronistas, desde la gratuidad de todos los niveles educativos, la creación de la universidad obrera, un ambicioso plan de salud pública, los convenios colectivos de trabajo, el aguinaldo, las vacaciones pagas, la universalidad de las jubilaciones y pensiones, la vivienda social de excelente calidad, el turismo social, la nacionalización de los depósitos bancarios, la administración del comercio exterior, la creación de la marina mercante, el instituto de seguros y reaseguros, la función social de la propiedad, la inalienabilidad de los recursos estratégicos, los derechos sociales (a la vivienda, a la salud, al trabajo, a la alimentación, al vestido), a la educación y al acceso a los bienes culturales, los derechos del trabajador a un salario justo, a la capacitación, a la seguridad y estabilidad, a buenas condiciones de labor, a la protección de su familia, los derechos de la ancianidad y la niñez, consagrados constitucionalmente en 1949.

El retorno del peronismo (triunfador en primera vuelta en marzo de 1973) y particularmente el de Perón (lo que fue palpable en el 65% que obtuvo en septiembre) tenía que significar, en las esperanzas populares, el retorno a ese pasado de trabajo, de seguridad, de estabilidad y bienestar.

¿Estaba el peronismo decidido a sostener esos derechos como lo que eran, como siempre los había concebido, como derechos básicos de las personas o prefería zanjar sus diferencias internas poniendo el esfuerzo en preservar las estructuras gremiales y partidarias? ¿Era esto una opción? ¿Eran objetivos y tareas divergentes?

Y, primero y principal ¿era posible ese “retorno”? ¿podía el futuro estar en el pasado? ¿Las condiciones económicas para llevar a cabo semejante revolución eran similares, acaso comparables? ¿se disponía ahora de las mismas estructuras de poder en las que esa revolución se había sostenido? Estaba la CGT, aun más poderosa, más experimentada, aunque también mañosa y comprometida con el régimen con el que debía acabarse, pero ¿dónde estaba ese Ejército que había sido el verdadero, el auténtico partido político en base al que Perón se había hecho lo suficientemente fuerte como para dar vuelta el país como si fuese una media?

Conspirando en su contra

Esa era la dura realidad que ni el dentista conservador, ni los jóvenes “infiltrados” ni los sindicalistas “traidores” parecían tener en cuenta.

Ya se ha dicho: en un acentuado aislamiento, casi un cerco, regional, con Fuerzas Armadas cooptadas por los intereses y las ideas oligárquicos y trasnacionales, todo el poder de ese momento del proceso revolucionario consistía en la autoridad política del líder, la representatividad y capacidad de José Ber Gelbard y la lealtad de José Ignacio Rucci.

Hasta que, como en el estribillo de Carlos Puebla, “llegó el Comandante y mandó parar”. Había que detener el desorden, acabar con el caos, encauzar las energías hacia lo posible y necesario.

Pero ya era tarde: ni él podrá contra la inercia.

En este contexto, otro 11 de marzo, tres años más tarde, se consumará la tragedia de un hombre bondadoso, recto, valeroso y decente, cuyos méritos ni sus adversarios de entonces negarían después ni, mucho menos, negarían ahora, vistas las consecuencias.

El otro 11 de marzo

Si bien había nacido en Tucumán en 1921, el “peronista histórico” Miguel Ragone, vivió y estudió en Salta hasta que se dirigió a la Capital Federal a cursar medicina en la Universidad de Buenos Aires. Graduado en 1948, fue convocado por Ramón Carrillo, legendario ministro de Salud de las dos primeras presidencias de Juan Perón. Secretario privado del ministro y colaborador del Plan de Salud, fue luego el primer director del Hospital Neurosiquiátrico de Salta, que hoy lleva su nombre.

Al producirse el golpe de Estado de 1955, con sólo 34 años de edad, era ya un médico respetado. Vinculado a la Resistencia Peronista, en 1957 es detenido por razones políticas y permanece en prisión durante siete meses, hasta la amnistía que decreta Arturo Frondizi.

Ya conocido como “El médico del pueblo”, fue junto a Ricardo Falú (primer director de El Tribuno, diario fundado por el Partido Peronista y apropiado luego de la revolución libertadora por el radical frondizista Roberto Romero) uno de los creadores y principales dirigentes de la Lista Verde. En acuerdo con varios grupos genéricamente denominados “los reconquistas” (en razón de que uno de ellos era el Grupo Reconquista de Armando Caro Figueroa, Manuel Pecci y Pedro González) la Lista Verde se impone en el congreso partidario por sobre la Lista Azul y Blanca liderada por Horacio Bravo Herrera, proclamando la fórmula integrada por Ragone y el delegado normalizador de la CGT Olivio Ríos.

Se dice que el supuesto acuerdo no habría sido tal, que Ragone había sido designado por el Srectario General del Movimiento Nacional Justicialista Juan Manuel Abal Medina o que, dada la popularidad del neoperonista Ricardo Durand, líder del Movimiento Popular Salteño y dos veces gobernador de la provincia, las candidaturas de Ragone y Ríos habrían sido meramente testimonial.

Como sea, el 11 de marzo de 1973, Ragone sorprendió a propios y ajenos al imponerse en forma aplastante con el 57% de los votos emitidos (121472 sobre un total de 212342) contra el 15.68 % del “favorito” Movimiento Popular Salteño y el 13,12% de la Unión Cívica Radical

El médico del pueblo

Hombre sencillo, de origen humilde, no pertenecía a los sectores sociales dirigentes de la provincia, no estaba emparentado con las familias tradicionales ni, mucho menos, era socio del oligárquico club 20 de Febrero, donde solían ser ungidos los gobernadores de la provincia. Por el contrario, por profesión, origen, inclinación e identidad política estaba en estrecho contacto con los sectores más humildes, con quienes se codeaba en las calles y comenzó a recibir abiertamente en la Casa de Gobierno, lo que le valió el recelo del clero y la oligarquía locales, quienes de inmediato lo consideraron “comunista”. Nada extraño en una provincia donde hasta el sector Azul del Ejército (en el que descollaron los generales Onganía, Lanusse, López Aufranc) había sido alguna vez tomado por “comunista”.

Para el historiador Gregorio Caro Figueroa, quien fuera su secretario privado, “en Salta la cuestión simbólica es muy fuerte. Aunque Ragone no haya promovido ningún trastorno social, el hecho de haber llegado a gobernador y de haber impuesto un estilo, que era por lo menos inquietante, como por ejemplo que recibía a los pobres en la Casa de Gobierno, la apertura que tenía, la ruptura del protocolo era un estilo que inquietaba y eso se lo hicieron pagar caro».

Jesús Pérez, autor de una biografía suya, sostiene que “A pesar de la irritación de sus funcionarios los pasillos de la Casa de Gobierno solían estar abarrotados de gente que solicitaba solución de problemas apremiantes. Tantas y tales eran las necesidades postergadas que la gente lo seguía y esperaba en la puerta de su casa para ser escuchada por el gobernador y no llegaba a almorzar hasta bien avanzada la tarde. Estas cuestiones de “andar pateando el pobrerío» eran vistas por la buena gente salteña, como pura demagogia”.

«Ragone tomó algunas medidas –dirá Caro Figueroa–, le daba mucha importancia al tema de la política social. Pero el ’73 fue un desborde porque las demandas de la gente estaban tan postergadas, la gente entró en la Casa de Gobierno, después de casi 20 años. Entonces eran tantas las expectativas y tan limitadas las posibilidades de comenzar a satisfacerlas, que fue una cuestión grave…

Por los principios sociales

Miguel Ragone será el último gobernador salteño en llevar adelante un sincero acercamiento a los indígenas wichis, en cuyas “tolderías” llegó en ocasiones a pernoctar y para quienes reivindicará derechos secularmente conculcados.

Pero si provocaba escozor su “populismo”, su extrema austeridad (hasta el extremo de jamás aceptar viáticos, ni aun para sus viajes oficiales a la capital del país), su hábito de rechazar los símbolos del mando, de rehusarse a usar el lujoso despacho asignado al gobernador, su costumbre de andar sin escolta, ya su discurso de asunción tenía que erizar los pelos del conservadurismo local, de muchos de sus compañeros y, nada sorprendentemente, de las vestales erigidas en custodias de “la doctrina”. No sería esa ni la primera ni la última vez que la apelación a la ortodoxia encubra la reacción conservadora, del mismo modo que el trasnochado ultraizquierdismo suele apenas ocultar el resentimiento y el despecho de los desplazados.

En sintonía con el tono de la campaña tanto local como nacional del Frejuli sostendrá que «Nos hemos pronunciado por la liberación rechazando la dependencia. Todos sabemos el significado de ambas palabras y sabemos de qué y de quienes debemos liberarnos y si nuestro pensamiento se asocia de inmediato a los grandes imperialismos, es necesario comprender que también regionalmente debemos liberarnos e independizarnos, sabiendo que en Salta hay hombres que trabajan y hombres que viven del trabajo de los demás»

Y añadirá: «El mío será un gobierno de austeridad, con profundo sentido humanitario y revolucionario. Entiendo que revolucionario significa un cambio que nosotros lo queremos como lo quiere el general Perón, hecho en paz, apelando a la razón y no a la fuerza»

Las urgencias y las carencias de un pueblo empobrecido, marginado y despreciado, eran muchas y requerían de una solución urgente, muy especialmente en el área que era de su mayor conocimiento y preocupación: “…trabajo, vivienda y alimentos sanos son los componentes indirectos de la salud y el bienestar del pueblo y es en este terreno donde el gobierno provincial debe sentar su mayor esfuerzo y cumplir el verdadero sentido de previsión del individuo…Aspiramos a la creación de un seguro de salud para todos los habitantes, tomando como base el actual Instituto Provincial de Seguros (…) Como médico de pueblo que soy y he vivido y comprendido el dolor y la miseria de los desamparados ,no he de descansar hasta ver cumplido el propósito que reza en la doctrina justicialista, que tanto ricos como pobres deben poseer idénticas posibilidades de curarse. Esto significa atención médica completa y medicamentos gratuitos. Esto es imperativo revolucionario”.

Al momento de su asunción la provincia enfrentaba una seria crisis económica originada en el desmesurado crecimiento de la deuda pública provincial. “En 1955 –dirá Ragone– era del orden de los 247 millones de pesos moneda nacional, mientras que nosotros recibimos una provincia con 21.700 millones de pesos en concepto de deuda (…) Existían en 1955 en la administración pública provincial 5.969 cargos. Actualmente ese número asciende a 16.232 cargos. Esta es la obra de quienes acusaron al peronismo de crear una frondosa burocracia” Y agregará: “La Provincia, como parte integrante de la Nación, padece la deformación colonialista impuesta por los centros mundiales de poder pero también está sometida a otras formas de colonialismo impuesto en beneficio del puerto de Buenos Aires”.

De acuerdo a la situación, elaboró un Plan Trienal que, por falta de apoyo, jamás pudo ponerse en marcha y suprimió gastos que consideraba superfluos: prescindió del uso de automóvil y chofer, se dirigía a la casa de gobierno a pie o en su auto particular, jamás hizo uso del avión provincial y reembolsaba puntillosamente todos los viáticos. Pero seguramente lo que mayor espanto provocó fue su decisión de reformar la institución policial y el sistema penitenciario.

Una policía de otro planeta

Designó jefe de Policía al veterano militante peronista Rubén Fortuny, con quien, aun antes de asumir, inspeccionó la Cárcel Penitenciaria Modelo, encontrándose «con el espectáculo deprimente de menores abandonados por la justicia, por las autoridades, por sus padres, que deambulaban desnudos, hambrientos, sucios, esperando que se cumpla aquello que decía el General «En la Argentina, los únicos privilegiados son los niños».

Luego de reubicar a los detenidos de acuerdo a su edad y de estudiarse los legajos policiales, muchos fueron enviados bajo la custodia de sus padres a sus casas y otros a la colonia dirigida por los Padres Concepcionistas.

Asimismo, fueron demolidas las celdas de castigo de la Central de Policía, donde 190 detenidos se hacinaban 18 celdas diseñadas para albergar a 30 personas.

Trascartón, Fortuny decidió equipar el gabinete científico de la policía, que carecía hasta de una lupa para verificar huellas dactilares, con el producto de la venta de las armas adquiridas por el gobierno militar, retiró de servicio los camiones hidrantes y, pintados de flores, los carros de asalto fueron utilizados para trasporte escolar de niños de los barrios cadenciados.

Se inició sumario a los policías acusados de abusos y torturas y Fortuny dirigió personalmente el operativo de traslado de los represores a lugares lejanos de la provincia. Cuando los torturadores enjuiciados y encarcelados fueron liberados por decisión judicial, Fortuny presentó la renuncia. Pocos días después fue asesinado en la plaza central de la ciudad de Salta.

Acuciado y hostigado por el establishment económico, religioso y político, especialmente el de su propio partido, declarado persona non grata por la CGT local, Ragone se vio obligado a volver a poner al frente de la policía al anterior jefe, que había sido expulsado por Fortuny

Hacia el final

En palabras de Gregorio Caro Figueroa “Salta no fue ajena a ese clima de época dominado por la sospecha y la caza de brujas. Entre 1973-1974, el argumento central y final que usaban los grupos violentos enfrentados en Salta tenía una simetría perfecta. Mientras la llamada izquierda peronista o Montoneros instaba a defender «al gobierno popular» presidido por el doctor Ragone, depurándolo de «infiltrados de derecha, reaccionarios y traidores», los sectores identificados con la Patria Peronista convocaban a «erradicar a los marxistas infiltrados» para, luego, derrocar al gobierno provincial. Desenterrando las oxidadas armas de la Inquisición, pero sin las formalidades del proceso inquisitorial, ambos extremos se colocaban como guardianes de la «pureza doctrinaria»”.

Era una encerrona de la que el gobernador no podía escapar, pero siempre se negó a reprimir ni responder a los agravios y la difamación de una oposición cada vez más cerril, enceguecida y despiadada. Cuando tras una concentración integrantes de la CGT y la lista Azul y Blanca de Bravo Herrera ocuparon la casa de gobierno a fin de destituirlo, Ragone se limitó a convocar una concentración que colmó la plaza 9 de julio, obligándolos a deponer la absurda actitud.

Finalmente, sus opositores consiguieron lo que querían y en noviembre de 1974, durante el gobierno de María Estela Martínez, por decreto del ministro de Interior Alberto Rocamora la provincia fue intervenida y Ragone expulsado de la gobernación.

Acusado de infiltrado, comunista y montonero, este peronista histórico jamás adhirió ni integró el Partido Auténtico, en el que se le había ofrecido un puesto dirigente. Continuó con su trabajo de médico hasta que una mañana de un infausto 11 de marzo de 1976 un grupo de tareas que contaba con “zona liberada” y respondía a las órdenes del III Cuerpo de Ejército, lo secuestró muy cerca de su casa, asesinándolo presumiblemente en forma inmediata. Su cuerpo jamás apareció.

Tan sólo trece días después sobrevendría el golpe de Estado al que tanto el peronismo, en todas sus variantes, tanto locales como nacionales, había contribuido tan irresponsablemente y del cual sería su principal víctima.

Siete años después, al finalizar esa negra noche de asesinatos, represión y abierta entrega del patrimonio nacional, quienes tal vez desde una visión más conservadora del peronismo y una concepción más pragmática de la política habían enfrentado hasta anularla, la voluntad transformadora y el espíritu revolucionario, justiciero y profundamente popular del “infiltrado”, serían víctimas de un auténtico infiltrado, ese que tras apropiarse del diario oficial del peronismo, como quien se queda con el santo y la limosna, se apropiaría también del gobierno provincial y hasta del mismo peronismo.

Paradojas de la inercia y la estupidez del propio peronismo y de la gobernación.

Ese peronismo histórico, transformador, progresista y hasta revolucionario se enfrentaba inevitablemente con el otro, el conservador, el pragmático, el del orden. Derrotado el primero el otro emerge en 1983 (Romero en Salta entre otros), y se consolida a nivel nacional con Menem en 1989 y otra vez con Romero jr. en Salta en 1996. Y no es una cuestión de nombres, es el PJ que se reconvierte en una nueva fuerza, ahora sí neo peronista, el pejotismo.

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