«No estoy mintiendo, algo se prende fuego»

Entre los muchos incendios, el miedo como proyecto de país. Estado, democracia y las calles que gritan "no al fascismo", ¿y comienzan a tejer una esperanza? Por María José Bovi

Buenos Aires, Catamarca, Chaco, Chubut, Córdoba, Corrientes, Entre Ríos, Jujuy, La Pampa, La Rioja, Mendoza, Misiones, Neuquén, Río Negro, Salta, San Juan, San Luis, Santa Fe, Santa Cruz, Tierra del Fuego y Tucumán recibieron al mes de febrero con la Marcha Federal del Orgullo Antifascista y Antirracista.

El calor tucumano de verano a 33°, con sensación térmica de 40° y una humedad del 63%, no detuvo la movilización, como tampoco a la policía y sus intentos de detener a quienes pegaban carteles con el número de desaparecidxs en la dictadura —30.400—, ni a vecinos de Barrio Norte que arrojaban bolsas de polenta y agua desde sus departamentos, ni a las motos que se metían al medio sin bajar la velocidad. Pero nada detuvo la marcha, el grito, el canto, las lecturas de documentos oficiales, el despliegue de la bandera gigante del orgullo, los abrazos. Fuimos más de 6000 personas en las calles, y millones en las calles digitales. Pero el aire era diferente a un noviembre alegre, que ya se veía lejano. Incluso diferente al de la marcha en defensa de la universidad pública.

En un kiosco una señora pronuncia “enfermos de mierda” y afuera un amigue instala la duda: “¿cuántos infiltrados habrá en la marcha en este momento?”. Si antes había grieta, ahora hay pelotones de fusilamiento. Posmarcha, agotados por el calor, los grupos se dispersan por bares, terrazas, patios y habitaciones con aires acondicionados. Un tuit nos repite la mala elección de presidente, pero esta vez el argumento es que el tipo nos hace marchar bajo un país incendiándose por calentamiento global, el tuit que utiliza la palabra “quema” pareciera vaticinar que días después se incendiarían más de 1600 hectáreas y 100 hogares en El Bolsón. Otro tuit, el mismo día, cuenta: “si vuelven a perseguir, torturar y desaparecer a personas en Argentina: ¿estás en la lista negra?”. Si antes había enojo, ahora hay miedo.

El miedo no es solo un presentimiento. Se inscribe en un proyecto de país que Javier Milei proclama sin matices. En su visión, hay dos caminos: 1) el Leviatán, el Estado monstruoso que devora libertades en nombre de un bien común abstracto, y 2) la democracia como un mecanismo para proteger al individuo, al más pequeño de sus elementos. Pero, ¿el individuo puede sostenerse solo cuando las estructuras que lo sostienen empiezan a desmoronarse?

El discurso de Milei en Davos, la entrevista con Esteban Trebucq, junto con sus recientes medidas de gobierno —la salida de la Argentina de la OMS y la prohibición de tratamientos de cambio de género para menos de 18 años— forman parte de una misma arquitectura ideológica. Lo que se pone en juego no es solo una política económica y sanitaria, sino una narrativa totalizante que define enemigos (la “cultura woke”, la izquierda y los defensores de los derechos humanos), impone un marco de “verdades” absolutas y reconfigura la biopolítica estatal bajo una lógica de exclusión.

El presidente y sus amigos representan un “nuevo” modo de hacer política: “decir la verdad en la cara y confiar en que la gente entenderá”. ¿Qué significa esto en términos discursivos? Esta “verdad” es la construcción de una frontera entre quienes pueden ser sujetos de derechos y quienes deben ser despojados de ellos en nombre de la libertad o de las fuerzas del cielo. ¿Es esto lo que debemos entender?

Decir que el wokismo es “un cáncer que hay que extirpar” —una de sus “verdades”—, instala una lógica de guerra cultural donde las identidades diversas, los feminismos, el ambientalismo, los movimientos de DD HH y las luchas decoloniales no son expresiones legítimas del debate democrático, sino enfermedades que deben ser eliminadas (ni siquiera “curadas”). En toda guerra, la erradicación del enemigo es la que justifica la violencia.

De esta manera, el mundo es presentado como una disputa entre “naciones que queremos ser libres” y una supuesta “hegemonía global de la izquierda woke”. Entre un Estado para todos y un Estado para cada uno. Un planteo con un claro propósito: desplazar el eje de la discusión política desde lo material —las condiciones concretas de la vida, la distribución de la riqueza, los derechos sociales— hacia un plano abstracto donde el problema no es la pobreza estructural o la precarización laboral, sino una ideología cultural “enferma” que corrompe el orden social. a pesar de haber logrado, con mucha lucha, las disidencias sexuales salir de las definiciones de enfermedad psiquiátrica en 1990, los 90 han regresado.

Por eso, la decisión de retirar Argentina de la OMS encaja perfecto en esta narrativa. Se la presenta como acto de “soberanía” frente a los “abusos” de la pandemia, aunque sigue siendo una estrategia para consolidar una lectura revisionista de la crisis sanitaria: la pandemia no habría sido un problema de salud pública, sino un experimento de control social diseñado por los progresistas y sus aliados. La mala gestión estatal, el colapso del sistema de salud, las medidas restrictivas impuestas por organismos internacionales, el encierro más largo, son algunos de los argumentos que utiliza Milei para construir el relato de que hubo responsabilidad gubernamental en la gestión de la pandemia, de que cualquier regulación sanitaria puede ser un atentado contra la libertad y de que el Estado no funciona. Pero, sin la OMS, Argentina quedará en un vacío de cooperación global (o en una suerte de cooperación con Estados Unidos ya que, anteriormente, Donald Trump tomó la misma decisión para su país), lo que tendrá consecuencias directas en tratamientos, vacunas y programas de asistencia médica. El daño, igual, va más allá de lo material: la salud pública se convierte en un espacio de disputa política y la desprotección del Estado es un signo de autonomía. ¿Quiénes van a ser los más afectados? ¿Realmente se busca desarmar el Estado o será la estructura que funcione solo para gordos bolsillos que lo compren y lo administren?

El mismo miércoles 5 de febrero, Manuel Adorni anuncia la prohibición de los tratamientos de cambio de género para menores de 18 años junto a otras prohibiciones. Otra medida con la que materializa esa retórica anunciada de que la “ideología de género” es “una distorsión del orden occidental” y que sus promotores son “pedófilos”. Y no solo la materializa, sino que la presenta como política de Estado. Porque sí hay un Estado que quieren edificar, y quienes hemos decidido —en palabras de Susy Shock— que otros sean lo normal no entramos. Hay que corregirnos, somos el mejor producto del monstruo social y colectivo. Es necesaria, entonces, una política de disciplinamiento mediante la cual se imponga un modelo de subjetividad donde la identidad de género quede bajo la tutela de un poder que niegue su existencia. No es casual que el discurso que justifica esta medida utilice términos como “mutilación” y “abuso infantil”. El objetivo es generar pánico moral y reforzar la idea de que las identidades putos, maricas, lesbianas, trans, travestis, no binaries no son legítimas, sino patologías. Y al negar la autonomía de los sujetos sobre su identidad, el Estado se posiciona como árbitro de qué cuerpos y qué vidas son dignas de reconocimiento. Entonces, no solo está en juego el acceso a la salud —que ya es un montón—, sino el derecho mismo a existir en el espacio público sin ser patologizado o criminalizado.

En todos los últimos discursos de Milei y de sus seguidores aparece una paradoja central: dicen defender la libertad, pero sus políticas implican una reconfiguración autoritaria del poder estatal y del mismo concepto de libertad. «Decir la verdad», en su retórica, significa definir qué voces pueden ser escuchadas y cuáles deben ser silenciadas. «Eliminar la burocracia», significa desmantelar las instituciones que garantizan derechos básicos. «Recuperar valores occidentales» significa excluir a quienes no encajan en esa definición impuesta desde el poder. Lo que Milei llama «esperanza» es, en realidad, un proyecto político basado en la exclusión sistemática: afuera los “no naturales”, la clase media intelectual, la clase baja, las mujeres con pañuelos blancos y verdes y naranjas, les niñes y jóvenes alejados del azul y el rosa, las personas de la ciencia y de la educación crítica, los jubilados, los trabajadores que reconocen sus derechos.

Es verdad. No se trata de la construcción de un nuevo orden democrático (la democracia seguro es una mala invención de los woke también), sino de una regresión histórica donde el Estado que quieren hacer reinar es el que abandona su función de garante de derechos y solo funciona como dispositivo de disciplinamiento y control. Argentina, bajo este modelo, no se aleja de una supuesta «hegemonía cultural progresista», sino más bien, se sumerge en una biopolítica estatal que ya no busca cuidar la vida, sino decidir quiénes tienen derecho a vivirla en plenitud y quiénes deben ser reducidos al silencio, la marginalidad, el abandono y la muerte.

Mientras el colectivo LGBTIQP+ es catalogado como enfermedad a extirpar, como causa principal de que estemos como estamos, en nuestro país y en otros, en las calles y en los territorios digitales, en las casas y en los medios de comunicación, en los sistemas de salud, economía, educación y cultura, en Tucumán el silencio oficialista persiste. A pesar de la multitudinaria Marcha Federal del Orgullo Antifascista y Antirracista que recorrió las calles de San Miguel de Tucumán, y las de tantas provincias, las autoridades provinciales continúan sin emitir declaraciones al respecto. Y aunque estamos frente a un país y una provincia ardiendo entre llamas reales y simbólicas, algunos siguen eligiendo mirar hacia otro lado, quizás, hacia una América del Norte. Lo que nos lleva a repetir la pregunta: ¿podemos escapar del adoctrinamiento o estamos inmersos en un entramado cultural e ideológico del que ya no hay salida?

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